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Por Camila R. H

Puebla, México, 01 de septiembre de 2021 [00:53 GTM-5] (Neotraba)

Expectantes sus dedos, dudan apoyados en el brazo del sillón. Son dos segundos que se sienten interminables, luego el piso tiembla con la fuerza del sonido. La bocina toca por todo lo alto su canción favorita. Aunque no vamos a entrar en aclaraciones ni detalles, porque ¿no es acaso imposible tener una canción favorita? Claro que lo es.

Ella resiste las ganas de saltar en su lugar y de cantar a todo pulmón. Cómo le gustaría que todos se detuviesen para escuchar. Recarga la cabeza en el respaldo y cierra los ojos, regalándose un momento de paz, como si el tiempo le perteneciera. Durante esos tres minutos casi es así. Casi puede manipular el correr de los segundos para hacerlos diluirse como las acuarelas en agua. Abre los ojos, pestañea, la canción llega al coro.

Deja de resistirse a las impetuosas ganas de sus pensamientos por arrastrarla junto a quien definitivamente no debería imaginarse. Por un sinfín de razones, pero porque ella se lo prohíbe, es más fácil vencer al fantasma cuando crees que éste es sólo una sábana blanca. Si es una mentira, si no es real, entonces no está pasando. Es una lucha constante para ver quién manda ese día, ¿la razón? No, la razón siempre pierde. Las desventajas de ser sensible, de ceder con frecuencia a los caprichos del sentir.

Y se imagina. Ve cada uno de sus deseos: cómo sonaría la música, por dónde entraría la luz del sol, la posición de sus pies descalzos y cuál paso de baile ridículo elegiría. Es sencillo mientras no vuelva en sí para descubrir la falsedad de su propia fantasía. El segundo estribillo llega con el rasgueo emocionado de una guitarra, ella suspira.

Piensa en el significado de los suspiros. Luego lo reduce: el significado de los suyos. Bueno, quizás tenga nombre, incluso apellido. Pero no, no puede ser así, no está bien y no está bien porque ella lo sabe. Sabe con certeza que sus manos nunca van a estar en donde quieren estar, la música no acompañará un baile meloso en pareja. Porque la pareja no existe, no la deja existir.

De nuevo, si el fantasma sólo es una sábana, entonces no es fantasma. No existe, no es un peligro. Es una sábana pendiendo del aire.

Son sus sentimientos flotando en el vacío de sus conversaciones. Pero no son sentimientos –porque no quiere que lo sean– y entonces no existen. ¿Verdad? Así funciona, es así de fácil. ¿Es este el puente de la canción?

Vuelve a cerrar los ojos, hace presión con los párpados, no quiere pensar. No busca llenarse de imágenes mentales capaces de aturdirle el corazón o de llenarle el rostro de vergüenza, porque no. No siente nada. Y si su canción favorita trata del amor más cursi del existir, no es su culpa, como tampoco lo es imaginarse con quién no debería imaginarse mientras esa misma melodía les ambienta la tarde.

La última estrofa, el rechazo final.

Seguirá encerrándose, aliada de la razón, si eso le garantiza limpiarse las manos y abandonar lo absurdo de sus ideas más intrusivas. Cuando la canción acaba, está casi convencida.

La cosa con los fantasmas y las sábanas es que, en realidad, sólo se sabe si es un fantasma de verdad cuando la sábana se levanta.


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