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Por Antonio Paniagua Guzmán

Ciudad de México, 31 de octubre de 2021 [02:07 GMT-5] (Neotraba)

De la pluma de Antonie Masson no había salido nada digno de ser publicado en casi una década. Comentó alguna vez que el embrión de su bloqueo podría hallarse en la mordacidad de un comentario que Bruno Picard, su viejo amigo y miembro fundador de la Hermandad Montpelleriana de Santiago, profirió contra una de sus últimas publicaciones en Europa. Sucedió apenas dos semanas después de su llegada a Chile, en un restaurante de Puerto Montt; el favorito de Michelle, su segunda esposa. “Peca de anacrónica y desbalanceada”, opinó Bruno en plena cúspide de la merienda. Antonie reaccionó con una sonrisa cándida y muda, que rápido transmutó en un sentimiento de ira y desazón, a medida que sorbía la sopa contenida en el cuenco de porcelana frente a él. De no haber sido por el esfuerzo que hizo Michelle por reavivar aquella agónica charla, no se habría escuchado más que el sonido de los tres al masticar hasta el final del encuentro, que naturalmente llegó antes que el postre. Los Masson se despidieron de Bruno mientras esperaban el taxi en la banqueta; Antonie, impetuoso y soberbio, lo hizo con sequedad y con el deseo profundo de jamás volverlo a ver.

Para su primer aniversario en Santiago, sus regulares colaboraciones en suplementos culturales de diarios europeos de prestigio, así como sus columnas bimensuales en la Bioscoop Verbindi, de La Haya, y Fondu, de París, se habían reducido a esporádicas reseñas en blogs rudimentarios: lugares terregosos, rincones despoblados de internet. Lo poco que ahí se publicaba de él pasaba desapercibido, incluso para aquellos que años atrás se habían acercado al cine oriental contemporáneo gracias a sus textos. No quedaba humano vivo en la tierra capaz de nombrar el título de su libro sobre cine japonés de posguerra, o recordar aquellos galardones que lo convirtieron en toda una celebridad en el medio, desde la cortina de hierro hasta Norteamérica. Antonie, como muchos otros de sus colegas octogenarios, se había convertido en hijo bastardo de su propia gloria difunta.

El surgimiento en Japón de la llamada ‘Escuela de Sendai’ era una revelación, algo inusitado, probablemente el acontecimiento más importante para el cine de este siglo: ese era el argumento en el que se erigía el primer borrador del nuevo artículo de Antonie, que reposaba sobre una gaveta junto a su escritorio, no muy lejos de un viejo retrato de su hija Babette María tomado durante sus años de bachillerato. Antonie repasaba con detalle los mitos fundacionales y las innovaciones técnicas de dicha corriente nipona. También elaboraba sobre algunos de sus más destacados exponentes, en ese documento repleto de frases desparpajadas, tres hojas emperifolladas por una serie de comentarios cortos que el editor de arrière-cour, un blog francés de poco tráfico, había incrustado en la sangría del documento.

Chimon Õta y su cortometraje cumbre: Jaurías que marchan al sur. Un prisionero trasquilado en el pabellón de la muerte. Todas las emociones reunidas en el segundo en el que el protagonista recibe la primera descarga eléctrica, de las más de sesenta que lo han de conducir al pasillo de las almas errantes. Una última mirada a su ciudad, a ese monstruo que los algoritmos se han tragado, incluso digerido. Ese era Chimon Õta, el poeta, el brujo, el más joven de todos los integrantes de la ‘Escuela de Sendai.’ Pasaba también por Aki Imai y su deslumbrante filme sobre las andanzas de una niña afgana durante la ocupación soviética, y Awan Baba, paquistaní-japonés que con su serie documental La brisa de los sauces muertos,sobre el genocidio Burundi, había triunfado en San Sebastián y Sundance. Describía con pocas, pero precisas palabras, a cada director y su obra. Hablaba del pasado, de sus contribuciones, de sus éxitos, de cómo esas piezas habían cambiado la forma de ver y hacer el cine.

A Jen Kawashima, quien con su nuevo filme Los pasos de la noche, intentaba incursionar en los circuitos cinematográficos más importantes del cono sur, cosa que ninguno de sus colegas había conseguido aún, la describía como maga y santa, taumaturga y profeta, esa que develaría el camino, los territorios en los que un nuevo cine debería construirse. La que vuela sin alas y mueve a los astros con la estela de su propulsión, por las noches. Antonie parecía estar convencido de que, a pesar de las intenciones de algunos influyentes críticos chilenos por desvencijar el impulso de este filme, al menos en Santiago nada impediría que Kawashima se erigiese como un nuevo prócer del cine internacional. Aun sin haberla visto, Antonie sugería en el cierre del texto que Los pasos de la noche se convertiría en el principal referente de la ‘Escuela de Sendai,’ un espectáculo, la manifestación más pura de la perfección, esa que se esconde en lo más profundo de un lago de agujas. Se asoma tras la ladera una nueva especie que no conocemos, una revelación, la que nos traerá Jen Kawashima”, rezaban las últimas líneas, que el editor de arrière-cour celebró en su comentario final.

Como Antonie lo auguró en su texto, Los pasos de la noche salió a Santiago con sólo cuatro copias, dos de las cuales habían sido asignadas a la Cineteca Nacional de Chile. Sin embargo, la primera función tuvo lugar en otro complejo, uno más pequeño y modesto, no muy lejos de ahí, en el Barrio Dieciocho. La función comenzó al punto de las 6:30 pm de ese jueves. Se dieron cita poco menos de quince espectadores, que una vez desperdigados por la amplia sala, no ocuparon ni una doceava parte de las localidades. Solo, en la tercera fila, estaba Antonie que, al verse en esa sala semivacía, recordó los años de infancia de Babette María, recordó esos tradicionales sábados de matiné que los unieron como cómplices, como oficiantes de rituales sagrados que dejaron de celebrarse de un momento a otro.

Para las 7:35 pm, ningún miembro de la audiencia, incluyéndolo a él, había sido capaz de presagiar el secreto que escondía el restaurante en el que hasta el momento se habían desarrollado la mayor parte de las escenas de la película. No había indicador alguno de que ese lugar fuera a ser crucial para el desenlace de la historia que Kawashima planteaba. Lo que se había visto no era extraordinario: meseros enfundados en elegantes trajes de lino color marrón se movían con ritmo y frenesí a lo largo del salón principal. Iban y venían con charolas tapizadas de platillos sofisticados, con vinos de prestigiadas bodegas, eso que los distinguidos comensales necesitaban para pasar una velada de ensueño. Los candelabros de cristal cortado reflejaban las luces tenues de las velas que los músicos miraban desde el templete, donde amenizaban la velada: soft jazz, cincuenta minutos de cada hora, de las 7:00 pm hasta el cierre. Un restaurante de categoría.

La escena, narrada en plano secuencia (un recurso técnico nunca utilizado por Kawashima hasta el momento), comienza cuando uno de los meseros interrumpe el suministro eléctrico con una cuña metálica de gran tamaño, que pudo introducir hasta la bodega del restaurante sin ser captado por las cámaras de seguridad. En completa oscuridad, cunde el nerviosismo entre los comensales; algunos incluso creen que se trata de un secuestro colectivo o una situación de rehenes. Cumpliendo a cabalidad las órdenes del gerente, los meseros, personal de cocina, y administrativo, comienzan a encender luces de emergencia a lo largo del salón; los empleados menos experimentados muestran a los comensales la ruta hacia la salida de emergencia. Mientras, un guardia de seguridad, junto con el encargado de la sala de monitoreo, intenta echar a andar la planta eléctrica que al parecer también ha sido saboteada (presumiblemente por el mismo personaje, el de la cuña). Sus esfuerzos son inútiles. El lugar sigue hecho un valle de tinieblas.

Luego de mostrar de muy cerca el esfuerzo de esos hombres sudorosos a los que la desesperación les salta las venas de cuello y frente, la cámara hace un paneo delicado y encuadra una puerta de acero blanca dentro de una de las oficinas adyacentes al pasillo donde los hombres trabajan al borde del desmayo. La cámara hace un traveling muy lento hacia el punto central de la puerta, que de un momento a otro comienza a sacudirse como si alguien la empujara del otro lado. La vibración es de tal agudeza que incluso algunos de los comensales en vía de evacuación la sienten arañar las plantas de sus pies, o retumbar en sus rodillas. Claro, no saben de qué se trata. Unos segundos después, justo cuando la vibración alcanza su nivel más álgido, y los gritos y el bullicio comienzan a subir de tono en el salón, la chapa temblorosa por fin se rinde a la presión, lo que lleva a la puerta a golpearse en seco contra un librero metálico que reposaba a un lado.

Dos mujeres demacradas, vistiendo ropa de algodón grisácea y desgarrada, salen despavoridas. A ellas le siguen al menos dos docenas más, todas japonesas, jóvenes, algunas quizás sin alcanzar la mayoría de edad. La toma sigue su curso y atraviesa la puerta, recorre una escalera empinada que conduce a un sótano que parece ocupar la misma dimensión que el salón, bajo tierra. El paneo de la cámara muestra la inmundicia del lugar: colchones podridos, comida y heces en el piso, deshechos sanitarios e incluso sangre. Tal parece que esas mujeres, a las que la ausencia de electricidad estaba a punto de regalarles la libertad, habían vivido ahí por un largo tiempo.

La toma continúa y se asoma a una habitación con una cama vestida con sábanas de seda, y una lucecita parpadeante proveniente de una de las mesas de noche. A un lado de la cama reposa un cuerpo desfigurado, vejado, parece ser un hombre maduro con canas en barba y pecho. La cámara gira y aparece de espaldas una mujer con características similares a las de las recién liberadas, con sangre en las manos y piernas, abrochándose las correas de los zapatos con temblor en los brazos. Justo antes de que la cámara toque su cabello negro y lacio, voltea y muestra las cicatrices frescas que presumiblemente el finado habría dibujado violentamente en su rostro, no mucho tiempo antes del ataque. La mujer se dirige a la salida, cruza la puerta, y se encuentra con dos de sus compañeras, quienes ponen sobre sus hombros un abrigo peludo recién robado del guardarropa del restaurante.

Las tres mujeres se abren paso entre la laberíntica cocina hasta una puerta de servicio que conecta con el patio de proveedores. Con temor de ser descubiertas, logran cruzar los límites de la propiedad y comienzan a trepar una cañada, en la que más tarde aparecen unas escaleras muy rudimentarias que aceleran su huida. Suben y suben por la cañada, resbalan varias veces, las rodillas les sangran y sus abrigos ya presentan rasgaduras, manchas de lodo e insectos muertos. Siguen y siguen. Se cogen de los árboles. Casi no hablan, sólo mueven las piernas. El restaurante, aún en penumbras, ya se ve lejano, casi como un punto, al igual que las luces de los autos que los comensales abordan para alejarse del lugar. La cámara las encuadra de espaldas. Muestra sus heridas. Sus pantorrillas arañadas, sangrantes. La cañada se desmorona a su paso. Siguen subiendo, y a lo lejos, a un lado de una reja que separa al punto más alto de la cañada de un parque, ven a un hombre. El mesero, el de la cuña, cargando a un bebé. La mujer lo envuelve en el abrigo peludo, y el hombre, ahora con unas pinzas de electricista, hace una incisión en la reja por la que escapan los cuatro con el bebé. La toma se funde en grises.

Antonie esperó a que los créditos terminaran su acenso. En su camino a la salida del cine, parcialmente desolado, escuchó algunos comentarios aislados de espectadores que se habían detenido en el baño después de la función; “¡decepcionante!”, escuchó que uno le comentaba a otro al orinar. Salió del cine y tomó a pie la calle Tarapacá rumbo al oeste, para después doblar en Lord Cochrane. A unos metros se topó con un food truck de arepas y empanadas maracuchas, del que nacía una hilera ondulante de peatones hambrientos esperando su turno. Después de veinte minutos su orden fue despachada. Dos empanadas de carne mechada y una soda. Se recargó en la reja que delimitaba un baldío adyacente al aparcamiento del camión. Pensó en su columna de arrière-cour. Pensó también en Babette María (que muy probablemente jamás vería Los pasos de la noche), y en Kawashima, y en Puerto Montt, y en Montpellier. Mordió la primera empanada, sintiendo un leve zumbido bajo sus pies.


Antonio Paniagua Guzmán (Ciudad de México, 1989). Poeta y escritor. Radica en la ciudad de Milwaukee, Wisconsin, EE. UU. Es candidato a doctor en sociología por UW-Milwaukee. Pasa sus días escribiendo en tabernas y cafeterías subterráneas donde los poetas recitan hasta la hora del cierre.


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