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Por L. Carlos Sánchez

Hermosillo, Sonora, 8 de septiembre de 2022 [00:01 GMT-7] (Neotraba)

Vuelvo al barrio para sentarme de cuclillas en el callejón, a hacer el semicírculo con la raza y recibir, por la derecha, el humo que despide el churro que truena y nos hace reír.

«El barrio es el barrio, y el que se quiera pasar de lanza lo reventamos», decía el July, el carnal del Pono.

Vuelvo al barrio y me entero que acaban de calaquear los jefes de estos locochones: don Toño petatió en el mero diciembre, doña Esthela también, sólo unos días después que su maistro.

Vuelvo al barrio y la muerte de la doña me revive la tranza que se aventó la Juanita, aquella chula de la que siempre estuve prendido. Clarito recuerdo su desliz por los callejones, con ese contoneo en su caminata, con las camisas de franela a cuadros, los dickies aguados, los convers blancos y ese collar con la imagen de nuestra señora de Guadalupe. «Ésta es la que me cuida», decía la Juanita, mientras besaba la medalla cuyo óxido tapaba el ojo derecho del rostro de la virgen.

Para qué andar con cábulas, y la neta, no es pancho, me relleva la tristeza cuando me acuerdo de esa noche de baile en el dos equis, ese antro en el que se nos fue la adolescencia. Qué aferrada la pinchi Juana, se puchó un par de rivos y le dejó de encargo a la doña, la jefa del July y el Pono, a la teporroncita que acababa de parir apenas hacía unos meses. Al chile, la parida no le quitó ni madre de belleza, al contrario, la embarneció.

«Al rato me retacha la copa, y al tiro doña, no me vaya a salir con que a chuchita la bolsearon, ahí le encargo a la Lupita, cuídela como oro molido», le ajeró a la doña la muy culera, y dejó embarcada a la morrita.

El tequien rock de Andrés Ureña sonaba como chingatazo. Las rivos explotaron en el cerebro de la chava. Ya picada y en la barra, ni se tibió cuando el Meño, el de la banda de los rialitos le puchó otras cuantas píldoras en una birria, mientras la morra se deleitaba agasajando con el Panuco. A la monda se fue el burro, como regla quedó tirada entre las bocinas de los músicos.

Cuando registró, ya era de madrugada. Arañando al viento se tendió al barrio, un taxista le hizo una esquina y la tiró en El Tejabán, muy en corto del cantón de la doñita. Tirando la fiera le pidió a la morrita. En buen rollo, doña Esthela le daba para atrás, pero nel, no capió, qué esperanzas, si la cura estaba bien puesta. «La morrita es mía, démela doñita, si no quiere que valga verga, y última hora le ando tumbando el chante». La ñorsita le jugó la parte, pero neta que ni los mulas son tan aferrados.

Apañó a la chavita, cuatro o cinco trastazos y el ladrar de los perros nomás se oían entre los callejones.

Entre la loquera, la morra acariciaba a la Lupita, pero la chiquita no dejaba de chillar, y cómo no, si hacía un frío que calaba en los huesos. Sentada de cuclillas, encima de una caja de picap que la raza usaba como centro de reu-nión, se la puso entre su pecho, ahí botada la encontraron, con la niña más fría que la madrugada la encontraron. La coraza de la teporroncita había dejado de camellar.

La Juanita no se las acababa con la chillona, nadie la podía parar.

De ahí pa’l real se la llevó perdida: chiva, mota, coca, tíner, chemo, píldoras y lo que fuera, le circulaba por las venas. Aun así, no puedo negarlo, me traiba pero bien enculado, neta que hasta lo que no le hubiera dado. Esos ojitos rasgados, esa piel restiradita, morenita, la greña bien chila, lisita, pero bien lisita, y luego su voz, cómo olvidar cuando me decía que la pasaba chilo conmigo, sobre todo cuando nos jaipeábamos, qué curota, bien entregada, puro corazón.

Vuelvo al barrio y me acuerdo cuando la miré bajar por el callejón de la casa del Yoyo, por más que le ajeré no se detuvo, no, la morra ya no quería nada, andaba bien rara, en esos días nomás loqueaba y se ponía a llorar, gritaba como loca el nombre de la Lupita. «Dónde estás, corazón», le decía tercamente, y yo la abrazaba y me mojaba de su llanto.

Ni pedo, se perdió entre las jécotas del vado. No supe ni madre de ella hasta que me tendí a la casa de su jefa; nomás la miré que se soltó llorando cuando me vio, supe que la Juanita se había pirateado, no sé por qué, pero en caliente presentí, sentí como si me aplastaran el pecho, luego la miré, clarito, como cuando nos poníamos a brincear, con los ojos voltiados, la boca seca igual que cuando se agitaba entre loquera y fierrazo.

«Qué bueno que llegaste –me dijo doña Eulalia–, necesito ir a la federal, me hablaron hace rato, creen que la Juanita está muerta». Yo ya sabía, o más bien yo ya lo sentía, no por nada se me apretaba el pecho y la garganta se me hacía nudo.

A gritos y sombrerazos pero le capié a la doña, lo cabrón no era que me apañaran los mulas cuando me vieran llegar como corderito al agua, a lo que le sacaba era a saber que sí era la Juanita la que creían que estaba ya bien tiesa. Pero pues pa’ cuando son los soles sino pa’ mayo. Me la rifé y le puse la cara enfrente a los feos. En cuanto nos vieron nos tiraron el sable de que nos llevarían a un cantón de la Cuauhtémoc. Nos trepamos en una de esas perreras, y qué culero, con la sangre bien helada, los chivas le abrieron la puerta a la doña. «Ahí está la morra, identifíquela señora». Yo no me solté de los huevos, la jefita se desvaneció y hasta una ambulancia nos tuvo que hacer el paro.

Yo me clavé a mirarla, le tocaba la suela de sus tenis y mis ojos se clavaban en la jeringa que tenía apañada con la mano izquierda. Pinchi Juanita, hasta ahí, bien calaca, con el pelo bien finito, se miraba rechula, yo nomás recuerdo que me le quedé de clavo en la medalla, esa en la que me guiñaba el ojo la Lupita, la virgencita y la teporrona, a las dos las traigo acá en el pensamiento, pero a la Juana, a ella, la traigo bien metida en el pecho, ni con los arponazos me la puedo sacar, y todavía, cómo no, mis mejores loqueras se las dedico, y todavía le hago el amor, como a ella le encanta.


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