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Por Rogelio Silva

Jalisco, 04 de julio de 2021 [14:09 GMT-5] (Neotraba)

A Dios, como al doctor Frankenstein su monstruo, el hombre se le fue de las manos.

Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios.

Nunca pensé llegar a cargar una pistola, mucho menos verme en la necesidad de usarla, o de ponerla frente al cuerpo de alguien más. Y jamás habría ideado un plan como el de esta noche.

Isaías viene a mi lado. Tiene los ojos encendidos de odio supurante, es como una serpiente o un dragón a punto de escupir fuego. Yo también estoy encabronado, lo estoy más que él, pero trato de mantener la compostura, de actuar con la cabeza fría, aunque no sé si me sea posible. El arma fue su idea, me dejé guiar por él hasta una pocilga de vivienda, metida hasta el culo de una vecindad miserable. No me creí con las agallas de entrar y buscar lo que ahora traigo conmigo. Isaías me convenció de ir, pero yo hice todo el trato como si fuera un conocedor de armas.

Mientras conduzco, Isaías se dedica a fumar y a lanzar una letanía de maldiciones. Se hincha de rabia, suelta humo por la nariz y golpea el tablero cada vez que reniega la injusticia a la que nuestra Emily fue sometida. Sometida, eso es, doblemente ultrajada. En voz alta dice lo que hará con el sujeto. Yo quiero hacerle lo mismo, eso ni dudarlo. Nuestra imaginación vuela con la cantidad de dolor que queremos infringirle. Pero una vez más debo mantener la cabeza fría en el objetivo. Si los jueces imbéciles quieren más pruebas, más pruebas les daremos. Así tengamos que abrir una cabeza para materializarlas.

Estaciono justo frente al departamento donde descubrimos que se esconde el hijo de puta. En un sitio donde las penumbras nos pueden cubrir de anonimato. Esperamos. Isaías carraspea y escupe por la ventana. Es como si se atragantara con su propia rabia. Siento que las costillas se me contraen y me aprietan los pulmones y el corazón. Es adrenalina mezclada con temor. Si el tipo es un monstruo nosotros podemos ser la peor abominación para él. Lo sé porque Isaías escapa de mi control, es una bestia hambrienta a la que le soltaron las cadenas y pide carne y sangre.

Por un momento pienso que el tipo no va a llegar, que seguro intuyó el peligro y huyó como el cobarde que es. Pero allá se acerca un auto, la luz del poste de la esquina lo ilumina: es el deportivo rojo, el mismo auto que usó para llevarse a nuestra Emily y que todavía usa. El bastardo es la impunidad sinvergüenza. Ahí mismo siento que Isaías y yo nos fusionamos en odio, que algo me quiere catapultar de mi asiento para ir al encuentro del tipo, bajarlo a rastras y meterle un tiro en la frente. Pero me calmo y espero. Hago una señal a Isaías para que también se calme, le digo que tenga un poco de paciencia. El tipo se estaciona y baja de su auto.

De tan sigilosos que somos ni siquiera sabe que ya estamos detrás de él. Apenas mete la llave en la cerradura del departamento, Isaías le rodea el cuello con el brazo al tiempo que yo le pongo la pistola en la panza. Lo obligamos a entrar. Me impresiona la fuerza y agilidad de Isaías porque tumba al infeliz como si fuera una piltrafa para después encajarle una rodilla en el espinazo, le tuerce las manos en la espalda, mientras yo sigo sosteniendo el arma pegada ahora en su cabeza. La puerta queda cerrada a nuestras espaldas. Le encinto las manos. Isaías le da golpes secos en la cabeza para obligarlo a que se calle. Cada que quiere decir una palabra le sella el hocico con una cachetada dura como tablazo. Optamos por meterle en la boca el primer trapo que encontramos. Comienzo mi búsqueda, Isaías no quita la vista del tipo que se convierte en un gusano y se retuerce en el piso, que pide clemencia a sollozos e intenta gritar por ayuda. Cosa que altera más los nervios de Isaías y culmina con una patada en la panza del bastardo. El tipo entiende el mensaje, no volverá a hacer más ruido que el resuello que sale por su nariz llena de sangre y mocos.

Examino en los archivos de su celular, veo cada una de las fotos. Es un pendejo con vida sociable, se le ve feliz y quitado de la pena, con amigos y amigas, posa abrazado para las fotos. Hay una fotografía que me perturba, en ésta sostiene una niña sentada sobre sus piernas y ambos sonríen. La niña lleva una blusa estampada de cierto dibujo animado. A Emily también le gustaba ese programa cuando era más pequeña. El estómago se me revuelve, no sé si es su hija, su sobrina o la niña de alguien con la mala fortuna de conocerlo. La sonrisa del tipo me encabrona aún más.

No encuentro nada en su celular que lo comprometa. Entonces hurgo en cada cajón, en cada repisa y estante que veo. Debajo de la cama, en los clósets y entre los espacios de los sillones. Es un departamento chico y discreto. Tiene que serlo, un animal como este no defeca donde come, tiene que limpiar bien sus evidencias, o por lo menos ocultarlas bien, porque sé que están por aquí. En cualquier momento encontraré cualquier cosa que pueda servirme y más vale que así sea. Estoy seguro que la inteligencia del sujeto no da para ser tan precavido y deshacerse de todo, que sus instintos lo traicionan y lo que hizo está registrado en algún lado, como un trofeo, como un fetiche. Volteo la casa, no quiero preguntarle por su escondite, aparte de que no va a decírmelo tan fácil, no pienso molestarme en dirigirle la palabra a esa escoria.

El tiempo de entrar en razón ya pasó, ahora sólo queda actuar. La desesperación comienza a ganarme, arranco porquerías de su sitio, quiero creer que lo que sea que busco se encuentra en el lugar menos pensado, por eso despego el sanitario del piso, para ver en el espacio que hay entre la pared. El agua brota pero no hay nada ahí. Regreso a la habitación y despego a tirones la alfombra. Sólo hay polvo. Abro el colchón y las almohadas con un cuchillo. Isaías insiste en quemar el lugar con todo y tipo. Lo ignoro, busco hasta que algo capta mi atención: una diminuta luz roja que parpadea en el interior de una lámpara que había tumbado al piso. Es tan poco notoria que me sorprendo de haberla visto.

Desarmo la pantalla y descubro una cámara adentro. Sigo el cableado y topo con un hueco bajo un panel flojo del piso, adentro hay una laptop, un sobre y una libreta con nombres y números de teléfono. El corazón me patea las emociones, me viene una sudoración fría y un temblor de manos. Enciendo el aparato. Tiene contraseña. Le grito a Isaías para que haga lo suyo. Mientras abro el sobre que contiene fotografías, un dolor comienza a bombearme en la cabeza, la garganta se me hincha y la saliva amarga en mi boca. Una a una veo las fotografías, no puedo describir el asco, las náuseas. Sin embargo, en ninguna foto aparece mi Emily.

No pasan ni cinco minutos cuando Isaías me grita la contraseña. Logro acceder y, con las manos echas un caos de convulsiones, doy clic al primer video que encuentro. Ahí está, es ella, la misma niña que el tipo sostenía sobre sus piernas. También aparece él, de pie frente a la cama, entonces se acerca al cuerpo de la niña y deja al descubierto su rostro, se puede ver claramente que es el hijo de perra. En este momento no sé cuál es mi estado de ánimo, la rabia se reduce a una descomposición general que me ataca cada órgano del cuerpo.

Abro el segundo video y algo en mí se rompe. Me resquebrajo de adentro hacia afuera, las piernas me tambalean y me dejo caer de rodillas al piso. Pierdo la furia con la que había irrumpido en la casa del sujeto. Ahora que soy testigo de las entrañas del monstruo no me quedan fuerzas, es como si lo que acabo de ver me hubiera hecho un embrujo que me somete y debilita: en la pantalla está el rostro de Emily. Pauso la reproducción y la quito de mi vista al instante. Quiero chillar como un perro, gritar como un niño con las piernas rotas, pero no puedo. Me sumerjo en una especie de estupor.

La voz de Isaías me reanima, me pide que vaya de nuevo hacia la sala donde mantiene al bastardo boca abajo. A pesar de la paliza que Isaías le dio, parece haberse entregado a la calma, a la idea de que si estuviéramos ahí para matarlo ya lo habríamos hecho. Y tiene razón, no estamos aquí para eso, aunque las ganas van más allá de la idea de simplemente matarlo, sino a las de ocasionar en él un sufrimiento insoportable. Uno que Isaías insiste en provocarle. Me pregunta qué haremos con él. Me reta a meterle aunque sea un plomazo en los huevos, que para eso compramos el arma, pero su voz me parece cada vez más lejana para tomarla en cuenta. Es como si estuviera en un espacio sin aire, asfixiante.

Salgo del departamento como si hubiera sido testigo de una bestia que devora a sus víctimas de manera grotesca y sin compasión. Pero esa bestia no es Isaías, tampoco el bastardo, es algo más, inabarcable, una porción de humanidad sin rostro, que parece resollar detrás de cada muro vecino, son ojos y vergas hinchadas de sangre que acechan en la oscuridad: hombres vestidos de traje, pulcros y perfumados que se mueven sin pisar la suciedad. Enciendo el auto y manejo hasta aparcarme frente a las vitrinas de una plaza comercial, en una de las tiendas hay televisores encendidos que muestran a Bob Esponja luchando por mantener unos músculos inflables en su sitio. Emily también amaba ese programa, ahora no estoy seguro de que pueda volver a disfrutar algo en su vida. Me derrumbo sobre el volante, lloro con espasmos y sin emitir sonidos.

Isaías toca el parabrisas, se le nota más calmado. Da la vuelta y sube al asiento copiloto. Me dice que dejó al pedazo de mierda bien amarrado y se aseguró de ver que lo levantara la policía, ellos no pudieron ignorar las decenas de fotos sensibles pegadas a su cuerpo desnudo, se olvidaron de que tenía la cara molida a golpes. En cuanto a los videos, menciona que no debo preocuparme por la exposición de la identidad de mi hija, él se encargará de que quede bien protegida y en buenas manos. Que si de nuevo las pruebas no son suficientes podemos volver a terminar lo que empezamos y que siempre puedo contar con él. Nunca es bueno reprimir la rabia, me dice. Entonces Isaías baja del auto y camina por la calle hasta desaparecer entre las sombras.

Enciendo un cigarro, lo pongo entre mis labios y arrojo el humo por la nariz. Palpo la libreta en mi bolsillo y sé que pronto volveré a necesitar de su ayuda. Escupo por la ventana y doy marcha al auto.


Rogelio Silva (Jalisco, 1986). Residente en Colima, Col. Dedicado a la narrativa escrita e ilustrada. Algunos de sus textos han sido publicados en: Revista Himen, Materia Escrita, Los No letrados, Revista Estrépito, Retruécano, entre otras. Autor del libro Anatomía Transparente.


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