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Por Enrique Herrera

Murrieta, California, EUA, 17 de marzo de 2021 [02:28 GMT-5] (Neotraba)

—“¡No manches, wey!¡Tápate la buchaca!”

—Oye, oye, fíjate como hablas, que no estás con tus amigotes.

—Ay, amá, es que hay que cubrirse la boca y la nariz. Ya vez, la pinche pandemia no nos deja. Además, lo que escuchaste es lo que dice la primera línea de este volante que estoy diseñando pa’ la banda.

—Pues sí, hijo mío, pero eso no te da licencia para que vengas con tus palabrotas. Soy tu madre y me debes respetar. ¿Qué es eso de decirme “wey”?

—No te lo estoy diciendo a ti. Y si así fuera, sería un wey de cariño, preciosa. ¿Cómo crees que yo voy a querer ofenderte, jefa? Si tú eres todo para mí.

—Pues sí, te entiendo, pero desde que te juntas con los de la esquina, con esos maleantes, ya estás agarrando ese habladito que no me gusta. Con que no vayas a agarrar sus costumbres, todo va a estar bien.

—Pues aquí vivimos y de aquí soy, madre. ¿A dónde quieres que me vaya si no es a la esquina? Y casi ya no estamos allí, por eso del toque de queda. No hay espacios donde la juventud se divierta, no manches, wey.

—Y dale con tu hablar. Y ahora sí te dirigiste a mí, ¿verdad?

››Mira, mejor ve por medio kilo de tortillas. Le dices al capitán que el sábado le pago toda la cuenta, que la señora ya me va a pagar lo del mes atrasado.

—No manches, ¿todavía no te ha pagado esa pin… vieja?

—Nomás no me la ofendas. Recuerda, ella es quien nos ha mantenido a los tres desde que tu papá se nos fue. Y no olvides que Chuyita te quiere y quiere mucho a tu hermana. La procura como si fuera su propia nieta. Siempre la trata con cariño. A veces, en lugar de decirle Lucy, le dice Lucita, de cariño. Es un amor.

—Claro, trata así a mi hermana porque la quiere para su nieto, ese mono que viene en moto los fines de semana.

—Cómo crees, Luis, ese muchacho ya es grande, está en la universidad, yo creo que tiene como diecinueve años. Tu hermanita sólo tiene catorce. Ay, cómo crees. Ideas tuyas.

—Bueno, ¿me llevo esta servilleta para las tortillas?

—No, dile al capi que te las envuelvan en papel.

—Okay, wey.

—Te digo que no me digas así, wey, ¡jajajajaja!

Y así pasaban los días mamá e hijo.

Lucy iba a la escuela. Cursaba el tercer año de secundaria en una escuela pública. Luis, ahora, el hombre de la casa, dejó los estudios después de completar el segundo año de secundaria. No le iba bien con sus maestros debido a “su falta de atención” –decían los docentes.

De vez en cuando, Luis iba a ayudarle a unos albañiles especializados en hacer colados; es decir, techos de hormigón y alambre. Pero ese era un trabajo de un día o dos a la semana, el resto de los días los ayudaba a su mamá a mantener la casa de Chuyita en orden, cuidando a su hermana y riendo y gozando en compañía de sus amigos de la esquina.

Luis era un joven gentil y atento, se juntaba con ese grupo por no tener a dónde más ir. Casi todos los demás jóvenes de ese grupo participaban en actividades pequeño-delictivas: venta de marihuana, metanfetamina y cristal.

Las cosas cambiaban en el mundo y también en la ciudad donde vivía Rita con su hija e hijo. Ella era originaria de un pueblo al norte del país, pero emigró a ese centro industrial inmediatamente después de juntarse con Luis, el padre de Luis y Lucy.

—Ya vete, qué esperas. La comida ya casi está y debes comer antes de ir por tu hermana a la escuela. Anda, vete por las tortillas.

››Ah, me gustaría leer lo que escribiste, ¿me dejas?

—Sí, madre, lee lo que tú quieras. Ya sabes que para ti no tengo secretos.

Luis se fue por las tortillas.

Al aproximarse a la tortillería, se dio cuenta de que había una larga cola de clientes esperando comprar tortillas. Buscó a su alrededor y vio a Raulito, un niño de la vecindad que estaba jugando por ahí.

—Hey, Raulito, ven pa’cá.

Cuando el niño se acercó, Luis le dijo:

—Hazme un favor. Quédate aquí apartando mi lugar mientras voy a ver al Pulgas, ¿okay?

—Está bien. Nomás no te tardes porque tengo que ir con mi mamá al mercado.

—Si llegas al frente y todavía no regreso, dile al capi que quieres medio kilo para mí y que yo regresaré a hablar con él.

—Ya dijiste, wey.

La casa del Pulgas estaba a media cuadra de la tortillería. Luis corrió hasta allí y llegó pronto. El Pulgas abrió la puerta de su casa a la primera llamada de Luis.

Qué onda, wey. ¿Va o no va? –preguntó Luis.

—Seguro que va, Luisillo. ¿Ya tienes los volantes?

—Ya casi están. Ahora que regrese a casa termino el machote, te lo traigo y tu vas al CopyMe a reproducirlos, ¿va?

—Va, cabrón. ¡Ese es mi Luis!

—Oye, y el ruco, ¿tiene la mercancía?

—¡La tiene, vato! Anoche fui a verlo a su casa para que me comprobara todo. No lo vas a creer: me llevó a una bodega en la zona industrial, que parecía un mar gris con un chingamadral de tanques de oxígeno. Ahora sí, vamos a comer con pan, wey. Nos rayamos con ese ruco.

—Entonces, ¿cuándo empezamos?

—El plan es volantear hasta saturar la zona. Luego, según el ruco, debemos esperar hasta que la escases se sienta y los costos aumenten. Los precios se van a disparar, wey. Entonces sí, saldremos al mercado. El tanque lo estaremos vendiendo sólo a particulares y sólo uno por piocha. Nuestro precio será tres veces el precio normal por unidad. ¿Cómo la ves carnal?

—¡Chido! Bueno, vuelo por el volante original. Te lo traigo en una hora porque tengo que comer. Ah, vengo, te lo entrego y salgo en chinga porque tengo que ir por Lucy a la escuela.

—Sí, cuñado, ya sabes.

—No marches, wey, ya estás casado.

Luis regresó a la tortillería. Raulito ya tenía el paquete de medio kilo de tortillas en sus manos y el capitán ya había anotado el costo de las tortillas en la página de deudas de Rita.

—Gracias, Raulito. Gracias, capi. Ya sabe, el sábado nos ponemos a mano.

—Eso me dijo tu mamá el viernes pasado y nada. Que sea la última vez. Y es mejor que venga tu hermanita. A ella sí le presto lo que quiera, wey.

Luis regresó a su casa cuando la mesa estaba lista. Al verlo llegar, su mamá se dispuso a servir la comida. Mientras gozaban de sus alimentos, Rita dijo:

—Lo que leí me parece una buena causa, hijo. Nunca creí que los de la esquina fueran tan solidarios con la gente. Siempre que escucho de alguno de ellos es por problemas de distribución y venta de estupefacientes. Oye, a propósito, ¿ya salió el Pulgas del penal?

—Sí, ya anda por ahí.

—Con ese sí, por favor, ni te juntes. Es más, ni le hables.

››Te digo, vi lo que estabas escribiendo. Está muy bien. Pero ¿qué tiene que ver el Corona con el oxígeno? Bueno, sé que cuando la gente se enferma con el virus, la entuban, le meten oxígeno. Pero, el resto de nosotros, los sanos, los que no nos hemos enfermado, no necesitamos oxígeno, ¿verdad? Respiramos bien.

—Sí, madre, pero hay personas de la tercera edad, viejitos, ruquitos, tú sabes, que lo necesitan porque sus pulmones ya están cansados después de haber inhalado grandes guatos de contaminación que está encima de nosotros a mañana, tarde y noche…, pa’ qué te cuento.

—Bueno, ahora entiendo. Pero, oye, otra vez, ¿por qué mezclas lo del cubrebocas, lavado de manos y sana distancia con el ofrecimiento de oxígeno? ¿Quién está pagando por toda esa propaganda? He oído que el oxígeno va a subir de precio. ¿Sabes algo de eso?

—No, ma, de eso no sé nada. Yo sólo hago lo que me piden los cuates, pero no me entero de nada más. Me pidieron ayudar con el volanteo, y por eso me van a pasar una corta. Luego, si hubiera necesidad de repartidores de oxígeno, ya estoy en la lista de disponibles. Nomás que, como no tengo licencia de manejar, tendré que meterles el hombro a los tanques. Así es de que dame bien de comer, ma. No manches.

—Tú apúrate, termina de comer que ya va a salir tu hermana de la escuela.


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