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Por José Luis Domínguez

Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 18 de septiembre de 2020 [00:30 GMT-5] (Neotraba)

Estaba tan débil. Su voz languidecía cada vez más y la fuerza de los movimientos de sus manos ya no era la misma. Comenzaba a nadar en esos mares de lo incomprensible. Abandonarlo todo, pensaba Ella, justo ahora cuando todo aquello por lo que había luchado lo tenía al alcance de la mano: un refugio, un hogar; un marido que la quería, muy a su manera, un poco brusca, casi salvaje, y una hermosa niña.

Lo había notado al ver el signo de interrogación dibujado en el rostro de Bertoldini, en ese súbito acercamiento de sus resecos y sedientos labios hasta su oído para murmurarle:

—¡No te me vayas, chaparrita! ¡No nos dejes solos! ¡Lucha!

Ella se quedó mirándolo, entristecida. Lo conocía al dedillo, así, tal como era, mustio, con esos enormes ojos, enrojecidos por el desvelo,el consumo etílico continuo, pero ahora podía leer el miedo que asomaba tímido, en el brillo de sus pupilas. Lo conocía también por esas lágrimas que Bertoldini había derramado por ella, claro, sin que Ella lo viera.  

Porque también sabía que el padre de Bertoldini, durante muchos años, se había encargado de adoctrinarlo muy bien:

—¡Sólo las mujercitas lloriquean, así que, mejor aguántese, cabrón, o ya verá lo que es bueno!

Y Bertoldini seguía viviendo con la imagen del cinturón de cuero colgando en la pared desde su más tierna infancia, metida como con calzador desde la retina hasta el tuétano de la memoria.

Algo se movió entre su pecho enfermo y su delgado brazo, notó de pronto Ella. La bebé, su bebé, durmiendo, indefensa.

—¡Déjela que sienta a la niña, le queda poco tiempo!— le había dicho el doctor a Bertoldini, en un grave descuido, sin imaginar la agudeza del oído de la moribunda.

Y ahora ese gozo fugaz, esa noción volátil de la pertenencia que le otorgaba el ser madre, y el conocimiento de su propia fatalidad, más que el dolor físico, se le clavaban en las entrañas.

 El hilo de su respiración brotaba de una madeja que cada vez más se le iba deshilachando. Y Bertoldini, ahí, de pie, sólo mirándolas, a ambas, con sus ojos de sapo, con su nariz como de judío milenario. Incapaz de hacer nada. Contra qué. Cómo. Imposible zarandear lo invisible, lo intangible. Tan macho y tan huérfano. Más niño que su propia niña, sintiéndose culpable; oyendo una sola voz desde el hondo abismo de su infancia. Justificándose, siempre, justificando todo lo ocurrido. “Se lo dije, pero no me hizo caso”. Clamaba el eco de su propia conciencia confundiéndose con el tono de su padre, ligado al recuerdo, y a la imagen dolorosa de su madre, mostrando la huella de los golpes en su cara, con aquellos moretones cárdenos en su epidermis blanca, humillada; sintiéndose su madre, como el agua cristalina de un charco revuelta por un pie que calza un zapato lleno de lodo sobre el pavimento después de la lluvia; llorosa, derrotada, sumisa, ante la vociferación injusta:

—¡En mi casa mando yo! ¡Aquí se hace lo que yo digo! ¡Pinches viejas, sólo a golpes entienden!

Y ese brazo también autoritario elevando su mano, acercando la botella de brandy hasta sus labios o golpeando a la mujer o viceversa. Y al día siguiente, tan feliz, su madre, como si nada; pegada a su marido, obsequiosa, incluso tierna, curándole la cruda con calditos con mucho picante y cerveza.

Y ahora, Bertoldini, en uno de los cuartos de hospital, cosechando lo sembrado por el padre.

Otra punzada. El rostro de jovencita siempre inquieta, tímida e inteligente de Ella, apenas hizo un rictus de dolor.

—¿Cómo fue que te enamoraste de él?— le había oído preguntar a su hermana mayor cuando se enteró de que a Ella le garigoleaban por primera vez, a sus dieciséis, mariposillas en el estómago.

No supo qué decir. Es más, dijo algo.

—¡No sé!

Pero sí sabía. Lo había conocido en el cementerio, junto al lago. En el sepelio de Román, el padre de Bertoldini. Un hombre ya mayor al cual los adultos del pueblo reconocían y respetaban por haber sacado adelante, gracias a su trabajo, a sus desvelos, a su carácter demasiado enérgico, a toda su familia.

A Ella no le gustaban los asuntos funerarios, pero aquel viernes se encontraba demasiado aburrida y fueron sus amigas quienes la habían invitado a acompañarlas al panteón. Aunque soleado y con algo de viento, ese día las lápidas de Séte parecían refulgir como pulidos espejos. Las ramas de dos sauces llorones que casi llegaban hasta el suelo desde una altura inconmensurable se agitaban en un suave compás. Y más allá, detrás del acantilado, la visión del agua levantándose en pequeñas oleadas, con un vaivén cuyo ritmo era idéntico al de los árboles. La naturaleza también lloraba la muerte del hombre. Ella estaba impresionada ante aquel hermoso e insólito espectáculo. Y la sensación de haberlo vivido antes, sólo le podía venir de los preciosos versos del Cementerio marino, que atesoraba en las páginas de su diario y del cual siempre recordaba dos estrofas, en la primera:

Cerrado, sacro –pleno de un fuego inmaterial-

ofrecido a la luz, fragmento terrestre,

me place este lugar dominado por antorchas,

compuesto de oro, piedra y árboles umbríos,

de tanto mármol que se estremece bajo tantas sombras;

la mar que duerme aquí, fiel, sobre mis tumbas.

De la numerosa familia que el padre había dejado, Bertoldini parecía ser el más pequeño de todos, el más desvalido, el más triste, el más abandonado. Mientras que las hijas y los hijos mayores hacían ronda alrededor de la madre, él permanecía alejado, envuelto en su traje negro, en sus lentes negros y en su, más negro todavía, dolor de huérfano. Ella había sentido ternura al verlo, clavado en su sitio, apartado de la muchedumbre, con dos o tres amigos fieles a unos cuantos pasos atrás de él, como cuidándolo, amorosos, pero sin tocarlo.

Después había visto a Bertoldini rondando por su casa. El tan deseado encuentro sólo había sido, entonces, cuestión de días.

La pregunta de su hermana le hizo eco por segunda vez en sus oídos:

—¿Qué fue lo que más te atrajo de él?

Su porte, su seguridad al moverse. Su manera de vestir siempre elegante. En fin, hijo de tigre, pintito, había contestado. Lo que se dice guapo, guapo, no. Sus ojos grandes, de pejesapo o de cocinero francés, o de judío errante y esa expresión imperturbable de niño triste hasta cuando estaba contento. Pero era algo más, lo que presentía, lo que había en él más allá de la apariencia, más allá aún del mismo tiempo: la promesa de un mundo mejor.

Asomaron algunas lágrimas, pero, valiente, las retuvo. No quería que la viera así, a punto de quebrarse, como una muñeca frágil, de plástico, vacía, triste.

Una semana posterior al casamiento se lo llevaron casi ahogado de borracho. Entonces comprendió que él simplemente se había casado con ella por mero despecho, como solían hacerlo con mayor frecuencia las mujeres. Era sólo un muñeco defectuoso, de fábrica venía con el alma rota, y no podía devolverse o cambiarse por otro, tampoco tenía sello o documento de alguna garantía. Se había quebrado el corazón amando a otra, una ausente, un fantasma del cual ella ni siquiera podía darse el lujo de sentirse celosa.

Lo amaba, por eso se había casado con él. Así, borracho y todo. A pesar de la violencia desconsiderada para desvirgarla la noche de bodas. A pesar de que nadie la había prevenido contra aquella brasa, candente, dolorosa y gozosa a la vez, entrando y saliendo, punzante, erguida. A la mañana siguiente, recordó, se había asustado tanto al ver la sábana manchada de sangre. A pesar, incluso de esa misma violencia, aunque ahora sí, gozosa, a partir de entonces, cada noche, en el tálamo.

La cara de niño triste de Bertoldini desaparecía en el mismo instante del orgasmo. No lo sabía, pero Ella se había atado a esa dualidad, a ese rostro desconocido que fugazmente se le mostraba, cuando yacía con las piernas abiertas y los senos como pitones enfurecidos apuntando al techo, y Bertoldini, el otro, fuera de sí, con los ojos desorbitados, penetrándola mientras lanzaba gritos feroces que al principio la asustaban, pero que ya después la complacían. Y así, hurgando en sus entrañas, le había, por fin, sacado una hija.

—¡No me pegue, no me pegue!— le gritó Ella la mañana en la que, al despertar, le había reclamado a Bertoldini por haber bebido hasta el hartazgo.

—¡Para que aprenda, hija de la chingada! ¡El hombre es el que manda!

Era paradójico el trato de usted aún en medio de los reproches, los insultos y los golpes.

Al día siguiente de la primera paliza, era cierto, se había ido a refugiar a su antigua casa. Pero su madre, luego de dos días de verla ahí, metida en su habitación, fue y le dijo:

—¡No mi hijita, se casó, ya se chingó! ¡Cómo que primero fiesta y ya después todo le apesta! ¡Tiene que aguantar a su marido como sea, atenderlo, pues! ¡Agarre sus trapitos y se me va a su casa! ¡Nadie la obligó! ¡Acuérdese que usted lo decidió, y así, solita, debe de ir solucionando sus problemas! ¡Usted ya es harina de otro costal! ¡Que Dios me la bendiga!

Una punzada más. Bertoldini se había sentado junto a Ella y le tenía tomada la mano libre. Con la otra, la joven mujer, acariciaba a la pequeña, quien permanecía dormida. Dentro de pocos minutos vendría el doctor que la había operado y se llevaría a la criatura a la incubadora. Si sólo se hubiera aguantado un poco, pensaba Ella. Si no le hubiera reprochado la vergüenza causada por el hecho de que lo encontraran tirado en una calle céntrica de la ciudad, sucio, desaliñado, pítimo, con la barba de días y las ropas ajadas, como si fuera un cerdo, o como si fuera un huérfano, como si no tuviera a nadie, o lo peor del caso, como si ella no contara. Ella, quien le tenía su ropa limpia, planchada hasta la perfección, con su rayita marcada y todo, aunque ya no se usara, sus zapatos boleados, su comida lista. Ah, si no lo hubiera provocado la noche anterior, pero había cedido a la tentación de reprocharle.

Le dolía mucho tener que dejarlos: A su niño grande de cara triste, de ojos enormes, como de pez o de sapo, y de nariz judía; y a su niña pequeña, la que, cosa inusual, se parecería a ella con los años. Su Bertoldini tendría en la niña un vivo retrato de sí misma, una manera infalible de no olvidarla nunca. Le perdonaba todo porque lo amaba. De pronto, se sintió tan cansada.

Ella, envuelta en la ingenuidad de sus pocos años, creía con firmeza que si no hubiese oído de los labios del médico la confidencia hecha a su marido, ese nefasto vaticinio del imprudente doctor, a la vez invocación y conjuro, y la realidad de su concreción al mismo tiempo, ella ahora tendría aún una oportunidad de seguir con vida. Veía fundirse en una sola línea espacial en aquel diagnóstico clínico, compuesto por aquella frase lapidaria:

—¡Déjela que sienta a la niña, le queda poco tiempo!

La consolaba un poco la idea de que su cuerpo iría a descansar al panteón, junto al lago, cerca de los sauces llorones, su querido “cementerio marino”.

Cerró los ojos, de pronto todos sus miembros se le habían vuelto de plomo y la jalaban hacia un hondo abismo a la vez dulzón y cálido. Con sus últimas fuerzas, Ella abrazó a su pequeña hija y apretó por última ocasión la mano de Bertoldini. Luego se dejó llevar por la inercia de esa sensación. En el laberinto de su mente, se vio a sí misma, flotando, avanzando en medio de un remolino con olor a rosas por un tupido bosque. Allá lejos, se veía una especie de claro en calma. Se fue acercando poco a poco. Era el cementerio cerca del mar de Séte donde había conocido a su amado. Sonrió. Dos sauces llorones se destacaban, solitarios, entre la abundancia de pinos y abetos. Un hombre de túnica radiante la esperaba, sentado a contra mar en el borde de una solitaria piedra. Parecía uno de esos nazarenos de los cuadros que colgaban de una de las paredes de la casa de su madre. Ella vio su rostro; escuchó su voz repitiendo los otros versos de Paul Valéry, aunque, esta vez, no fueran los de su estrofa predilecta, sino las últimas líneas del poema:

¡El viento se yergue…! ¡Intenta vivir!

¡Abre y cierra mi volumen el inmenso aire,

La polvorienta onda que salta de las rocas!

¡Vuelen páginas todas deslumbradas!

¡Rompan olas, elévense, rompan las gozosas aguas,

este techo tranquilo donde los foques picotean.

Ella sintió de pronto que la paz inundaba su joven y fatigado corazón.

Bertoldini, quien se había quedado un poco adormilado, al notarse ya sin asidero, abrió sus, ya de por sí, desmesurados ojos.


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