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Hermosillo, Sonora, 29 de abril de 2024 (Neotraba)

Decir que nunca se me ha investigado ni tantito por hechos con apariencia de delito contra la salud o por haber desplegado tal vez una conducta típica en cualquier modalidad al respecto, estaría mintiendo o faltando a la verdad, que no es lo mismo, pero es igual. Tampoco la señora, adulta mayor, que camina a pasitos en la fila porque ya está grande y sus rodillas le duelen mucho.

Estamos en el retén de Querobabi y nos han bajado a todos. El chofer, de una media filiación entre el inolvidable Miguel Galván y Charly Valentino, se exprime un gotero en su nariz y asegura, desafiante, que es no sé qué droga de las más buena. Sí. A todos nos han bajado del camión para que hagamos cola , maleta en mano y flojito y cooperando nos dejemos auscultar por un recluta de baja estatura quien cumple su labor como si nos hiciera una limpia, tocándonos de arriba abajo, mientras estamos de espaldas y vemos cómo nuestras maletas se deslizan como patos en esa banda cuya pantalla comparte el desfile de lo que esta vez han confiscado: tres envoltorios, conteniendo en su interior una hierba de color verde pálido, al parecer marihuana, cinco paquetes de metanfetamina –conocida como cristal–, aproximadamente dos kilogramos de heroína o “china white”, 60 pastillas del alucinógeno sintético fentanilo, un rifle de alto poder, dos armas Browning M2 calibre .50, un lanzacohetes de fabricación rusa, tres bazucas, un mortero y un bote grande de resistol 5000.

¡No es cierto! por supuesto que no. Lo que los ojos somnolientos de la guardia nacional veían era pantalones, pastas de dientes, perfumes, calzones, cremas, una secadora para el pelo, una cocacola de 600 litros, unos pañales enrollados, bolsas de basura, sabritas, calcetas percudidas y tenis de diversa medida y calidad.

De cualquier manera, el protocolo se cumplía al pie de la letra y el superior pedía que nos hiciéramos más para allá, quizá esperando, era cuestión de tiempo para darle un fuerte golpe al crimen organizado, que bien podía ser comandado por ese niño de seis o siete años, regordete y de cachetes rojos que le sonreía a todos, casi con las mismas ganas que su hermano menor, una hora antes llorado como plañidera en velorio, ahuyentando cualquier dormitada que los pasajeros intentaran desde que salieron de la capital, relajados, dispuestos a soportar retrasos e imprevistos en la carretera, fuese una vaca atropellada, el derrumbe de una ladera, un venado que no encuentra destino, los duendes de esa región al norte o cualquier cosa, incluso esa entrega de los soldados, esos que a la patria en cada hijo le dio y que viven entregados, con tal de que el hampa no se salga con la suya y un día de tantos, consigan extinguirla. Ya no tardan.


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