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Por Terpsícore Gaia

Ciudad de México, 9 de mayo de 2023 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Estoy sentada en una de las butacas que cubren el interior de la esfera. Aún me siento incómoda al tener miles de personas a mi alrededor: arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda. Los asientos permiten ver el amplio y vacío espacio frente a cada uno. La multitud aguarda emocionada, cientos de conversaciones van y vienen. De vez en cuando lanzo una mirada al túnel circular que es el acceso de los artistas, tengo la esperanza de volver a verte en vivo tras tantos años separadas.

Tercera llamada. Las luces se apagan y solo quedan los LEDs que suavemente tapizan la superficie interior. Forman un mapa del firmamento cubierto de tenues estrellas en perfecta forma y sincronía evocando la figura final que Kepler describió en su Harmonices mundi.

Aún no salgo de mi maravilla cuando en el centro se iluminan suavemente lo que parecen un conjunto de partículas aglomeradas. Con lentitud rotan sin un eje definido mientras su superficie parece burbujear. Del silencio emana un sonido que, de inicio, apenas se escucha y crece, extraño. Entra un acorde con la orquesta acentuado por los aliento-metal. Se me va el aire, llega a mi mente 2001 de Kubrick, que tantas veces vimos desde niñas y que nos inspiró a mucho.

Otra vez el timbal, de nuevo el acorde se anuncia in crescendo, retumba cada golpe de la percusión, y la orquesta estalla con extraordinario esplendor a la par que la aglomeración de partículas se separa. Estas se expanden y descubrimos porqué los llaman Bailarines del Éter. Con una enorme perfección y emotividad vemos sus movimientos, sincronizados por momentos, como un canon musical en otros. Las luces y láseres que provienen de sus cuerpos enhebran una figura que reconozco como un vientre. Suavizan su luminosidad externa y aumentan la que apunta a donde estás, en medio de todo y de todos, en posición fetal.

Isadora y yo corremos al cuarto de nuestras madres. Es tarde porque, de nuevo, usamos demasiado tiempo en arreglarnos para la clase de ballet. Por más que intentamos, nunca logramos aplacarnos los negros y rizados cabellos tal como exigen las maestras. Ambas envidiamos a las chicas de cabello lacio porque eso es sencillo de poner en su lugar.

Cuando entramos en la habitación, Mamá Martha está recostada con malestar y la cuida Mamá Doris. Ambas guardan silencio, tomadas de la mano, se miran con afecto. De las bocinas suena la música que ayuda a Mamá Martha cuando se siente mal. Es un álbum que su abuela le ponía cada que enfermaba. En la pantalla de la pared se muestra la portada, una foto circular de un campo de flores y, al fondo, el sol brillando donde destaca el título: Fresh Aire I.

–¡Mamá! –gritamos ambas al unísono.

–¡Hay que apurarnos! –tomas la palabra.

–¡O no llegaremos a clases! –continúo. En la escuela los compañeros y los maestros se desesperan que hablemos así, como si fuéramos una voz en dos cuerpos distintos.

–Y no nos gusta que nos regañen –expresa Isadora.

–¿Verdad, hermanita? –concluyo, nos miramos y ambas asentimos con la cabeza antes de tomarnos la mano y quedar lado a lado como era nuestra costumbre.

Mamá Martha, con el sudor corriendo por el rostro, nos sonríe y con dificultad (años después entendí que era con mucho dolor), se yergue un poco.

–Llévalas, ¿verdad que no queremos que las regañen? –dice con ánimo jocoso y la mirada llena de ternura.

–Martha, ¿en verdad? Es el ataque más severo que has tenido en meses –replicó nuestra otra mamá con preocupación.

–No te preocupes, serán dos horas. Además, ya viene la doctora Ibáñez a verme y puede acompañarme.

Isadora y yo estrujamos nuestras manitas. A los seis años hay cosas que no capta uno con la inocencia de la edad. Pero las palabras y las actitudes pueden nombrar, evocar, a los monstruos que llegan a la vida de cualquiera. Supongo que, en ese momento, sin que fuéramos conscientes, algo cambió en nuestro rostro ya que de inmediato Mamá Doris, en un intento de tranquilizarnos, expresó sonriendo con timidez y cambiando el tono de voz:

–Está bien, niñas, tomen sus cosas y vámonos.

Llegamos a tiempo, pero no evitamos el regaño por tener el cabello desarreglado. Al regresar a casa, Mamá Martha dormía tranquila mientras la doctora Ibáñez montaba guardia. Nuestra otra mamá nos mandó a que nos cambiáramos y fuéramos a cenar, que tenía que charlar con la doctora y cerró la puerta.

Dos años después, en el sepelio de Mamá Martha, pusimos una y otra vez ese álbum para acompañarla.

–Así lo deseaba –decía Mamá Doris al abrazarnos. Veinticuatro meses son insuficientes para despedirse de alguien y más cuando eres tan pequeña–, ella y su familia son la primavera en el mundo. Lloren lo que quieran, niñas.

En el recinto suena Sonata, quizás la pieza más melancólica del Fresh Aire I, y no puedo evitar un dejo de dolor y nostalgia. Dentro de ese vientre suspendido te mueves, danzas como si estuvieras en el interior de Mamá Martha. O yo dentro de Mamá Doris.

Me lo habías dicho una y mil veces. La danza nos acompaña desde antes de la concepción en la carrera de los espermas y sus intentos por entrar al óvulo. En la duplicación de las células mientras la diminuta esfera se desplaza por el útero y se asienta en la matriz. Luego en cada momento y proceso de la gestación.

De alguna forma, con ese talento que siempre poseíste. te vuelves la promesa, la alegría, la esperanza y la dicha que representa un embarazo. Están las veces que nuestras madres nos contaron cómo nos movíamos, dábamos pataditas, estábamos tranquilas o inquietas.

El final de la pieza se liga con delicadeza a la música que Mamá Doris escuchaba cuando nos quedamos solas: Partus de Stoa.

Aquí, en la esférica sala, en breves minutos nuestras charlas se volvieron realidad y metáfora al verte a ti y a tu compañía crear imágenes con sus desplazamientos antes de que llegue el momento en que todo se teje y culmina. Entonces naces… nacemos. Tardé en darme cuenta: a un lado tuyo, a veces atrás o adelante, hay un tenue holograma de color azul que hace eco, repite o traza la misma coreografía a un ritmo ligeramente distinto. Ese espejo soy yo, tu hermana.

La genética nos acompaña de forma visible en un mundo lleno de estereotipos y que cambia con lentitud. Ambas teníamos una bella piel de color oscuro, cabello rizado y salvaje, ojos canela y cierta musculatura derivada de muchas antepasadas que tuvieron que cargar con el mundo.

A los doce años, una chica que llegó de una academia Vaganova en otra ciudad nos cuestionó: –¿Qué hacen aquí un par de gordas y prietas?

Te enojaste, pero te contuviste. Con los años, a pesar de ser casi gemelas en diversidad de cosas, nos distinguimos en otras. Eras muy soñadora, pasional, no cejabas si algo se le metía en la cabeza, rebelde ocasional y te mantenías positiva. En cambio, yo me volví más racional, con los pies en la tierra, y me acoplaba al sistema para transformarlo desde dentro.

–Una verdadera ballerina es ser delgada y grácil, de piel clara y ojos cautivadores, no parecer hipopótamos con tutú –continuó de forma impertinente la chica y eso me enojó.

Las risas de las compañeras, las que creíamos amigas, fue lo que nos desató, lanzamos un puñetazo al mismo tiempo, Isadora con la izquierda, yo con la derecha, rumbo a distintas mejillas. La chica, tomada por sorpresa, se hizo para atrás más por esquivarnos que por el golpe, impactó a las chicas a sus espaldas y seis o siete cayeron de sopetón sobre la duela.

–¡Señoritas! ¿Qué sucede aquí? –tronó imperiosa la maestra Roxana quien prestaba atención al nuevo pianista y le indicaba cómo debía interpretar la música para la gala del fin del curso. –¿Qué es este escándalo? ¿Qué hacen en el suelo todas ustedes?

La impertinente se puso de pie, corrió a donde estaba la maestra, casi a punto de caer por tener mal acomodadas las puntas.

–Yo estaba tranquila calentando cuando ellas se acercaron y me golpearon, maestra Roxana –mintió con voz y gestos al estilo de una de las villanas en una serie de streaming que estaba de moda–. Las otras chicas lo vieron.

De inmediato un coro, tanto proveniente del suelo como pegado a la barra, lanzó multitud de “Sí, así fue”, “Esas gordas la golpearon”, “La Güera nada dijo”, “Estaba tranquila”, etc. –Isadora y Minerva, ¿que tienen que decir?

–Ella nos insultó –contestó mi hermana.

–Nos dijo gordas, prietas y qué éramos… –seguí.

–…hipopótamos con tutú –cerró Isadora. Risas enmudecidas aparecieron con timidez. –Asumiendo que digan la verdad –tomó la palabra la maestra Roxana–, dado que las demás las señalan como culpables: no se resuelven a golpes las diferencias. Señorita Pérez –se dirigió a la Güera–, si estamos en condiciones, podemos continuar o acuda a la enfermería.

Siguió la clase. A la salida la maestra Roxana charló con Mamá Doris y al día siguiente tuvimos que pedir disculpas a la Güera frente a las demás mamás y alumnas. En las siguientes semanas caímos en cuenta que las madres y las chicas del ballet murmuraban a escondidas sobre nuestra figura, no sobre la flexibilidad, precisión de movimientos, control muscular y sincronía que poseíamos en las coreografías.

La gota que derramó el vaso fue cuando nombraron a la Güera como la bailarina principal dejándonos de lado a las que lo fuimos hasta esa fecha. Desde nuestra perspectiva, no dominaba bien las secuencias, era demasiada pose con sonrisa falsa y su control era torpe por decir lo menos. Cuando le preguntamos a la maestra Roxana el porqué de su decisión:

–Luce bien –fue su respuesta.

Platicamos con Mamá Doris que decidíamos no acudir a la gala y nos apoyó. Así que buscamos otro camino: encontramos la danza contemporánea.

Conforme transcurre la coreografía con un popurrí de piezas clásicas del ballet, las y los bailarines de toda figura y tamaño emulan las posiciones, las formas clásicas donde de vez en cuando hacen guiños a alguna parte que ambas disfrutábamos mucho. En ocasiones, hay un fragmento jocoso respecto a esos cuerpos élficos que por años fueron el patrón y que ahora han cambiado, no sin dificultades. Igual sucedió con las gimnastas del siglo XX al presente siglo. La forma del cuerpo ni define el talento, ni limita la expresión.

Casi a los dieciocho nos llegaron los dolores y la deformidad. Algo dentro de nuestros genes, en la polución del aire y agua, en el estrés diario de la ciudad o la mala suerte, activó la enfermedad de Paget.

Corrimos con suerte, éramos muy jóvenes y por eso nos consideraron un caso excepcional lo que ameritó cuidados sin costos excesivos. Ambas tuvimos la versión monostótica, que afecta un solo hueso. En tu caso fue el fémur de la pierna izquierda. En el mío la pelvis izquierda. Esas estructuras óseas decidieron, por decirlo así, deshacerse y remodelarse de una forma grotesca. –Niñas, lo siento mucho –se apenó Mamá Doris cuando le llegaron los diagnósticos. Estuvimos meses bajo tratamiento en espera de que remitieran las molestias y pudiéramos seguir adelante. De ser dos chicas activas físicamente y a punto de entrar a la universidad (tú para la escuela de danza, yo para ingeniería), tuvimos que frenarnos por más de tres años. Nos acompañamos cuando nos insertaron cientos de agujas para extraer sangre, fuimos escaneadas por encima y por dentro decenas de ocasiones, esperamos con paciencia llenar los frasquitos de orina como de materia fecal una y otra vez. Los doctores que nos asistían solo meneaban la cabeza cada que preguntábamos si pronto nos curaríamos, si podríamos danzar. Hicimos bromas esas noches en que no dormíamos cercadas por la angustia, el malestar, el dolor. Regresamos a nuestros debates sobre de danza contemporánea como cuál era la mejor escuela y disciplina. Que si Graham, Duncan, Limón, Wigman, Kosolya, Jao o la Mgum. Cada una argumentaba y trazaba algo con los brazos y manos. A ratos, para distraernos, pasábamos horas contemplando coreografías en nuestros dispositivos o alguna pantalla de la casa.

Fue cuando encontraste ese pequeño filme silencioso, Ama, coreografiado por Ophélie Longuet y con música de Enzio Bosso, Rain in you black eyes. Me lo compartiste para que fuera nuestro himno de resistencia, de promesa y esperanza.

Bien pasados los veintiunos, con injertos metálicos y bastante parafernalia tecnológica en nuestros huesos deformes, autorizaron el volver a la actividad física. “No será lo mismo, con cuidado” expresó la doctora Ibáñez. Mamá Doris nos bendijo tal cual sus abuelas lo hacían. Pasaron los meses y lo intentamos. En verdad lo intentamos. Nuestros cuerpos habían sido también remodelados y eran insuficientes para lo que fuimos, para lo que aún deseábamos ser. Un día, agotada por el esfuerzo, te comenté:

–La gravedad no ayuda.

Guardaste silencio por minutos. Te pusiste de pie, trazaste una coreografía que me era familiar para luego contemplar el espacio del salón con su madera, espejos, cortinajes y las barras.

–¡Ama! –gritaste como si fuera una epifanía.

–Sí, yo te amo hermana –respondí en automático–, como siempre.

–No me refería a eso, ya sé cuál es el camino.

Volvimos a casa, charlaste sobre tu visión, no estuve de acuerdo. Aun así agradecí que nos inscribiéramos en carreras distintas, aunque hermanadas, al ser ingenierías. Decidiste la aeroespacial, yo la de robótica y cibernética. Mientras abandonaba la danza para buscar otra opción en la pintura o el escribir, no dejaste de ir al salón para entrenar casi a diario.

Al graduarnos, cada una tomó por fin su rumbo. La separación que inició con la universidad se concretó con los trabajos que conseguimos. Dada la enfermedad que nos asoló, decidí buscar cómo ayudar al desarrollar exoarmaduras ligeras que ayudaran a los cuerpos debilitados al montarse por fuera y ayudar en el día a día. Tú te preparaste para ir al espacio y participar en las construcciones de las estaciones espaciales de Lagrange 5.

Las videollamadas, constantes al principio, dejaron de llegar. Me sentí muy sola cuando no bajaste a la Tierra cuando Mamá Doris falleció, aunque tu holograma nos acompañó.

Con el tiempo aumentaron tus mensajes y videos preguntando sobre las armaduras en las que colaboraba y que luego fueron mi diseño y obra. Así me enteré de solicitabas cambios y nuevas versiones que los grupos a mi cargo te las hacían llegar. Dejé de darle seguimiento a tus peticiones ya que tomé puestos directos y, además, creía que te enfocabas en las que se usaban para el trabajo y mantenimiento de las estaciones espaciales. Allá arriba requerían de trajes espaciales y una versión avanzada de nuestras armaduras para poder mover materiales, soldarlos, integrar maquinaria y coordinar los robots que los apoyaban.

Entonces corrieron rumores sobre una compañía de danza que se hacía llamar los Bailarines del Éter. Por las apps llegaron videos de sus coreografías en gravedad cero, pero no les presté atención. Me recuperaba de mi divorcio y el Paget se presentó de nuevo a los cuarenta. Fue cuando llegó tu invitación para la premiére del estreno de una coreografía con esa novedosa compañía. Descubrí que eras su directora y coreógrafa. Era para el cierre de los festejos previos al lanzamiento de la Hi’iaka. Sin nada que perder, me subí a un cohete y luego de dos transbordos llegué a Petipa, la estación espacial que era tu hogar.

Veo como en la coreografía están presentes diversos elementos de nuestra historia: la enfermedad, la lucha lado a lado, las decisiones de ambas y, en pleno silencio con un mínimo de luces, lo que es el dolor de estar separadas. El vacío cuasioscuro tu danza expone la soledad absoluta. Me siento tan abrumada que dejo de mirarte y observo al público cercano. Están pasmados, con ojos llorosos, rostros serios y acongojados. De nuevo nos demuestras algo que repetiste esos meses de convalecencia: el dolor es lo que nos une, es lo que libera, es lo que nos vuelve humanos.

Todos retenemos el aliento cuando la negrura total aparece. Incluso los LEDs se apagan. Escucho el sonido de lluvia, luego la melodía de un piano. Se encienden las luces y es como estar en un lago de aguas transparentes y azules. A la vez, los Bailarines del Éter que te acompañan, se convierten tanto un océano primordial como líquido amniótico. Sollozo. Y presencio una magistral reinterpretación tuya y mía en ese espectro que te acompaña, de Ama. Flotamos en el centro de la esfera, juntas, en aparente condena por nuestros huesos, inmovilizadas por los aparatos que nos conectaron, impulsadas y luego transformadas por ese video que nos hizo ser de nuevo las niñas del ballet, las adolescentes de la danza contemporánea, ahora las bailarinas que desafían el espacio. El danzar bajo el agua es una forma de divorciarte de la gravedad con la limitación del tener que respirar. En cambio, aquí, sin estar sujeta a ella, eres (y soy), libertad absoluta. Entendí que siempre añoramos esto a la par de las pérdidas en la vida y las asechanzas en las imperfecciones de lo social. Al contemplar tu creación, esa coreografía tan llena de nosotras, supe que lo habías logrado y me pregunté si pude haberte acompañado.

Cuando terminas, el público estalla en aplausos, No puedo hacerlo, lloro sin parar. Por largos minutos los hurras y vítores no paran. Mis lágrimas se mantienen cuando la sala se vacía. Minutos después me mandan llamar y, flotando con torpeza, llego a tu lado en un enorme salón de amplios ventanales. Tu cuerpo está cubierto con una de mis exoarmaduras y sonríes. De inmediato te lanzas a abrazarme y así estamos por minutos intentando recuperar los años idos. –Te he extrañado y no quiero seguir a solas –nos susurramos al mismo tiempo como siempre lo hicimos de niñas. Te separas y sin dejar de mirarme comentas:

–¿Empezó de…?

–Fémur derecho –contesto sin dejarte terminar. Suspiras, meneas la cabeza.

–Pubis derecho–. Me asombro al vernos otra vez como hermanas y eco–. Y no hables, déjame terminar. Tengo dos lugares en la Hi’aka rumbo a Alfa Centauri, dormiremos por décadas, el Paget se detendrá y allá podremos bailar de nuevo al despertar. ¡Seremos las primeras en danzar en otra estrella!

Te miro dubitativa, me tomas de la mano y te pones a mi lado para mostrarme la Tierra que se asoma en el ventanal.

–Con toda tu preparación –continúas–, el cuerpo recordará y es sencillo sin gravedad, aprenderás rápido. Además, tengo un juguete como este para ti –señalas mi obra, la exoarmadura–, ¿qué dices? Alguien tiene que repararla y mejorarla.

Entonces no me queda duda, aún a distancia estuvimos juntas. Sin más, te vuelvo a abrazar y te susurro mi respuesta.


El concurso “Bailando con Elena Garro” fue organizado por Antes de que se enfríe el café A.C.

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