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Hermosillo, Sonora, 1 de mayo de 2024 (Neotraba)

Loulou en la tapia

Loulou observa por la barda que divide su casa de la casa vecina. Está parada de puntitas sobre un tronco de lo que alguna vez fue un enorme álamo. Su padre lo mandó derribar después de que una tormenta lo partió a la mitad. La redonda base del tronco quedó ahí, justo en donde empieza la pared de ladrillo, y se alza casi un metro del suelo. Es un tocón hermoso que alguna vez sirvió como mesa de juegos infantiles.

La niña resiste las ganas que tiene de saltar al otro lado. A sólo unos metros de ella, una jaula de gran tamaño contiene en su interior decenas de aves, algunas dentro de otras jaulas más pequeñas. Cardenales, pichones, periquitos del amor, palomas, tortolitas, pericos, guajolotes, gallos y gallinas, todos conviven alrededor de un inmenso guamúchil que se encuentra en el centro del corral de tela de gallinero. El cielo también está cubierto con el mismo material.

A unos metros detrás de ella, dentro de la casa, su mamá cocina. Loulou ya está sobre la tapia cuando escucha a su madre llamarla. Piensa que está a sólo un brinco y unos movimientos rápidos para liberar a todos esos pájaros.

De nuevo los gritos que la llaman. La comida está servida.

Loulou baja de un brinco, cae en el tronco de álamo, se aleja de la tapia y ya cerca de la puerta de entrada a la casa le reclama a su mamá:

–Deja de llamarme así y dime Loulou, ¿cuántas veces tengo que pedírtelo?

Como un bosque en el abandono

Había tantos árboles que podría ser un bosque. Y en cierto modo lo era, con ese abandono que se podía sentir, más propio de los lugares deshabitados. Deshabitados por seres humanos, se entiende, porque en cada bosque viven cientos o miles de animales, ya sea en los árboles, a ras del suelo o bajo tierra. Los gusanos y los demás insectos que habitan el subsuelo también le dan vida al bosque, así como los pájaros que brincan de rama en rama o los gatos salvajes que construyen sus madrigueras entre las rocas.

En el verano, el largo, húmedo y sofocante verano, la ciudad era un brasero. En esos meses la piel gris ceniza de los porohuis adquiere unas tonalidades blanquecinas y entonces es posible observarlos entre los troncos de los álamos, los perros sueltan pelo mientras haya sol en el día y los gatos sólo cazan de noche.

En el día pocos animales hacen ruido y en los atardeceres bandadas de pericos cruzan el cielo mientras las pichihuilas se acomodan en lo más alto de los árboles.

Durante el verano este es un pueblo solo y caluroso.

El diario paso del tren y los pájaros a veces hacen de este un lugar ruidoso. Cada vez que el ferrocarril se detiene lejos de la estación, y lo hace al menos una vez al día, algunos viajantes abandonan los vagones y bajan de las vías. Buscarán señales en bardas, cercas y árboles, señales que les indiquen en cual casa son bienvenidos y en cual ni siquiera conviene acercarse. Los braceros dejan los vagones del tren, esos que son sus hogares temporales, y buscan personas caritativas que les regalen alimentos, agua, ropa, quizá una cobija o un par de zapatos usados.

El río, o lo que queda de él, por las noches deja sentir su arrullo. Años atrás, cuando era un caudaloso río, ese arrullo era tan fuerte que asustaba a los pájaros que descansaban entre las ramas de los álamos y eucaliptos que crecían cerca.

En el largo verano, durante el día, las personas hablan poco.

De noche todas las voces hablan del calor.

Carretas, canciones y el paso del tren

Las orejas del caballo apenas dejan de moverse y una bandada de bobitos vuelve a posarse sobre ellas. El pobre animal no tiene respiro, los diminutos insectos, sobre todo a esta hora del atardecer, son insobornables y buscarán refugio en sus orejas calientes, en su grupa o en los ojos, uno de sus espacios preferidos según lo atestiguan todos los habitantes de esta ciudad que sufren la plaga de estos animalitos durante el verano. Los días más calurosos aumentan la plaga de bobitos y las incomodidades que provocan.

El dueño del caballo también intenta alejar a los mosquitos de su propio rostro mientras observa bajo el lado derecho de la carreta. Se detuvo en el camino porque de una de las llantas surgía un ruido que al principio le pareció molesto pero que después de varios kilómetros ya le resultaba bastante fastidioso.

Sobre esta calle no hay tráfico, así que el carretero decidió detenerse y buscar el origen de tan inquietante ruido. Apenas queda luz de sol, pero el calor todavía es tan fuerte que el hombre está cubierto de sudor, aunque quizá sea por la humedad en el ambiente más que por el calor.

El hombre y su animal se detuvieron frente a una casa sin reja en el frente. De la casa brota el sonido de una canción pop. Se acerca y grita un buenas tardes. Una niña asoma por la ventana. El carretero pide agua para él y su caballo, la niña le dice que tome de la manguera toda la que necesite. Regresa a su vehículo y agarra de la parte de atrás un envase de plástico de dos litros. Lo llena de agua y se aleja, no sin antes beber directamente de la manguera y de remojarse cabeza, rostro y pecho. De la casa surge el sonido de otra canción pop, esta vez a un volumen más alto.

Mientras el hombre y su caballo se alejan, se escucha el ruido del tren por el lado norte y por el sur aparece un niño de once años con gorra de beisbol del equipo local. Llega a la casa de la que salen canciones pop y toca fuerte a la puerta. De adentro se escucha un ¿quién es? La respuesta inmediata es soy yo. Loulou abre la puerta y ve a Tom, su amigo, vecino y compañero de escuela. La canción que sale de la casa golpea los oídos del niño con su volumen tan alto.

–Apuesto a que ya estás escuchando los viejos discos de tu papá de nuevo –el tono de ironía no escapa a la avispada Loulou, quien le responde de la misma manera.

–Pues le atinaste –da unos pasitos de baile al ritmo de la canción que inunda el aire vespertino.

–¿Nuevo grupo? A ese no lo conozco. Dijiste que escucharíamos algunos discos juntos, ¿por qué no me esperaste?

–Es que estaba revisando los discos de papá y me encontré este, tiene la palabra Jumbo en la portada y una foto de algo que parece un elefante. Tiene una canción divertidísima que se llama Put the message in the box y al menos dos de las que te gustan, lentas o raras, no sé. Es más, creo que se parecen a esos Beatles que tanto te gustan.

–A ti también te gustan, no te hagas.

–No tanto como a ti.

–Sí, sí. Tengo la polaroid que me regaló mi papá en mi cumpleaños, ¿tomamos fotos del tren?, –dice un Tom emocionado.

–No creo que funcione muy bien con tan poca luz, pero intentemos con una, ¿desde cuándo usas cachucha?

Loulou cierra la puerta tras ella. Sentados en el frente de la casa, los dos niños escuchan el ruido del tren a lo lejos. Del tornamesa que Loulou dejó encendido la música se escucha cada vez más apagada. El silbato del tren anuncia que ya entró a la ciudad.

–Toma una foto de la locomotora.

–También tomaré una del cabuz.

–Ya que pase el tren, ¿quieres un helado?

–Sí, y también quisiera naranjitas con chile.

–Siempre quieres naranjitas.


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