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23 de abril de 2024 (Neotraba)

El viaje a Yuma no es demasiado largo, pero tampoco corto, promedio de ocho horas, es decir, un día completo arriba de un camión. Es curioso como medimos la distancia entre ciudades en horas, no en kilómetros, como si estuviéramos separados de nuestro destino no por una carretera, sino por tiempo.

Conscientes de un viaje de tal longitud, Judith y yo nos armamos con botellas de agua y pastillas para dormir, pastillas para el mareo, pastillas para el dolor de cabeza, pastillas para todo, que hoy no es cualquier día, cuando se termine estaremos en Yuma.

En alguna reseña literaria ambigua leí que el paisaje es un personaje más en el relato de un viaje, como los pasajeros, el conductor o la unidad, un ser que te acompaña, que te dice algo sobre el sitio donde estás pisando, la flora, incluso la fauna se asoma a saludarte o despedirte. Pero aquí no pasa nada más que desierto. Un desierto polvoso que extiende su mano hasta tocar la ventana y dejar su rastro de calor. Un desierto en el que los chamizos todavía plantados en la tierra descansan bajo el sol, y se repiten en un ejército inabarcable para la vista.

Judith repasa con el dedo el catálogo de películas que ofrece la pantalla empotrada en el respaldo de enfrente. Comedias norteamericanas con escasa taquilla, películas de acción que pierden su gracia en la definición de unos cuantos centímetros, y una animación de como la amistad sobrevive a tiempos difíciles, como cuando no puedes jugar Xbox o bajan tu serie favorita de Netflix. Todas recientes y descargadas ilegalmente. La ficción como campo minado de entretenimiento, nos ayuda a resistir cualquier cosa, incluso un desierto como este, con un sol que azota los ojos si abres las cortinas, y entra, cubriéndolo todo.

Judith se recarga en mi hombro. Respira despacio, por primera vez desde que supimos que tendríamos que hacer este viaje. Y no es sorpresa, el camión está limpio, el suelo con imitación de duela estaba recién trapeado cuando entramos, por lo que una pareja de señores, posiblemente jubilados de vacaciones, apenas lograron sostenerse uno del otro y de los asientos, acolchados, azules, con figuras de colores rojos y amarillos, dibujando un patrón como de arte futurista, o cubista, no estoy seguro, Judith podría decirme, pero no quiero molestarla. La mayoría de los asientos están intactos, con manchas apenas en las partes de abajo, o algunos puntos donde niños habrán rasguñado un poco. Además, está frío, aunque no helado, la refrigeración funciona para alejarnos del desierto que surcamos por en medio.

Los posibles jubilados, como la mayoría de los pasajeros, no necesitaron ni una hora para caer dormidos. No todos los asientos están ocupados, pero si más de la mitad de la capacidad. Es fácil llegar al sueño, con el vaivén de una carretera recta y un silencio fresco en los acolchados respaldos. Se empieza soñar con la ciudad que nos espera, con las vacaciones, con los familiares, con los lugares que serán descubiertos, o vistos para recordar un momento específico a meses, años de distancia.

Despierto, la luz entra por la ventana del asiento de enfrente, estrellándose con el celular de su ocupante y reflejándose en haz directo hasta mi rostro. Son dos amigos, alrededor de veinte años, hablan sobre algo que se ve a lo lejos, el de la derecha dice que un tío suyo falleció así, y que su nombre debe estar en la del centro. Recorro la cortina lentamente con mi brazo derecho que abraza a Judith. Solo abro un pequeño resquicio para no despertarla. Entre dos rocas, a unos cincuenta metros, alcanzó a ver tres cruces grandes, blancas, con nombres escritos en tintas negras y rojas que no alcanzo a leer. Tienen restos de ramos de flores debajo, restos que permanecen en el desierto como posiblemente lo hagan los cuerpos. Avanzamos y se puede ver que cada ciertos segundos aparece una cruz, más pequeña, clavada en la tierra. Algunas con imágenes, con textos, con una gran virgen que las protege. El paisaje nos da la bienvenida. Aquí comienza la frontera.

La mayoría de los pasajeros comienza a despertar. Algunos ya se ponen de pie. Han pasado las primeras cuatro horas, y hay que bajar a comer. Nos recibe una tienda pequeña, con una suerte de pórtico hecho de láminas superpuestas, repleto de mesas rectangulares de madera astillada.

Judith observa el menú pintado en una pared y con los precios parchados sobre otros parches. Tortas, sándwiches, tacos y refrescos. La especialidad de la casa, la torta suprema, que se diferencia de ser una torta fría cualquiera por tener una pieza de chicharrón de lonja. Se voltea y camina para sentarse, habiendo comprado frituras y un refresco. Tengo hambre, pero sé que no debo comprar nada que no esté sellado si no quiero ponerla nerviosa, y la verdad, hasta a mí me pone nervioso observar la estufa con los quemadores cubiertos de una capa marrón de grasa. Un panqué y una Coca-Cola, por favor y gracias.

Ella se sentó en una mesita plegable de los posibles jubilados a la sombra del camión. La señora a su lado y el hombre de frente a ella. Judith me voltea a ver, sonriendo, recuerdo la primera vez que vi esa sonrisa al entrar a la clase de literatura. Me presento, se llaman Guadalupe y Héctor, maestros de primaria jubilados, lotería. Ellos nos hablan de su hijo, un profesor de universidad que acaba de producir un corto sobre la cultura Yaqui y los invitó a la premier en el teatro del campus de la Universidad de Arizona.

Héctor lee el periódico y ríe mientras toma café de un termo grande que todavía tiene la etiqueta de Ross.

–Ya encontraron a los estudiantes que se habían llevado, Lupe.

–Que se habían llevado –repite ella con sarcasmo. –Están bien metidos en broncas y todavía quieren que nos la creamos. Que se los llevaron, ni que ocho cuartos.

–Aquí dice que estaban incinerados casi en su totalidad. Los encontraron como a dos kilómetros de la última vez que fueron vistos.

–Ay, no. Es que cada año encuentran más muchachos así, que se pierden. Voltea a ver a Judith atentamente. –Porque siempre resulta que están metidos en algo, con los narcos, con las drogas, o cosas de esas, ¿verdad?

Judith sonríe y asiente. Con un estudio sociológico sobre la escolarización en entornos rurales, estoy seguro de que tendría muchas cosas que decir, pero la anciana debe recordarle a su abuela, que nos espera en Yuma, por eso solo sonríe y asiente para darme la mano por debajo de la mesa, haciéndome sentir su emoción.

–Están metidos con las bandas criminales, como ellos viajan y eso, le transportan las armas a cambio de droga. Son viciosos. Así es la gente allá en el sur.

Termina la hora del almuerzo. De regreso hacia adentro Judith habla de que su abuela diría algo muy parecido, que posiblemente intente convencernos de cambiar de profesión. Cuando adolescente se frustraba mucho con ella, pero ya no le molesta, no le ve sentido a molestarse, menos si se ven tan pocas veces al año.

Con las frituras y galletas que muchos guardan para después, y el olor de las tortas que todavía nos persiguen, el camión deja de sentirse tan fresco, para dar paso a una humedad que llega al sofoco, aunque por suerte no dura demasiado, el sistema de refrigeración funciona mejor cuanto más rápido avanzamos.

Decidimos entre las películas para ver una juntos. Utilizaremos mi pantalla por estar menos cerca de la ventana. Judith se recarga en mí. Su cabello rizado enredado siempre le ha servido como almohada. Pienso que no dormirá hasta que se quite los lentes y veo las pestañas maquilladas con rímel bajar para cerrar sus ojos. No usa rímel desde que salimos de vacaciones, definitivamente extraña a su abuela.

Estoy lleno de pan y gas de la Coca-Cola, pero no pasará mucho tiempo para que me dé hambre. Igual y hacemos otra parada. Igual solo son cuatro horas más. Cuatro horas desde aquí a la noche, en Yuma.

La mayoría de los pasajeros están despiertos. Las cortinas están abiertas, dejando ver que el desierto se quedó quieto. Todos parecen confundidos, avanzamos lentamente, hasta alcanzar a notar a unos cincuenta metros adelante, un grupo de pick-ups blancos, grandes, posiblemente último modelo. Del más cercano bajan dos sujetos, caminan despacio, seguros, pulcramente uniformados. Escucho algunos suspiros de alivio. Son policías.

Judith se mueve. Estaba volteada totalmente hacia mí, por lo que la luz apenas ahora había hecho que se despertara. Se acomoda el cabello, y voltea por la ventana.

El conductor habla con los dos agentes. No sube la voz, algunas pantallas siguen reproduciendo películas que solo los niños ven, con esfuerzo por el exceso de luz que ha entrado al camión. La conversación se termina y los policías que se adelantan. Volvemos a avanzar muy despacio, como rodando nerviosos. Los pasajeros preguntan pero únicamente el señor del primer asiento habla con el conductor, que responde con frases cortas, muy bajas, inalcanzables para la mayoría.

Su puta madre, escucho la voz de Judith, entre molesta y asustada. Volteo hacia donde ella mira y me doy cuenta de que no todos los sujetos tienen uniforme de policías. Algunos tienen camisas blancas, que brillan incandescentes bajo el sol. Otros cargan rifles de asalto color negro. No conocía un arma en teoría, ni modelos, ni calibres, ni tampoco en persona.

La puerta del camión se abre y entran los dos agentes. Nos dicen que tendremos que bajar para una revisión, que no nos preocupemos, que es cosa de rutina. Judith aprieta mi mano derecha envolviéndola entre las suyas, tiene el mentón rígido y los ojos fijos en los hombres. Nos levantamos cuando han terminado de salir los pasajeros que iban enfrente de nosotros. Salimos lentamente y nos colocan en una fila india. Su puta madre, Antonio, no chingues, no chingues, escucho a Judith pero estoy concentrado en observarlos a ellos, sobre todo a quienes no tienen uniforme, con lentes de sol, apenas comenzando a sudar. El conductor baja hasta el último y deja abierta la unidad.

En total son seis pick-ups, aproximadamente diez hombres, cuatro de azul y el resto de blanco. El desierto se abre hacia todas las direcciones. La carretera es el único indicio de camino entre los autos y las armas. Esperamos en fila, los sujetos pasan a nuestro lado, observan nuestra ropa y pertenencias, de arriba a abajo. Judith sostiene mi brazo, lo aprieta. parpadea muy rápido, no se retoca el cabello aunque está desacomodado, tiene mucho, tiene mucho miedo, tenemos, mucho miedo.

Preguntan si somos mexicanos, si nadie está armado, y exigen que dejemos celulares y cualquier dispositivo en un contenedor que recorre la fila.

–Puta madre, Antonio. Miro a Judith, dirige sus ojos enmarcados de negro a un tráiler que se aproxima. Aunque se ve viejo viene a gran velocidad, de frente hasta dar la vuelta y colocarse al ras del camino.

Comenzamos a avanzar hacia él. Nos dicen que nos apuremos, que no va a pasar nada. Un tipo detrás de todos nos incentiva con una ráfaga de disparos al cielo. El ruido recorre la planicie llenándola por completo, como la onda de una roca cayendo en el agua. Por un segundo todos somos silencio, hasta que los niños comienzan a chillar.

Avanzamos lentamente, temerosos. Judith llora y yo trato de no hacerlo mientras balbuceo que no va a pasar nada, que vamos a estar bien, de una forma incomprensible hasta para mí. Entonces me empujan con la punta del rifle de asalto en mi espalda. Es la primera vez que me toca un arma, un arma real, no una de plástico o de salva, un arma que en cualquier segundo podría matarme, digo, cualquier cosa en cualquier segundo podría hacerlo, pero un arma es diferente, porque está creada con el preciso objetivo de matarte.

A Guadalupe y Héctor se les dificulta levantar las piernas, pero con ayuda de los agentes suben. Volteo hacia oriente, alcanzó a ver cruces, pequeñas, blancas, azules y rosadas, saliendo inclinadas de la tierra entre los chamizos.

–Antonio –me llama Judith. Volteo y observo como por sus mejillas comienza a correr el rímel negro que cubría sus ojos. No dice nada más, sus labios tiemblan. Trato de decirle algo, pero siento que mis mejillas se acalambran y caen lágrimas. Estamos llorando, viéndonos fijamente. Solo nos habíamos visto llorar cuando falleció su abuelo, y cuando nos mudamos a nuestro primer departamento, a las afueras de Hermosillo. En ese entonces, no sabíamos que pasaría, pero sabíamos que estaríamos bien, que estaríamos juntos.

La cabina hacia dónde vamos está vacía, salvo tablas al lado de las paredes para sentarse. Apretamos nuestras manos. Sudamos, el calor comienza a meterse por la ropa. La fila avanza, y llenamos, poco a poco, paso a paso, la oscura boca del tráiler.


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