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Por Alicia Rojo

Ciudad de México, 23 de mayo de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

“Puse el corazón en ti para que recordases lo que habías olvidado”.

Guadalupe Nettel

Me gustan las mentiras, me dije mirándome al espejo, mientras sentía como caía una lágrima lenta y caudalosa por mi mejilla izquierda que, en el reflejo que me miraba, era la derecha. Y ahí estaba, mirándome mirarme. Sonriendo y llorando a la vez. Cuando en un impulso abrupto, tomé una taza vacía que se encontraba sobre el lavabo y la estrellé contra mi reflejo. Odiaba verme llorar, sentirme débil, aún en lo irónico de mi sonrisa. Mi imagen con el impacto, se volvió un rompecabezas casi irreconocible. Todo parecía acontecer en cámara lenta, de forma nebulosa, mientras me invadió un espasmo inconsolable que desde el centro de mi vientre fue subiendo hasta la boca de mi estómago, como si se tratara de un hormiguero que avanza disciplinado y contundente, el cual no se detiene ante nada. Por un momento todo quedó casi en silencio y lo que parecía calma, se volvió un rugido interno que me acorralaba, al pensar que, a la llegada de mi marido, tendría que explicar lo que sucedió. ¿Qué diría sobre el espejo roto? La verdad sería catastrófica:

–No te soporto, pero tengo miedo a que me quites todo, te lleves a mis hijos, que les desaparezcas de mi vida.

De pronto un ruido estruendoso junto a mí, como de erupción de géiser me despertó, tenía las mejillas mojadas. Estaba soñando. A mi lado roncaba con la boca abierta José Dorantes, director y socio de una famosa inmobiliaria de bienes raíces de lujo en Norteamérica y el sureste asiático. Pepenaba propiedades hipotecadas, terrenos incautados, casas en desalojo, para desarrollar imponentes y exclusivos espacios suntuosos para vivir. Tenía un ojo agudo para la Stamina y atento ante cualquier buen negocio. Era el mejor revendedor que existía y un exitoso empresario que todo lo transformaba en jugosas ganancias. Era un trabajador impecable, un padre de familia galardonado, y mi marido. Dormía con la calma de un bebé recién amamantado, a pulmón suelto y los labios abiertos lo que hacía que sus cachetes, entre ronquido y ronquido, resoplaran como un perro sonriente, regordete y feliz.

Me levanté y fui al baño. Eran las 3:33. Me miré al espejo y me quedé pensando cómo era posible llorar mientras se duerme. Sabía que era posible orinarse y toser, sabía que era posible babear. Pero ese día descubrí que se podía llorar dormida.

Al entrar al baño me alegré de que todo fuera un sueño. Me quedé mirando el espejo de frente y moví los labios lento: m e g u s t a n l a s m e n t i r a s, dije sin emitir sonido, en un tono interno de interrogación, pero con un gesto imperativo. Suspiré largo, me senté a orinar. No lo logré, como si hubiera quedado mi vejiga vacía y toda mi humanidad estuviera deshidratada… tenía sed. Y aún con los espasmos de mi vejiga nada salía de ella. Suspiré una vez más, profundo, tan profundo como mi paciencia ante la vida. Mientras pensaba entre sonrisas silenciosas: ¿Me gustan las mentiras? ¡Me gustan las mentiras! Sí me gustan, me dije. Me gustan las mentiras porque se puede ver la coalición de la vida a través de ellas. Las mentiras son como un prisma que abre mundos, que retuerce ideas, que abre lo que está cerrado. La verdad aparentemente puede ser una, las mentiras interminables. De múltiples colores. Crean la posibilidad para escapar de un encierro. Crean la posibilidad que permite mover lo que está fijo. Son un escape o lo que se ha vuelto un rincón en el que se te acorrala. Son un oasis en un matrimonio desgastado, casi utilitario. Son un tanque de oxígeno en una relación laboral inevitable, aburrida, asfixiante y sin futuro. Son un refugio de vida, son un instante de libertad. Son la posibilidad de escaparse de un mal encuentro con la policía. Las mentiras amplían el tiempo, te colocan en el presente, el pasado y el futuro en un mismo momento. Las mentiras te dan el don de ser omnipresente a tu propia historia. Te permiten habitar entre las grietas y te dan poder (al menos un instante) ante el poder absoluto. Te permiten estar tú a tú frente a la verdad. Para respirar ante el agobio de una situación intolerable. Aún en su desbordamiento incontrolable. Las mentiras, pese a todo el juicio de quien ve en la lealtad de la verdad el valor supremo de toda relación, son una suave, sutil y necesaria confrontación con lo que has aceptado como pacto inequívoco de vida.

Mientras pensaba desordenadamente todas estas posibles sutilizas sobre las mentiras, desistí de seguir intentando orinar. Lavé mis manos, sequé mis ojos aún enlagrimados, desaparecí mis sonrisas irónicas y regresé a la habitación que estaba en un silencio tenue. Los ronquidos habían desaparecido. JoDo como le decía de cariño su familia y amistades íntimas, porque era impecable en su severidad y esfuerzo, pero sobre todo porque sintetizaba su nombre y apellido, estaba sentado en la cama mirando fijamente la pared de enfrente y sin voltear a verme me preguntó: ¿dónde estabas?

Guardé silencio. Me parecía una pregunta ridícula pero filosa a esa hora de la madrugada. –Orinando José, estaba orinando. Le respondí con calma. Sólo pensaba cómo había sido posible que el gran amor de mi vida se convirtiera en mi policía de cabecera. Intenté guardar la calma. Después de 30 años de matrimonio, sus puñaladas irónicas, sus interrogatorios cortos y concisos, sus verdades absolutas e inquisidoras, habían dejado de tener un efecto inmediato y desgarrador. Ya no se me apretaba indefinidamente la mandíbula, sólo a veces la garganta y la lengua se comprimían un poco contra mi paladar superior. Mi piel ahora era más reseca y agrietada, pero mi mente elástica, capaz de estar en calma, en aparente calma. Gracias a Don JoDo aprendí a meditar y entrar en un estado emocional casi catatónico ante su mirada y sus palabras. Aprendí a vivir en calma, tranquila y en paz, y eso se volvió mi gran verdad.

Me metí a la cama y volví a intentar dormir. Sentía su mirada profunda pretender penetrar mi mente. Como si pudiera hurgar en lo más profundo de mí… y de mi hipotálamo, para revolver mis emociones y mis pensamientos, para intentar encontrar lo que le era inaccesible y le hacía enfurecer. Respiré profundo y regresé al mantra que descubrí esa noche entre sueños: me gustan las mentiras, me gustan las mentiras, me gustan las mentiras, me gustan las mentiras… me gustan las mentiras repetí hasta quedarme dormida.

Sonó el despertador como de costumbre a las 5:55. Me levanté con cautela y fui a ver por la ventana si había helado. Quería ir a correr sola, así que me apresuré. Me calcé los tenis, tomé un poco de agua y calenté mis músculos mientras pensaba qué ruta hacer. Al salir de casa el sol comenzaba a aclarar. Cantaban las aves, los autos se escuchaban a la distancia. La ciudad despertaba mientras yo corría colina abajo. El hielo de los campos comenzaba a evaporarse. La ciudad estaba viva y yo dudaba un poco de si estaba despierta o aún soñaba.

Decidí correr por la ruta que cruza el cerrito central y luego regresar colina arriba. Me gustaba porque tenía que terminar con una gran pendiente de tres kilómetros para subir a casa. Arranqué con un trote suave. Mi mente estaba enfocada en mis pasos, en la luz que cambiaba, en los sonidos que mezclaban lo urbano con los restos de bosque que quedaban en la ciudad. Aceleré para mantener el ritmo y apretar mi pulso. De pronto recordé mi sueño. Intentaba saber por qué el miedo era una verdad tan grande en mi vida y cómo las mentiras me habían permitido controlarlo. Aparentemente había perdido la noción sobre quién era yo para mí, sin ser mamá, amiga, esposa, hija. Y con una claridad sobre pensada y exagerada, más cerca de una ingenuidad imaginativa que de una hipótesis contundente declaré internamente: las mentiras son parte esencial de nuestra evolución y han definido la consistencia de nuestro ADN; ¿ADN? (Andate con esos Disparates Nuestros, me dije en voz alta). Solté una carcajada pensando en mi lógica nebulosa, casi arrogante. Declarando para mi fuero interno que el ADN se podría llamar mejor ADM (Ácido Dador de Mentiras). En este juego mental estaba cuando al dar la vuelta para llegar a la última recta, antes de encaminar hacia el cerrito, la policía había bloqueado el camino. Había un tumulto de gente. Me sorprendió mirar la calle cerrada, pero algo de mí no quería investigar qué pasaba y sin pensarlo viré a la izquierda. Sin darme cuenta estaba corriendo por la calzada Arnulfo Guerra y de pronto a la mitad de la calle me quedé parada intempestivamente. Ahí estaba frente a mí el antiguo edificio que albergaba el estudio de danza que había dejado de visitar hace 15 años. Un escalofrío electrificante subió desde la planta de mis pies por toda mi espalda hasta atrás de mi nuca. Todo se movió en mis entrañas y de repente me dejó paralizada. Todo quedó removido, como cuando entras a la orilla de un río y esparces el fango hasta que las aguas claras se vuelven turbias y dejas de mirar tus pies atascados en el fondo. Ahí estaba con mi interior revuelto y el cuerpo paralizado. En silencio, agitada y quieta. Inerte. Para salir de ello, chasqueé los dedos, dos tres veces, para sacarme de ese pequeño trance. Exhalé, más bien bufé y continué corriendo, arranqué a toda la velocidad que me fue posible. No paré hasta llegar a casa, mi corazón latía con fuerza, mi boca estaba completamente seca, mis ojos punzaban. Sentía la presión de la sangre en todo mi cuerpo, sobre todo en mis sienes, pecho y garganta y en las plantas de los pies. Al entrar a casa, Verónica me recibió con un jugo mientras me preguntaba si estaba bien. –Si Vero, ¿por qué? –Parece como si hubiera visto a un fantasma, señora, está muy pálida. –No pasa nada, sólo corrí un poco más que de costumbre. ¿Dónde está el señor, Vero? –Se fue a dejar a Mercedes a la escuela, señora. –Gracias Vero, me voy a bañar.

Mientras estaba bajo la ducha regresó el huracán emocional que había desaparecido hace años. Pensaba en la última vez que fui a bailar. Pensaba en mis hijos, en mis hijas. Mercedes era la más pequeña, tenía 14 años. Y se había vuelto la adoración de JoDo. Quien pese a todo era un padre amoroso, cuidadoso y preocupado, totalmente compulsivo en su interés por el bienestar de la familia y sus hijos, así les llamaba: “mis hijos”. Nunca fueron nuestros hijos e hijas. Con Mercedes eran cuatro. El mayor, Rolando, de 25 años jugaba futbol en primera división con los pumas de la UNAM. Mi hija, Valentina de 20, estudiaba negocios internacionales en Boston, y mi hijo Rafael de 21 estudiaba música en Viena.

Salí de bañarme y frente al espejo lloré sin poder contenerme ni sostenerme. ¿Qué había pasado, que todo estaba revuelto? El pasado con el presente, el presente con el olvido que había forzado. Todo estaba amontonado en mí. Todo era tanto que poco podía. Y ahí estaba de nuevo. Recordando por qué dejé de bailar.

El día transcurrió entre la normalidad y lo que era turbio. JoDo se fue a Canadá a revisar asuntos de negocios. Estaría fuera algunos días. Iba y venía a placer, según él por necesidad. Pero la verdad es que le aburría estar en casa. Mercedes llegó de la escuela a la hora acostumbrada y mientras comíamos me preguntó si podía quedarse con su amiga Samanta el fin de semana. Me daba miedo que fuera. Todo en la vida desde hace quince años me daba miedo. Pero algo de mí necesitaba confiar y soltar todo lo que me paraliza. Mercedes ya tenía 14 años, tenía que poder vivir sin mí y yo sin miedo a perderla. La fui a dejar poco antes de las 19:00. Después de escuchar todas las recomendaciones que le repetía por tercera vez, bajó de la camioneta con entusiasmo. En vez de regresar a casa, hice lo impensable. Me fui directo a ver el estudio que había quedado vetado para mí hace 15 años.

Al estar ahí, enfrenté, infinidad de recuerdos, que se vinieron como una cascada por la cual caía sin poder detenerme. Mi intención era entrar al estudio, pero no me atrevía a tanto. Me fui y me dispuse a olvidarme de todo. Ya en mi sala, me quedé sentada en silencio frente a la ventana en la mecedora. Hasta que me quedé dormida sin darme cuenta.

Desperté a las 3:33, tenía frío. Sentí el cuerpo adolorido. Me levanté del sillón y me dirigí a la cocina. Tomé casi medio litro de agua sin respirar. Me fui a mi habitación y comencé a desnudarme para colocarme la pijama. Al irme quitando la ropa, un calor expansivo surgía de mis manos y pies. Cerré los ojos y mi respiración comenzó a cambiar. Todo se enraizó y entré poco a poco en una espiral que subía de los talones hasta mis omoplatos y esternón. Mi cabeza caía sobre mí pecho. Y era una ola que iba de arriba abajo. Mis dedos meñiques se volvieron pequeñas antenas. Mis pies se desplazaban con mirada propia. Mis huesos eran suaves, su interior se expandía, palpitaban. Poco a poco mi espalda estaba expirando memorias curvas, espirales acuosas. Todo era calor. Era fuego, era una llamarada que exhalaba recuerdos en combustión. Mis hombros cambiaban la dirección de mi cabeza. El arriba y el abajo dejaron de tener relación. El tiempo de mi carne estaba presente, punzando, en aparente lentitud a la mirada euclidiana. Mis entrañas se agitaban como un grito que se hacía álgido, grave, denso. Y toda yo era ese grito espeso que pululaba hacía afuera de mí. Un espiral fuego. Una danza que podría durar quince años a partir de ahora. Dancé toda la noche entre torsiones y espirales, entre suspiros y exhalaciones. Siendo montaña, reptil, siendo glaciar, siendo una pequeña luz para mí. Viendo caer mis aguas, viendo mis entrañas, escuchando mis pasos. De pronto el amanecer comenzó a iluminar mi habitación y como si la luz fuera un ancla de alto tonelaje, me detuve. Sin abrir los ojos, me tumbé sobre la cama y me quedé dormida.

Al despertar al medio día fui a ver mi teléfono. Todo estaba en orden con Mercedes. Era el día de descanso de Verónica. Así que estaba sola en casa. Bajé a preparar un té. Intentaba recordar mis sueños. Intentaba saber qué sentía. Algo en mí me hacía sentir en calma. Estaba tranquila. Caminé con el té por la casa y prendí la radio. Estaban anunciado la conmemoración 59 de “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Lo que me hizo pensar en mis propias culpas, heredadas y siniestras. Pensé, la culpa fue de los tlaxcaltecas, de los tlatoanis, de los tlalnepantlas y los tlatelolcas, de todos lo que sólo danzaron para celebrar la guerra, de todos los que defendieron su naturaleza bípeda con miedo a gatear, con miedo de sentir la tierra. De todos quienes han defendido la culpa y la inercia de la muerte. De quienes no escucharon a sus comandantas. De quienes nos bautizaron. De quienes heredamos los saqueos de las almas nuestras. Pero sobre todo la culpa era mía porque creí en la culpa. Porque heredé pecados originales y culpas históricas. Así que no soporté la voz que elogiaba el cuento y apagué la radio. Pero me quedé pensando en Helena Garro y su relación con Paz, vaya ironía que poseía ese apellido. Cuando para ella siempre había sido una batalla. Y mientras pensaba en esto, pensaba que Helena se tendría que escribir con “H”, para esconder en su mudez una forma de camuflaje y armadura. Sentía que Elena era un nombre desprotegido, aunque valiente, arrojado al mundo y como su origen etimológico anunciaba se trataba de alguien que en sus batallas brilla junto al sol y que por lo tanto tal vez justo no necesitaba de escudo alguno y menos de uno mudo. Tal vez quien tendría que llamarse Halicia era yo.

Tomé las llaves del auto y decidí regresar al antiguo estudio de danza. Al llegar al lugar, sin pensarlo, me bajé de la camioneta, subí las escaleras. Ante mis ojos apareció un gimnasio de boxeo. No existía más el estudio de danza. Me quedé helada. Y cuando estaba por darme la vuelta para salir, la instructora del lugar se aproximó y me ofreció una clase muestra. En ese momento de fragilidad y ruptura ante mi expectativa, pensé, por qué no. Recordando cómo en mi juventud había una consigna que nunca había entendido: hay que poner el cuerpo. Quienes bailamos ponemos el cuerpo decían las personas más doctas. Y yo pensando de forma simple intentaba saber a qué se referían. Nunca lo entendí. Me parecía que a esta consigna le faltaba por lo menos un complemento. ¿Ponerlo en estado de trance, en éxtasis, en coalición, frente a una mirada, en riesgo? Probablemente poco importaba y se trataba, como mis amistades decían, de una insensibilidad de clase que yo tenía. –Comenzamos en 10 minutos, me dijo la instructora, –Ven para que pueda vendarte. Me sentía segura con las manos enfundadas. Me sentía cómoda. Me sentía nerviosa pero afianzada. Al terminar la clase. La instructora me preguntó si gustaba inscribirme. Sin dudarlo dije que sí. Salí del lugar sonriendo, contenta, tranquila. La última vez que estuve ahí fue para despedirme de Julián. Para platicarle que JoDo no quería que regresara a bailar. Nunca más volví a saber de él, me alejé del estudio. De facto sólo fuimos siempre amigos que disfrutaban acompañarse y bailar. Que se tenían aprecio, cariño y se atraían. Pero nunca pasó nada de “verdad”. Julián desapareció. No lo encontré de nuevo en ningún lado. Al principio JoDo nos llevó a toda la familia a Estados Unidos y después de un año insoportable quedé embarazada de Mercedes. No regresamos hasta que ella cumplió seis años. Queríamos que estuviera cerca de nuestras familias en Chiapas. Al regreso deseaba encontrar a Julián, en algún lugar, por casualidad, por bondad de la vida, por destino. Pero nunca me atreví a volver a pasar por la calle del estudio, ahora gimnasio. Y poco a poco se fue enterrando su presencia. Hasta que dejé de recordarle. Con excepción de un sueño que tuve con él, donde yo salía de bañarme y él estaba ahí mirándome de lejos. Caminaba hacia mí y al estar cerca comenzaba a beber cada una de las gotas de mi cuerpo, una a una. Con su lengua iba secándome toda la piel. Hasta que me bebía toda. Ese día desperté agitada. Contenta. Pero la culpa no dejaba de perseguirme. Y el miedo a perder a mi familia siempre me contuvo. Fue la última vez que “lo vi”. Nunca supe que pasó con él. Alguna vez pensé que los guaruras de JoDo, con sus nucas que parecían papadas de rottweiler, lo desaparecieron. Pero me quité esa idea exagerada de la cabeza. Y seguí mi vida.

Llegué a casa un poco exhausta de la clase y del día. Los mensajes de JoDo no paraban de llegar. Llamé a Mercedes, todo estaba en calma. Me duché mientras pensaba lo que había acontecido en estos días. Me fui a dormir tranquila. Soñé que mi danza se volvía un combate conmigo misma. Que danzaba con mi sombra. Mientras escuchaba mi propia voz que decía: “baila con tu sombra”, “combate con tu sombra”. Desperté a las 3:33. Tuve un impulso enorme por salir de la cama y danzar. Me levanté, pero mis piernas parecían no sostenerme. Caí al piso y desde ahí sentí que tenía que emerger. Subí hasta la vertical. Y cada vez que llegaba sobre mis pies, volvía a caer. Todo era un sueño, esta vez sí desperté y eran las 3:33 me encontraba agitada y una sonrisa en mis labios me dejaba saber que había llegado el momento. Quería bailar, quería boxear, quería, quería poner mi cuerpo a mí disposición y verme a mí misma, sin miedo, sin culpas, sin más deseos que mirarme a mí misma de cerca. Me paré de la cama y fui al baño. Frente al espejo me dije en voz alta: –Me gustan las mentiras porque en algún momento te permiten sobrevivir hasta alcanzar tu verdad. Y con una gran sonrisa reventé el espejo frente a mí.


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