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Por Alejandrina Domínguez

Ciudad de México, 2 de mayo de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

La colonia tenía nombre; nosotros no: estábamos allá arriba. Llegamos en verano, cuando hacía un calor pesado. No me gustaba, había piedras por todas partes y, para no tropezarme, siempre tenía que caminar viendo para abajo. No sé por qué nos fuimos a vivir ahí, si estábamos tan bien en la casa del abuelo, hasta tenía televisión. Ahí vimos cómo el hombre llegó a la luna. Además, mamá podía ver su telenovela, Simplemente María.

La casa a la que llegamos la hizo mi abuelo, utilizando lo que más había: piedras; hizo los muros altos, tejiéndolas una a una. El techo era de lámina de cartón negra, la fueron a comprar al Remache, la tlapalería de don Clemente, que resultó ser de la mixteca poblana, paisano de mi abuelo. Cuando llegamos, no teníamos luz, agua, drenaje y mucho menos calles pavimentadas, así que lo primero que hizo mamá fue poner plantas por todos lados, utilizando ollas viejas de peltre y barro. Le gustaban tanto las plantas que, cuando bajaba al mercado, casi siempre regresaba con una cubeta vieja, recogida del basurero. «Aquí voy a plantar este geranio, al cabo no necesita mucha agua para florecer».

Qué aburrido era vivir ahí. Teníamos que caminar un montón entre piedras para bajar a la colonia. Yo sufría mucho cuando me tocaba acompañar a mi mamá al mercado, siempre con la mirada hacia abajo, cuidándome de no tropezar o pisar una piedra en falso. La caída era lo de menos: lo que más dolía no era el raspón, sino las burlas de Toña y Rosa. «Mírala, si será mensa, no sabe caminar». Y yo pensaba «ustedes porque vienen de rancho, pero yo no».

De los que llegamos a ese cerro, casi todos venían de lejos, como los papás de Rosa, que eran de Hidalgo y se fueron para allá porque doña Eva, la mamá, padecía del corazón. Yo escuchaba las pláticas de Toña y Rosa. «Rosa, tú siquiera tienes mamá, aunque sea enferma, pero la mía nos abandonó y ahora tengo que cuidar a mis hermanos». Rosa le respondía que sí, pero que tenía que trabajar para completar el dinero de las medicinas. Yo siempre pensé que estaban bien fregadas. «Por lo menos yo, si me caigo, me levanto, pero ellas, que tienen y no tienen madre, están peor que yo». Me sonreía. Mamá, que se daba cuenta, se me quedaba viendo y me decía que no me burlara. «No sabes por lo que están pasando».

Ahí en el cerro, además, vivía Delfina: sus papás también eran de la mixteca poblana, como mi abuelo, pero ellos hablaban raro. Creo que si hubieran estado en la revolución, como él, sí hubieran aprendido español. A veces la miraba de lejos, nuestras casas estaban muy separadas y siempre había piedras de por medio. Además, no solía juntarse con nosotras. «Con esa no: es bien india», decían Toña y Rosa, muy alto, para que Delfina las escuchara. «Cállense, mensas», les reclamaba yo, «ustedes no saben por lo que está pasando». Delfina se tapaba con su reboso, se iba a su casa y ya no volvía a jugar con nosotras, sino que se hincaba allá lejos, entre las piedras, a buscar quién sabe qué.

Un día, yo no quise acompañar a mi mamá al mercado porque hacía mucho calor. Me dijo, entonces, que me quedara a cuidar a mis hermanitos. «No me tardo». A Juan, que era un bebé, me lo dejó dormido; como Gabriel ya caminaba, me dijo que no lo dejara salir del cuarto. Gabriel estaba entretenido jugando en el piso de tierra, con sus carritos de plástico, y yo sentada en la puerta, para que no se saliera. Me quedé viendo cómo sobre las plantas volaban muchas mariposas, unas blancas, otras de colores y unas muy raras: las verdes eran más grandes que las negras; había tantas que a veces se juntaban más de dos en una flor. Me quedé pensando que ellas sí sabían estar juntas, no como los hermanos de Toña, que apenas los dejaban solos y empezaban a pelear; hasta la casa se oían gritos y mentadas de madre.

En eso estaba cuando escuché como si alguien llorara allá detrás de la cerca. Me asusté. ¿Qué tal si era una víbora aulladora? De esas que decían que se comían a los niños que se portaban mal. Me dio tanto miedo que subí a mis hermanos a la mesa y empecé a rezar. «Angelito de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día», pero los ruidos continuaban, entonces agarré el palo con el que atrancábamos la puerta.

–¿Quién anda ahí? –grité– ¿Eres bueno o malo?

Casi me desmayo cuando vi que una piedra se empezó a mover poco a poco hacia arriba. Escuché algo como una voz.

–Soy Delfina.

No era una piedra lo que se movía: era una cabeza envuelta en trapo negro.

–Mensa, me asustaste, ¿qué haces ahí cómo culebra chillando entre las piedras?

Ella se paró y hasta entonces pude verla bien: tenía una frente muy ancha y ojos muy negros; con el reboso, se tapaba la nariz y boca, como su mamá, cuando hablaba. Le dije que se pasara y ella de un brinco se metió al patio. Se acercó poco a poco y me di cuenta de que no traía zapatos, su ropa era de colores.

–¿Por qué lloras? Ven, pásate. Ayúdame a bajar a mis hermanos de la mesa.

Los había dejado solos y, si se me caían, era friega segura. Después de bajarlos, todos nos salimos al patio para sentarnos junto a las plantas. Gabriel siguió jugando con sus carritos y tierra mientras yo cargaba Juan. Delfina no dejaba de gimotear. A mí me extrañó que no parara: le pregunté si su mamá le había pegado. Dijo que no.

–Es que me voy a casar.

–Ay, ¿y por eso lloras? –allá a lo lejos ladraban los perros–. Falta mucho todavía. Estamos chicas.

–No: es que ya llegaron mis suegros a dejar el gasto.

–Pues si no te quieres casar, dile a tú mamá.

Me explicó que en su pueblo, si a un señor le gustaba una chiquilla para nuera, entonces la pedía para su hijo. Si los papás de ella aceptaban, se hacía un acuerdo de palabra y los padres del novio pasaban a dejar el gasto, o sea, una cantidad de dinero para que la novia empezara a prepararse: ahora su mamá le enseñaría a cocinar, lavar, bordar y cuidar a los guajolotes y gallinas para el día de la boda. En otras palabras, la muchacha tenía que aprender cómo atender a su marido. «Así se casó mi mamá», dijo para terminar.

«Otra fregada, a esta la quieren casar a la fuerza», pensé, «pobrecita». Aun entonces, sabía que estaba mal casarla si ella no quería; además, estábamos muy chicas: ni siquiera habíamos acabado la primaria. Me acordé entonces de lo que vi en Simplemente María: ella había llegado a la ciudad, sola, y entró a trabajar en una casa de ricos.

–¿Y si te vas? Puedes trabajar de sirvienta en una casa rica de la Lindavista. Sirve que te escondes y no te encuentran.

Delfina dejó de llorar. Se limpió la cara y sus ojos brillaron: se hicieron dos piedras al sol.

–¿Está lejos? Si está lejos, sí me voy

–Hay que tomar camión para llegar. Está más lejos que La Villa, ahí trabaja la prima de mi papá.

Me preguntó si sabía cómo llegar. Le contesté que no, pero que a lo mejor mi mamá sí.

–Ándale –su cara resplandeció–, pero que sea pronto.

Desde la casa de Delfina, bajó un grito dando brincos sobre las piedras: su mamá la estaba buscando.

–Que no me vea contigo –se levantó–. Te veo mañana, a ver qué te dice tu mamá.

Me quedé pensando. Nuestros padres, aunque no nos diéramos cuenta, escogían nuestras amistades. Esta sí, esta no. Con esa no, es bien india. Con esa menos: es mala influencia. Qué mala onda. A algunas hasta marido nos podían escoger. Me imaginé que a Delfina le podía pasar lo que a las mariposas: primero son gusanos y después les salen alas. Ella tenía que hacer lo mismo: cambiar para que no la reconocieran.

Como Juan se volvió a dormir, entré a la casa para acostarlo y me volví a salir. El sol estaba muy fuerte, pero yo no lo sentía. Ahí sola, en medio del patio, pensé que no era buena idea contarle todo a mi mamá, ¿qué tal si nos acusaba con la mamá de Delfina? Entonces, ¿cómo iba a obtener la información sin decirle que Delfina se quería ir lejos para no casarse?

Cuando llegó mi mamá, se sentó a descansar y sacó una naranja de la bolsa para dármela. «Nada más una, para que al rato comas bien». Mientras pelaba mi naranja, estaba piense y piense, apenas escuché todo lo que mi mamá me decía: que si el calor, que si no encontró la tela para el vestido que me pensaba hacer. De pronto se me quedo viendo.

–¿Qué tienes?

Yo me fui acercando despacio y me senté junto a ella. «¿Te sientes mal?». Las palabras se me atoraban.

–¿Cuándo viene la prima de mi papá?

–No sé, creo que el domingo –volteó a verme–. ¿Tú para que la quieres?

–Es que me gusta cuando platica lo que hace.

La mirada le cambió.

–¿A poco quieres ser sirvienta? –se le frunció la frente–. De una vez te digo que tú no vas a dejar la escuela

–No, ¿cómo cree usted? A mí sí me gusta la escuela.

Ya no quise seguir preguntando, me dio miedo que adivinara lo que estaba pensando. Esa noche, no sé por qué, los grillos cantaron más fuerte. Mientras los oía, pensaba en cómo ayudaría a Delfina. Me dije que había que hacer un plan. ¿Qué tal si, cuando nos visitara la prima de mi papá, Delfina se iba con ella? Bueno, pero sin que ella se diera cuenta. Ya cuando llegaran a la Lindavista, que Delfina le dijera que le ayudara a conseguir trabajo, al cabo que ella ya había estado en muchas casas de por ahí.

Al otro día, mamá no salió: se la pasó todo el tiempo arreglando sus plantas. A lo lejos, Delfina nada más asomaba la cabeza, como lagartija sobre las piedras. Ya era casi de noche cuando me mandaron a dejarle unos hilos de bordar a doña Eva y a preguntarle si al otro día podía cuidar a mis hermanos. Delfina se dio cuenta y me alcanzó.

–Ya sé cómo te vas a escapar.

–¿Cómo?

–Te vas a ir cuando venga la prima de mi papá.

Nos detuvimos para escondernos atrás de una piedra grande: no nos fueran a ver.

–¿Ella me va a llevar a la Lindavista?

–No, mensa: la vas a seguir sin que se dé cuenta–. Delfina se me quedó viendo, creo que no entendió muy bien lo que le decía–. Ya cuando se suba al camión, pues te subes tú también.

–Pero, no tengo dinero ¿tú tienes?

–No, hay que conseguirlo, si no, ¿cómo te vas?

Los grillos volvieron a cantar, igual de fuerte que la noche anterior.

–¿Y cuánto es del camión?

–No sé, le podemos preguntar a Rosa: ella lo toma para irse a trabajar.

–¿Le vamos a decir a Rosa?

–Ay, si serás. ¿Cómo crees? ¿Qué tal si no echa de cabeza?

A nuestro alrededor, una cascada de luciérnagas nos mojó con su luz verde. Le dije «piénsale, mañana nos vemos», y me fui corriendo.

A la mañana siguiente, mientras bajábamos al mercado, Toña le platicaba mi mamá de los corajes que le hacían pasar sus hermanos. Yo aproveché para hacerle la plática a Rosa y preguntarle de su trabajo.

–¿A poco quieres trabajar?

–No, no me dejan.

Me miró sorprendida. «Nada más quería saber», agregué. Me contó que trabajaba por la Villa, en una zapatería: no le gustaba subirse a los camiones «guajoloteros» porque estaban muy viejos, prefería irse en un «delfín», que costaban un peso y eran más cómodos, «hasta tienen asientos acolchonados», agregó. Yo nada más la escuchaba y ella hable y hable, presumiendo. «Cuando van señoras de la Lindavista, me dan mi buena propina».

–Apúrense, no se queden atrás –mi mamá había notado que estábamos hablando.

Ya en el mercado, nos separamos: Rosa se fue para la parada del camión y Toña a comprar petróleo: era lo que usábamos para la estufa y los quinqués. Cuando íbamos de regreso, como las bolsas pesaban, mi mamá y yo nos sentamos a descansar. A ella no se le iba una: me pregunto qué tanto me decía Rosa. Yo, mirando para abajo, le dije que sólo me había presumido su trabajo.

–¿Segura? –sentí que se me quedaba viendo: sus ojos eran como una pedrada.

–Sí, mamá –no podía levantar la vista: luchaba por que no se me quebrara la voz–, nada más eso me dijo.

«Más te vale». Seguimos subiendo y no dijimos nada más. Esa misma noche, cuando me mandaron por cerillos, Delfina, que se la pasaba vigilando mi casa para ver cuándo salía yo, me alcanzó en la tienda.

–¿Ya sabes algo?

–Sí –bajé la voz lo más que pude–: el camión cuesta un peso.

No pude decirle más: la señora de la tienda era amiga de mi mamá y, además, una chismosa.

Al otro día, muy temprano, Rosa llegó a tocar a la casa: doña Eva se había puesto mal y quería que mi mamá fuera a inyectarla. Apenas salió, yo me levanté para ir a ver a Delfina. La encontré a medio camino y me dijo que también habían ido por su mamá: al parecer, doña Eva estaba peor de lo que parecía.

–Ve preparando para el domingo tu mejor ropa: ese día viene la prima de mi papá.

–Pero, ¿cómo? –estaba preocupada– Mi mamá se va a dar cuenta.

Le sugerí que la escondiera debajo de las piedras que estaban en la orilla del camino, junto al árbol del columpio. En eso llegó Toña y nos preguntó de qué hablábamos.

–¿Pos’ de qué vamos a hablar? De mis piedras.

Delfina sacó de entre su ropa una bolsita de manta bordada. Yo nunca había visto piedras de tantos colores. Todas brillaban al sol, sobre la mano de Delfina, menos una, muy negra, en forma de corazón. «Están locas», nos dijo Toña, «mejor me voy». Como ya venían nuestras mamás, sólo alcancé a repetirle que se pusiera lista para el domingo.

Por fin llegó el día. Yo no quise bajar a misa y me dejaron para que recibiera a la prima de mi papá. Casi todas las casas estaban vacías: los vecinos habían ido a pedir que doña Eva se mejorará. Me asomaba a cada rato para ver si subía, pero tardaba tanto que empecé a sentir pesado el estómago, como si me hubiera tragado una piedra. En eso llegó Delfina y me dijo que ella tampoco había ido a misa. «Les dije que me dolía el estómago». Eran los nervios.

–Ya tengo el dinero del pasaje.

Cuando le pregunté de dónde lo había sacado, me dijo que agarró cinco pesos del dinero que dejaron sus suegros para que comprara los pollos. En eso vimos que ya venía la prima de mi papá. Nos abrazamos.

–Que te vaya bien.

Ella sonrió: era la primera vez que la vi hacerlo. Pensé que los dientes le brillaban como sus piedras. Se lo dije. Entonces ella sacó su bolsa y me dio la piedra que tenía forma de corazón.

–Si ves que brilla, es que soy feliz.

De ese día, sólo recuerdo que fui muy grosera con la prima de mi papá, me urgía que se fuera: me daba miedo que todos regresaran de misa y descubrieran que Delfina la estaba esperando, sin que ella supiera, en el camino.

–En balde la subida –estaba muy molesta porque cuando me preguntó a qué hora regresaban todos, le dije que no sabía: es más, ni agua le di.

Cuando salió, me asomé para seguirla con la mirada: la vi bajar entre las piedras; detrás de ella, Delfina, envuelta en un rebozo blanco: parecía una mariposa que extendía sus alas para volar. Miré mi mano y vi cómo la piedra empezó a brillar. Delfina ya no volteó: ahora entiendo que ya no quería mirar atrás. Por primera vez, noté que las piedras del cerro brillaban con el sol.


Alejandrina Domínguez. Ciudad de México, 1965. Estudiante de la Licenciatura en Arte y Patrimonio Cultural, en la UACM, Campus Centro Histórico. Fundadora y participante activa en la colectiva “Mujeres trabajando”, de la colonia Gabriel Hernández. Miembro del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes.


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