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Camila R. H.

Puebla, Puebla, 17 de septiembre de 2023 (Neotraba)

Hay un gato muerto en el camino. Y los coches zumban a su alrededor como el anuncio del infierno, la plenitud de la muerte. Ya no es un gato. Es un peluche mugroso, manchado de rojo, inerte porque no hay niños a su alrededor para darle vida imaginaria. Aguado sobre el asfalto, incurable.

Parezco arrastrarme junto a él, como si pudiera sentir el piso rasposo con las manos a esta velocidad y me desgarrara la piel. Es la náusea ascendiéndome por la garganta, un torbellino de agua de lluvia en el estómago y el ronronear del motor en lugar de un corazón. El gato está muerto y yo lo miro, sólo una vez, casi con contemplación. Hay un fantasma de su cuerpo en mis manos, no es suyo, pero se parece al suyo; es el peso imaginario de su cuerpo peludo antes de convertirse en esto que es ahora: un poco de nada. De hecho, tanto de nada que nadie lo mira más de dos instantes, porque el camino está enfrente y el gato está sobre la calle, como un tope, otro inconveniente en el flujo vial.

Ya le llovió encima y además le salpicó agua de charco llena de tierra, pero sigue manchado de rojo y cuando lo pierdo de vista (porque el camino está enfrente) me alivio de no haberle visto la cara. Tenía el pelaje entre blanco y negro, por eso el rojo vibraba sobre él como un anuncio en neón contra una noche muy oscura. El rojo era un último grito de ayuda, uno escurrido por el caucho de las llantas a través de la avenida; una huella difuminada lista para evaporarse entre la tarde bochornosa. Un grito que nadie escucha porque de fondo hay cláxones y tic tacs de las intermitentes y viento colándose por las ventanillas. El gato está manchado de rojo todavía, pero ya nadie lo escucha.

Me pega el viento mientras subo la velocidad, trago polvo acelerado y me pregunto qué se supone que deba hacer con la huella mental del gato muerto en mi memoria. La muerte no es buena como recuerdo. Hoy abrieron la caja; el gato estaba muerto. Descartaron una posibilidad y no me dejaron saber cuál, pero parece importante porque el gato se me apareció a mí. Muerto. Y lo recuerdo como si hubieran sido mis manos las últimas en acariciarle y delinearle sus manchas negras casi de vaca.

Le doy vida al motor, más vida, porque es la única que controlo y me recompensa con un ronroneo rítmico, ruidoso, vibrante en la caja torácica cerca de mi corazón latiente. Qué envidia. Porque escucho el ronroneo y saboreo polvo y vivo, pero el gato reposa en el asfalto como un trapo sucio. Nada más que eso.

¿Cuántos gatos se necesitan para contrarrestar la probabilidad? Yo tengo cinco vivos y alguien tiró uno muerto en el camino de regreso a casa. ¿Qué gano? ¿qué pierdo? Yo nada, quizás, pero entonces ¿cómo funcionan estas reglas del universo? Si el gato está muerto, el gato inocente, cómo funciona el resto de la vida. Acelero, acelero, pero no me olvido del peluche sucio y maltratado de la calle, agujereado por la mala vida, mojado de agua turbia, carente de ronroneos.

Puros verdes. La vida sigue y el camino está enfrente.


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