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Por Gabriela Chiapa

General Alvear, Mendoza, Argentina, 19 de febrero de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Hay cosas a las que no me puedo acostumbrar. Por ejemplo, nunca adquirí el hábito de comer postre luego de las comidas. O sea, ¡ya estoy llena! Tampoco me acostumbro a esos saludos efusivos y llenos de babas que algunas personas hacen, creyendo que con esa intensidad te demuestra cariño. Realmente odio esos abrazos y besuqueos. Creo que muchas de esas malas mañas las adquirí gracias a Horacio. Él siempre, pero siempre, está diciéndome cosas al oído. Y, por supuesto, tengo que hacerle caso.

Horacio es especial, él no quiere a las personas. Es más, le molestan tanto que creo que las odia. Yo no soy tan así. La verdad, disfruto estar rodeada de personas, me fascina que me admiren. No es fácil ser líder de un grupo si no te temen un poco, y en eso soy la mejor. Debo admitir que me ayudó Horacio, sólo un poco. Él siempre vivió en mi oído izquierdo. Por eso, a veces, no escucho bien y parezco más altiva de lo que soy. Y  no lo niego, me favorece en esta carrera por el control de la escuela. Yo soy la dueña y nadie puede decir lo contrario. Literal.

No tengo por qué dar explicaciones de todas mis acciones, y menos a ustedes. Pero, ya que preguntan, necesito contarlo. La primaria no fue fácil para una niña como yo. Era demasiado tímida y callada, me asustaban los demás niños. No teníamos plata en casa y se hacía lo que podía. Las niñas ricas me discriminaban mucho por eso y me hacían sufrir: desde negarme el saludo, sacarme la silla en el momento de sentarme para reírse luego de mi golpe en el suelo, mirarme con desprecio. Dicen que somos inocentes desde que nacemos hasta hacernos adultos, que no saben lo que hacen. Les aseguro que esas niñas desde jardín sabían lo que hacían y lo disfrutaban. Se les notaba en la cara el odio contra mí por ser pobre.

Ahora, no sé quién les enseña a ser malas personas. Yo tengo mi excusa, y es totalmente válida: Horacio me incita a llevar las cosas a los extremos. Creo que odio todos los recuerdos de mi infancia en ese infierno llamado escuela. No había día que no tuviera que esconder lágrimas ante mi mamá, ya no me quedaban mentiras para encubrir mis dolores de estómago. Ese hombrecito en mi oído me ayudó a superar muchas de esas cosas.

La vocecita comenzó justo cuando me cambiaron de escuela. Nos mudamos a otro barrio, más lejos, con nuevas personas alrededor y nuevos compañeros de clase. Fue en el primer recreo, debía enfrentar ese bicho nuevo delante de mí que era hacer nuevos amigos. La voz en mi oído izquierdo me dijo: “ellos no te merecen”. Esa frase se quedó dando vueltas en mi cabeza, se anidó en ella en cuestión de minutos. Me aislé los primeros días del colegio, traté de asimilar todo, incluida esa chispa en mi oreja. Pasaban los días y las frases se agudizaron hasta volverse una molestia. Fue entonces cuando todo tuvo entidad. Se presentó como Horacio, demandó su lugar permanente en el canal auditivo de mi oído izquierdo. Sólo él supo ayudarme a enfrentar cada situación, y de a poco, dominar mis pensamientos para al fin tomar el poder de la escuela primaria.

Ya para la secundaria era otra. Mi odio hacia la sociedad creció así como crecían mis malas acciones. Era lo que debía hacer, según me dictaba Horacio. Me convertí en la combinación perfecta entre ángel y demonio. Ningún adulto podía entender cómo algunas chicas se quejaban en dirección por mi culpa: “Pero si es un angelito: inteligente, delicada. No pueden ser ciertas esas acusaciones, señora Directora. He visto cómo esas muchachas maltratan a otras chicas. Ellas son las culpables y no la pobre Alicia”. Y las sanciones caían en ellas.

Foto de Luis J. L. Chigo
Foto de Luis J. L. Chigo

Las reglas eran claras: o estaban de mi lado o eran mis enemigos. Sí, con catorce años ya imponía mis condiciones. Cuando vuelvan a preguntarse: ¿cómo los niños pueden ser así? Señores, así nacen y se hacen y la sociedad apura el proceso.

Marcaba a mis seguidoras. Lo hacía para declarar su fidelidad a mí. Tenía en mi dedo un anillo con una forma de H, lo calentaba al máximo con el encendedor, y les marcaba una de las orejas con ese símbolo. No le tenía miedo ni asco a las cosas que debía hacer, todo tenía su sentido en lo más profundo de mi oído. A veces me río sola de todo eso. Si era algo personal, me hacía cargo yo sola. Pero si era una ofensa al grupo o a cuestiones que yo tenía como sagradas, íbamos en patota a enfrentar las agresiones. “¡Ay, sí! Un verdadero angelito”.

Bueno, voy a lo que querían escuchar. Esa tarde la mina me sacó de quicio. Ya veníamos advirtiéndole que se callara o de lo contrario se enfrentaría a mí. A ver, ¿quién era ella para andar hablando de lo que nosotras hacíamos? Eso atentaba contra mi orgullo y no podía dejar pasar ante mis discípulas una ofensa de ese tipo. Ella, quien estuvo a mi lado en las más terribles acciones, que habíamos ejecutado sus ideas. Horacio estaba más enojado que yo, y cuando se enoja me deja sorda un buen tiempo. ¡Peor cuando la rabia lo ahoga! Escucho un zumbido penetrante que me da dolor de cabeza. Sí, me dolió hacerle pagar, pero no podía hacer otra cosa. Y no me arrepiento. Eso les enseñó a las demás a no hablar a mis espaldas, a no venderme.

La agarramos entre cinco. Pero sólo yo tenía el poder para hacerle pagar sus estupideces, no dejaría a las demás ese papel. Ella era mi amiga y debía pagar por medio de mi mano. Por dentro, cada músculo me temblaba, aunque no me crean. Se me ahogaban las palabras en el estómago, pero mis ojos ardían de rabia y decepción. Creo que lo que más me dolió fue la traición. ¿Cómo pudo delatarme ante la dirección? Sabía lo que le iba a pasar, se lo buscó. Juro que no quería hacerlo, pero no podía dejarlo pasar. No le hagan caso a mis lágrimas, son de cocodrilo, como me dijo el policía. En fin, dos de las chicas la agarraron fuerte de los brazos, otra le abrió la boca y yo le quemé la lengua con el anillo. Así de simple empezó la venganza. Pero no fue suficiente para mí, el enojo me cegaba, ya no veía una amiga delante de mí: veía una rata, menos que eso… a un animal no le hubiera hecho tanto daño. Comencé a pegarle cada vez más fuerte. Con cada herida recordaba aquellas palabras de las niñas de jardín. La discriminación. Recordaba la altivez con la que me hablaban y me alejaban de sus grupos. No dejaba de pensar en sus apodos ofensivos, los empujones en la galería, cómo me ignoraban para los cumpleaños. Volqué en ese acto toda la rabia acumulada en años. ¿Por qué ella, mi amiga, por qué me había fallado? Le pegué tan fuerte en la cara que se desmayó. Veía en el suelo un cuerpo morado e hinchado, y Horacio que me decía: “Terminá lo que empezaste”.

Mandé a las demás lejos de la escena, quería quedarme sola. Me senté a su lado y le acaricié el cabello empapado en sangre. Algo le dije mientras agonizaba pero no sé qué fue. Sólo recuerdo el calor del cigarrillo en cada bocanada. En algún momento tuve sentimientos de culpa, de asco, me sentí de nuevo pequeña y asustada. Laura exhalaba los últimos suspiros. Pero sólo fue un breve momento, ahí estaba Horacio para hacerme levantar la cabeza, como siempre lo hizo desde que decidió vivir en mi oído izquierdo. Si yo quería poder, debía tomarlo como sea y debía mandar sobre mi corazón. No hay lugar para los débiles en esta sociedad, menos para una mujer. Llamé a la policía y me entregué. No sé por qué lo hice, pero sentí una enorme satisfacción al decir: “Yo lo hice”.

Esté donde esté, mi leyenda los perseguirá, mi marca latirá en cada oreja. Y, cuando quieran hablar de mí, van a recordar que yo seguiré teniendo el poder.

Al terminar la declaración en el juicio, Alicia se miró en el espejito de mano que llevaba en su bolsillo, tocó suavemente el lóbulo de su oreja y sonrió con un guiño macabro al jurado. Delante de ella estaba Olga, la mamá de Laura, con el rostro desfigurado por el dolor de perder a su pequeña, marcado por las lágrimas que no pudo contener ante la declaración de quien, en algún momento, su hija llamó amiga.


Gabriela Chiapa. Foto cortesía de la autora.

Gabriela Chiapa es de un pueblo llamado General Alvear, al sur de la provincia de Mendoza, Argentina. Comenzó éste camino de la escritura desde sus años en la escuela secundaria, pero solo algunos textos esporádicos. Luego, al cumplir 35 años, sintió que debía dedicarse de lleno a escribir lo que su cabeza creaba. Se dedicó al cuento, sobre todo al fantástico, donde encuentra un gusto especial por los entes fantasmales, en el sentido romántico y no tanto en la sensación de horror que generan. De a poco, sus cuentos tomaron otros matices acercándose al horror, violencia, etc. Tiene un ir y venir entre esas tramas que complementan su ideal de cuento.

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