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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 13 de marzo de 2021 [00:03 GMT-5] (Neotraba)

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En Adelaide, Ona Miller sueña con mares que se desbordan. En su camino de destrucción, van sembrando en los caseríos en ruina, sobre las frondas de los escasos árboles aún en pie, sobre edificios a punto de sucumbir, encima de las altísimas pilas de cadáveres en posiciones grotescas, descomunales ojos que reverberan sangre y destellan gritos apagados que son capaces de horadar la conciencia del más indiferente. De pronto una enorme marejada la atraviesa sin palparla siquiera. Ona Miller sabe que ha estado equivocada: no se desborda el mar, sino el silencio.

I

En Managua, Julio Cuaresma sueña que violan a su madre. Él observa sin poder cerrar los ojos ni desviar la mirada del punto de violencia, como obligado por una fuerza oculta dueña de los impulsos de su cuerpo. El sólo mira. No califica. No huye. Su voluntad, si es que la tiene, no lo impele a reaccionar. Una turba de chacales de atuendos rojinegros la golpean, la ultrajan sin piedad, y él sólo mira.

II

En Berlín, Hans Aliné, maestro de Educación Elemental de reservada y poco notoria vena judía, sueña con hornos-hornos-hornos y humo-humo-humo por doquier. El único habitante que se aprecia en aquel mundo de emanaciones pestilentes, es Él. Y digo Él, porque Él es Dios allí.

Está dotado de un apéndice nasal, más que generoso, que ocupa algo así como la tercera parte del tamaño de su cara. Su gran nariz le ordena los pasos a seguir. Y va de un horno a otro, de menos a más fétido. Su trabajo, ¿su castigo?, ¿su misión?, consiste en extinguir con su enorme nariz, en cada caso, aquel vaho nauseabundo. Le fue cedido un orbe para él sólo, debe salvarlo para sí.

III

En la Ciudad de México, Dieguín Urrea se sueña atravesando a punto del desfallecimiento un campo minado de tesoros prehispánicos con una varilla radiestésica en cada mano.    

Dentro del mismo sueño, se sueña como Rico Mac Pato en un vastísimo sótano de relumbres dorados entre penachos, pectorales y estelas luminosas que nadie más que él podrá mirar.

En el primer sueño, Dieguín Urrea ignora que siempre valen más los tesoros escondidos, los que siempre se buscan, pero nunca se encuentran. En el sueño del sueño, lo que el hombre descubre es la saudade de una antigua codicia en su vis de destello luminoso, de relumbre vacío de la mirada de otros: el dolor egoísta de no seguir buscando.

IV

En Islamabad, Prujuta Majadré, venerable maestro de doctrinas abstrusas, no sueña, pues a su alma devota no le están permitidos los deslices del mundo de lo infiel. Él sólo observa, calla y bebe para su cuerpo en éxtasis los ruidosos latidos de la nefanda piedra. La levedad y el peso.

Mientras Prujuta hace levitar en su infecta crujía sus cuarenta y dos kilos de indudable santidad sin lograr todavía acceder al gran misterio, a unos cuantos minutos a paso de gurú, otro santo acaba de ascender al cielo: ah, ¡pero qué manera de remontar el éter, qué levedad la de aquel hombre!, el venerando cargó con cinco esposas, tres sirvientes y dos torres occidentales de cien mil toneladas.

V

Podríamos decir que hoy todos los caminos conducen a París. La llamada Ciudad de la luz bien vale liturgia y procesión. Dirigentes deportivos, eminentes banqueros, traficantes de armas, señores de la guerra, redes de trata de perversión humana, hacen centro obligado en París. Es muy chic, además, ser francés y recorrer la tierra impartiendo conferencias de buen comportamiento. André Lamur, pieza importante de la economía mundial, viaja con destino a Nueva York en un vuelo de Air France, y está soñando que muy pronto sonarán sus castañuelas por encima de todas las campanas del orbe: la noche será noche sólo si él lo confirma, habrá día a la hora en que él lo solicite.                    

Aún no sabe que una humilde enfermera lo está esperando en su impecable terno blanco para que escriba en él con letra negra y clara, como la realidad que muy pronto lo pinchará con jeringa de fuego, su carta de renuncia al sueño y a la gloria.

VI

Este negro de Honolulu soñó de niño que Martin Luther King dormía en el patio de su casa. Soñó de adolescente que al salir de la cárcel, Nelson Mandela lo aclamaba. Soñó de adulto que sería presidente del país más racista del mundo para que ambos fueran amados con corazón y capucha de blancos y que esos dos sueños previos lo ayudarían a lograrlo.

El negro de Honolulu convirtió en realidad su tercer sueño, sólo que Luther King no quería ser amado sino entendido y decidió seguir durmiendo en su parcela de blues sufriente y trasnochado. Y Mandela, que sí deseaba ser amado, tras la cárcel sólo anhelaba vivir sus últimos años arropado por el amor de los niños de su aldea. Así que el negro de Honolulu se quedó solo y triste, soñándose entendido por los blancos de la que no es su tierra, ni será.

Bienaventurados los negros que viven estirando la mano para que los blancos la estrechen y alabada la mano machucada por un muro de secesión en cada intento.

Dichosos los ilusos, pues de ellos es el reino de los sueños.

VII

Quién iba a soñar en Washington, D.C., que un loco desahuciado estaría un día en el podio de la potente Norteamérica.

Y tenías que ser tú, jeta de papa, el que aquella noche (mientras contemplabas con ardiente lujuria las nalgas de miss Universo) soñó acosar guapas muchachitas cocainómanas en algún reventón de la DEA y conseguirte un escritorio inmenso del tamaño del Capitolio donde guardar las perversiones de tu ego de niño rico. Sí, tú, cuyo máximo logro ha sido fundir en un solo Twitter: la negación del sueño igualitario de Abraham Lincoln, la dolorida socarronería aldeana de cualquier negro o latino del Bronx, la asesoría mafiosa de Giuliani y el himno del Ku Klux Klan.

Es con voz del rusoski Lev Tólstoi, que habría de llegar hasta ti, Donald Trump, trasnochado zar de las Américas. Sus palabras aún resuenan en ti y en tu frívola familia como proverbio bíblico capaz de separar las aguas del mar Rojo (de tinta del New York Times): Quien tiene dinero, tiene en su bolsillo a quienes no lo tienen.

Los perros que cebaste durante cuatro años siguen cargando en procesión el ataúd de tu democracia de siete suelas que contiene los restos de tu albino cadáver.


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