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Por Bibiana Camacho

Ciudad de México, 10 de julio de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

De tan caliente, el asfalto parece hundirse a cada paso. Las pocas calles que Laura camina desde la parada del autobús hasta su casa le dejan la garganta seca, la camiseta pegada a la espalda y un inquietante aturdimiento sonoro que no desaparece hasta entrada la noche. Estefano y Rania la miran insistentes, a la espera de un paseo que cada vez ocurría más tarde. Echados frente al ventilador, la siguen con la mirada, acechantes.

Por fin, a las ocho de la noche, se levantan de un salto y brincan emocionados ante el tintinear de las correas. El calor no se ha dispersado, el aire se siente espeso y una bruma densa emerge del pavimento cada que pasa un carro. Al menos el sol ya no está radiante allá arriba.

Al principio la marcha es errática. Se detienen por todos lados, olfatean, mean, jalonean en direcciones opuestas. Parece que no han salido de casa en años. Después de varios metros se sosiegan. Los tres adoptan un ritmo coordinado. Por fin, las piernas de Laura han dejado de enredarse en las correas.

Se dirigen a la única área verde de la zona, un paso peatonal ecológico construido en el camellón del Viaducto. Ahí disminuyen el paso y tanto Estefano como Rania olisquean las plantas y se echan un momento bajo un banco cuya sombra ha conservado el piso fresco.

Laura suspira aliviada, una suave brisa sopla tímida y, a pesar del bochorno, resulta un alivio momentáneo. Luego de recorrer el camellón cuyas plantas decaídas amarillean de tanto sol, emprenden el regreso a casa. Se han adaptado a estos largos paseos dos veces al día, cuando el sol no domina el cielo.

Los tres jadean a paso lento, pesado. Laura se detiene en una esquina, saca un par de platos de su mochila y los llena de agua. Bebe el resto del contenido de la botella y los mira lengüetear el preciado líquido con avidez.

En cuanto vuelven, Estefano y Rania se echan en el piso fresco del baño. Laura colma los platos con agua y ella misma bebe un litro casi sin respirar. Hace daño, lo sabe, se lo han dicho muchas veces, pero no lo puede evitar. Este calor abrazador provoca sofoquina y mal humor. Se quita la ropa sudada, se da un regaderazo con un agua que ya nunca sale fría y, sin restregarse la toalla, espera que el calor seque la humedad de su cuerpo.

Se sienta al comedor. Hay setenta y ocho mensajes nuevos en el teléfono. Lo coloca boca abajo sobre la mesa y se pone una playera holgada y ligera encima. Saca un hielo del congelador y lo mete en su boca. Su interior también debe estar ardiendo porque el hielo se esfuma en un instante.

Los mensajes pertenecen al grupo de vecinos del edificio. Por la tarde capturaron a un sospechoso dentro del condominio, en las áreas comunes, cerca de la cisterna. Afirmó ser recolector del camión de la basura pero los contenedores están en la planta baja y además no logró acreditarse. Trataron de trasladarlo al Ministerio Público cercano pero huyó en el camino. Ahora los vecinos han solicitado un examen al agua de la cisterna, temen que el desconocido haya introducido alguna sustancia.

Laura aleja el aparato. Hace unos meses, desde que el calor alcanzó niveles alarmantes en la ciudad, ha habido brotes psicóticos. Sabe que sus vecinos están en un perpetuo estado de agitación debido al intenso calor, ya es la tercera vez en la semana que colman el chat vecinal con disparates. La vez anterior, la alarma se activó por un nido de palomas en la cornisa de la azotea. Una vecina dijo que sus cacas eran extremadamente tóxicas y otros aseguraron que las aves y los parásitos que habitan en sus alas son tan dañinos que pueden matar en silencio al ser humano. Con una furia inexplicable planearon, como si se tratara de un enemigo pernicioso, una estrategia para destruir el nido. Laura leyó con incredulidad los mensajes cada vez más irracionales. Compraron equipo especial, cascos, tanques de oxígeno y un potente veneno especial en aspersor. No se atrevió a protestar porque le pareció que a la furia colectiva sólo le faltaba un mínimo estímulo para atacar lo que fuera, a quien fuera.

Supo que, al día siguiente, un equipo de voluntarios subiría para erradicar el nido, mientras el resto de los vecinos debían permanecer encerrados, con puertas y ventanas selladas con jergas y trapos para evitar la sustancia tóxica. Esperó hasta que las luces y los sonidos se apagaron por completo y subió sigilosa para trasladar el nido a lugar seguro.

Al otro día, los vecinos congregados frente al lugar donde supuestamente estaría el enemigo vociferaban histéricos: No debemos permitir que escapen. Debemos velar por nuestra seguridad y de nuestras familias. No tendremos piedad con el próximo intruso. Nadie que no viva en el edificio puede andar merodeando por aquí.

Organizaron brigadas de vigilancia en las que Laura se rehusó participar. Sabía por las noticias que la ola de calor provocaba estragos en el estado de ánimo de la gente: irritabilidad excesiva, saña y total ausencia de empatía.

Cuando mira el aparato de nuevo descubre que los vecinos se han organizado para vaciar la cisterna, lavarla y desinfectarla. No se dan cuenta de la insensatez. Con este calor es una necedad cortar el agua del edificio aunque sea durante unas horas.

Trata de concentrarse en una película o en un libro, pero no puede. Siente la cabeza pastosa y pesada. El bochorno le nubla el pensamiento. Dispone las camas de Estefano y Rania al centro de la estancia y echa a andar el ventilador que ha comprado especialmente para ellos. Pronto se acomodan en sus respectivos lugares y, al poco, roncan panza arriba.

El despertador suena a las seis y media de la mañana. Laura se levanta con movimientos aletargados. Le cuesta trabajo activar el cuerpo caliente y pegostioso que parece estar embarrado en el colchón. Los perros se desperezan, estiran y bostezan antes de acercarse con las colas batientes a que les coloquen las correas.

Esta vez trotan alrededor de un diminuto parque triste varias calles hacia el sur. Regresan una hora después. Laura apenas tiene tiempo de bañarse antes de que el agua desaparezca. Deja alimento y agua para los perros, que la miran con reproche.

–Tengo que ir a trabajar, si no, ¿qué comemos? –La mirada triste permanece inmutable y Laura, con culpa, los deja solos con el ventilador encendido y las cortinas cerradas.

A su regreso, Estefano y Rania están echados frente al ventilador y apenas alzan la cabeza en señal de saludo. Le gustaría comprar un sistema sofisticado para enfriar el ambiente como el que tienen en la oficina y gracias al cual la gente se despabila y trabaja, pero no le alcanza.

Se cambia de ropa, alista la mochila y espera el crepúsculo para salir a caminar. Vuelven cansados, sofocados y sedientos. En la puerta del edificio se topan con Genaro.

–¿Dónde andan? –En cuanto Luisa percibe el tono que acompaña las palabras, recuerda que hace días quedaron que Genaro pasaría por ellos para llevarlos al campo.

–Lo olvidé, perdón. Ahorita bajo sus cosas –Genaro toma las correas de los perros y les hace mimos.

–No olvides tener los platos siempre con agua y que no coman tantas porquerías. Siempre que regresan hacen dieta de croquetas. Me avisas cuando vuelvan para estar atenta. Y ten cuidado en la carretera.

Todavía no acaba de hablar cuando Genaro ya está tras el volante. El entusiasmo de Estefano y Rania que se suben de un salto a la camioneta la lastima pero los perdona de inmediato porque sabe que la pasarán mejor al aire libre.

Laura se da un baño y se acuesta en el sofá de la sala con el ventilador de los perros encendido. El bip del celular suena con tanta insistencia que opta por silenciarlo. Será hasta la siguiente mañana que se entere de la nueva hazaña de los vecinos.

Se levanta con frío. Quizá programó el aparato a una velocidad demasiado alta. Siente las articulaciones entumidas y un dolor en el costado izquierdo, a la altura de la cintura. Aliviada porque puede dormir unos momentos más sin los perros, va al cuarto, se cubre por completo y en seguida duerme. Enérgicos y repetidos golpes en la puerta la succionan de un sueño que apenas comienza y del que no recordará más que un intenso destello verde.

–Apúrate, Laura, están por llegar para fumigar. Nadie debe permanecer en el edificio.

Laura no tiene idea del apremio de Martha pero entiende que tampoco es tiempo de preguntar. Le dice que no tarda más de quince minutos. Se da un regaderazo que querría prolongar para disfrutar el agua por fin fría. Se viste sin fijarse en la combinación. Toma una manzana, la bolsa y sale a toda prisa.

Los vecinos encargaron una fumigación de emergencia. Aseguran que, debido al calor, alimañas desconocidas han anidado en otros edificios causando infecciones y alergias a los residentes. Confían en esta empresa exterminadora que se anuncia de manera tan convincente en todos los medios posibles. Laura los escucha aterrorizada. No puede imaginar de dónde habrán sacado esa información tan descabellada y la cara dura para hablar con tanta autoridad de algo inexistente.

Hasta que llega a la oficina se da cuenta de que no lleva el aparato celular. Habitualmente es un artefacto prescindible pero ahora que Estefano y Rania están de viaje, le gustaría recibir noticias, ¿cómo va el camino?, ¿han hecho pausas para las necesidades?, ¿a qué hora llegarán? Genaro usualmente le envía fotos que apaciguan su desasosiego.

Durante el día, la noticia circula con entusiasmo: la temperatura por fin ha disminuido un par de grados. En la oficina no se habla de otra cosa. Al final de la jornada, Laura querría unirse a la expedición por las cervezas al dos por uno que un negocio cercano ofrece. Prefiere ir a casa y revisar los mensajes. En efecto, el aire caliente al salir a la calle no la golpea con tanta furia como en las semanas pasadas. Afuera hay más gente de lo habitual, se percibe un cambio en el estado de ánimo de los peatones que se saludan y hasta se ceden el paso.

En cuanto entra al departamento, busca el aparato para saber de Genaro y los perros. Se entera de que han llegado bien. Se disculpa. Genaro le reprocha que no conteste de inmediato a las fotos y videos: ¿no que muy preocupada? Laura le explica lo de los vecinos y su salida intempestiva.

“Hubieras venido con nosotros.”

“No puedo faltar al trabajo.”

“Ya sé.”

“Pásenla bien.”

Inquieta y acostumbrada a la salida nocturna, se cambia de ropa y sale a caminar. La inercia la lleva al camellón verde en medio del Viaducto donde encuentra a más gente de lo habitual que seguramente aprovecha la tregua climática. Acaba de decidir que hará un alto en la cervecería cercana. Por suerte alcanza el único lugar libre al pie de la barra.

Un estruendo violento y prolongado acalla las conversaciones de los parroquianos. Laura siente que el suelo vibra y una corriente eléctrica recorre sus dedos, que rodean la botella helada de cerveza. Es un trueno, dice alguien y varios salen con bebida en mano a corroborarlo. El dueño aumenta el volumen de la televisión; en el noticiero, la conductora anuncia tormenta eléctrica con un aire festivo a pesar de que, asegura, puede ser peligroso y es recomendable quedarse en casa.

Laura brinda con algunos desconocidos. La euforia por la lluvia después de largos meses de calor intenso y sequía en los campos provoca palmadas en la espalda, conversaciones amistosas con amigos improvisados, rondas pagadas por desconocidos e intercambio de números telefónicos con personas inesperadas. Aunque la televisión permaneció encendida y a buen volumen nadie reparó en las indicaciones de alerta. La tormenta, aseguró una especialista, se espera particularmente intensa pues se trata de una multicelular, es decir, que podría provocar inundaciones con vientos fuertes y granizos pedriscos.

Aunque sólo pagó una cerveza, Laura sale atolondrada del bar, gracias a la generosidad de clientes que invitaron varias rondas para todos. Una cortina de lluvia intensa opaca la visibilidad. Algunos parroquianos que partieron minutos antes permanecen apretujados bajo la cornisa a la espera de que la lluvia amaine.

Laura emprende el regreso a casa de inmediato, al principio con paso rápido y seguro, disfrutando las heladas gotas que la zarandean. Las tres calles que la separan de su domicilio le parecen interminables. Está completamente empapada y desorientada, sin rastro de la embriaguez y euforia anteriores. Camina pegada a los muros de las construcciones para guiarse. La copiosa lluvia la enceguece. Siente los pies nadando dentro de los tenis que aflojaron la presión y se perciben como trapos amarrados. Por fin identifica la esquina próxima a su domicilio y justo cuando la dobla, un proyectil se impacta en su frente. Se pone en cuclillas unos segundos, hasta que varios proyectiles de dimensiones lastimosas la obligan a correr.

Se descubre llorando en el baño. De la herida en la frente escurre sangre como si fuera un manantial. Con dificultad, se quita la ropa empapada y se da un largo baño con agua tibia. Pronto identifica moretones causados por los enormes granizos. El sonido de los proyectiles golpeando las ventanas y los muros es rítmico e intenso, amenazante. ¿Y si se rompen las ventanas? Sólo le resta confiar que no caigan en el ángulo adecuado para ocasionar el desastre. En el estacionamiento, las alarmas de los carros emiten, intermitentemente, chillonas alarmas que se escuchan al fondo del salvaje crepitar de la lluvia.

Se cura la herida, más escandalosa que grave. Un relámpago la enceguece un instante y luego el trueno retumba con fuerza inusitada. La luz se esfuma y un chisporroteo parpadea en espasmos hasta que se ahoga en un silencio tenso. Un silencio humano se esparce por todos los rincones. Laura imagina que sus vecinos también han sostenido la respiración un instante, espantados y expectantes. Por primera vez en meses, se pone piyama y saca una cobija para cubrirse. La intensidad de la tormenta ha disminuido. Laura permanece en la cama y mientras siente que el cuerpo gana calor, relaja los músculos. Poco a poco, el ruido blanco de la lluvia ya sin granizo la adormece.

Los ladridos histéricos de Estefano y Rania la despiertan. Sabe que algo malo ocurre. Quita las cobijas y, antes de levantarse, los perros saltan sobre la cama. Están enlodados. Se sacuden y manchan todo. Cada que Laura intenta erguirse la inmovilizan con sus cuerpos: se sientan en sus piernas, empujan su pecho con las patas delanteras, saltan encima de ella. No dejan de emitir ladridos continuos sin respirar. Laura grita y despierta.

“Estamos bien. No te preocupes.”

“Es que el sueño fue muy real.”

“Tú siempre has tenido sueños así, desde chiquita.”

“¿Allá llueve?”

“Sí, pero no tanto.”

Extraña a Estefano y Rania, aunque sabe que por el momento es mejor que estén fuera. No habría modo de sacarlos a pasear y el encierro en su departamento de proporciones mínimas los desquiciaría.

La lluvia que trajo tanto alivio se ha convertido en un peligro para la ciudad. Aunque ya no graniza, la intensidad ha permanecido durante dos días. Varias colonias están inundadas. La gente ha recurrido a remedios caseros: abrir paraguas dentro de casa con el mango hacia arriba, trazar una cruz de sal al lado derecho de la puerta. Las jardineras y áreas verdes se han llenado de cuchillos para cortar la lluvia.

La agresividad de los días de intenso calor ha desaparecido. Pareciera que la pertinaz lluvia ha arrasado con el mal humor y la insensatez. Los vecinos se han organizado para evitar que la azotea se encharque, se turnan para arrastrar el agua que se estanca en un rincón del estacionamiento hacia la coladera, se saludan con cortesía, hablan menos y procuran brindar ayuda cada que alguien lo necesita. Al cuarto día, una intensa preocupación aumenta bajo la lluvia perenne. Las vías de acceso a la ciudad se deterioran con rapidez. El aeropuerto ha suspendido actividades.

Genaro ha insistido varias veces que se reúna con ellos pero Laura no quiere. Una placidez adormecedora inunda su cuerpo. No quiere moverse. Tan sólo el acto de pensar en lo que tendría que hacer para marcharse la agota. ¿Para qué irme? Se pregunta una y otra vez. Sólo en una ocasión hizo planes que permanecieron dormidos: meter cosas en una maleta pequeña. Proteger documentos personales e indispensables en plástico, usar ropa impermeable si es posible, averiguar por medio de las innumerables redes de apoyo vecinal quién se marcha y si tiene espacio disponible. A la par buscar líneas de autobuses y averiguar los lugares improvisados de partida porque todas las terminales están inundadas.

Mira fascinada las imágenes aéreas que han captado el lago que reposa y crece donde antes estaban las pistas de aterrizaje. Tal parece que, en apenas unos días, ya alberga varias especies y está rodeado de hermosas plantas colas de lagarto. El agua cambia de color de acuerdo a las horas del día. Al atardecer presenta un azul metálico, pero amanece de un verde pesado que provoca vértigo. Brigadas de científicos planean hacer incursiones en ese y otros lagos que se han formado para averiguar la razón de los colores tan intensos que sólo pueden apreciarse desde arriba y que no son en modo alguno el reflejo del cielo siempre gris tormenta.

Martha le anuncia que parte con su familia y le dice que pueden hacerle un lugar en la camioneta. Los mensajes de Genaro son cada vez más apremiantes.

“Ya sé que siempre piensas que eres una carga, pero te aseguro que no.”

“No te preocupes. Cuida a los perros.”

“Se está poniendo feo, por favor, sal de ahí.”

“No es para tanto.”

Los vecinos se han marchado. Sólo queda Lucha, la vecina del 14, una anciana vivaracha que se negó a marcharse a pesar de que sus hijos fueron a buscarla y que padece artritis. Laura la visita y descubre que, a pesar del clima, Lucha se siente mejor, camina saltarina por su departamento. Juntas miran la televisión que transmite la aparición de lagos y ríos ya olvidados que atraviesan la ciudad y la comunican. Se enteran de que la metrópoli ha quedado casi vacía, a la espera de que la lluvia amaine.

Una semana después de iniciado el diluvio, la luz, el teléfono y el Internet se cortan. Lucha sigue de buen humor. La alacena está llena de comida y confía que pronto todo volverá a la normalidad. La humedad ha dibujado manchas caprichosas en las paredes. En el baño y la cocina ha aparecido una materia gris y esponjosa que se adhiere a los mosaicos y parece desplazarse durante la noche.

Laura sale por primera vez del edificio. Un susurro caudaloso guía sus pasos hacia el Viaducto, ahí observa fascinada cómo la corriente del Río Piedad crece, se mueve, aletea y se contorsiona. Parece un ser mitológico que, recién liberado, se regocija y juguetea. Por la noche hace un ruido estremecedor e indescriptible, adquiere tonalidades ambarinas que refulgen a la luz de la luna. El asfalto, las fachadas de edificios y casas, los puentes, columnas, árboles y rejas están cubiertos por un musgo verde metálico.

Llena de dudas y ansiosa por explorar la ciudad camina durante horas bajo la lluvia que no cesa. Mira el paisaje transformado, distingue innumerables tonalidades de verde en las plantas que, en pocos días, han florecido en proporciones inimaginables. Al fondo del ruido blanco del agua, escucha algo que respira, se agita, repta y se desliza; algo vivo e invisible que la tranquiliza.

Está empapada pero no se siente incómoda. No sabe en qué momento ni dónde dejó el paraguas que usó para protegerse. A pesar del agua fría, su temperatura corporal es cálida. Se quita la chamarra y los zapatos. De pronto la domina una viva urgencia por pisar esa especie de alfombra verde que ha cubierto el asfalto, las coladeras y los baches.

Regresa al edificio casi al amanecer. Lucha no está en el departamento. Laura la busca por todos lados. No cree que haya salido. Lucha no sale, nunca le ha gustado y ahora menos. A pesar de la noche en vela por el pendiente del paradero de su amiga, se siente animosa y con energía. Mientras come atún directamente de la lata y se pregunta dónde podrá estar Lucha, observa el departamento con atención. Las manchas en las paredes han adquirido volumen. Una tenue espuma gris reposa sobre las superficies: las mesas, los sillones, los trastes, la cama. Laura pasa los dedos encima y siente que la materia responde al taco, se retrae y de inmediato vuelve a su posición inicial. Ensimismada, abre cajones y puertas; papeles, ropa, cremas y utensilios varios están recubiertos por esa esponjosa materia gris.

De pronto percibe un suspiro profundo, seguido de un gemido tenue.

–¿Lucha? –titubea primero y luego alza la voz, pero no obtiene respuesta. Mira con atención. Está en la habitación de su vecina. La colcha sobre la cama está perfectamente estirada y las almohadas esponjadas. Las pantuflas de Lucha están frente al muro derecho. Ahí, en ese muro, arriba de las pantuflas. Se yergue una figura sobre la pared. Laura ya había mirado la mancha, pero ahora le pone atención. Ahí está la vecina, se dice sin titubear. La silueta de fronteras borrosas debido al material poroso que la forma es inconfundible. Laura la roza con una mano y siente un espasmo, una especie de respiración.

Sin saber cómo, sabe que de permanecer ahí ella también se convertirá en esa palpitante materia que repta y abarca ya casi todas las superficies. Va a su departamento en busca de algo que llevarse. Nada le parece útil. No siente frío. No necesita zapatos. La humedad interna se ha convertido en una especie de neblina permanente. De tanto sentir el cuerpo mojado, Laura ya no sabe lo que es estar seca.

Duerme por última vez en su cama. Sueña que nada en las profundidades de un agua turbia y espesa que la sostiene y acaricia, pero también la sujeta. Laura no puede nadar con la soltura necesaria para sentirse segura. Por unos momentos la desesperación la atenaza, luego descubre que el medio no es hostil, si se deja llevar; necesita relajarse, acoplarse. Cuando lo logra, se da cuenta de que puede respirar allá abajo, que de hecho no está abajo, se encuentra en un lugar indeterminado húmedo y seguro, envolvente y acariciador que lo abarca todo. De todos modos, despierta con un sobresalto. Han pasado apenas tres semanas y dos días desde que se despidió de sus perros y los extraña. Detestan el agua, son perezosos y conchudos. Quizá no serían buenos compañeros de expedición y sobrevivencia al principio, pero seguramente se adaptarían sin rechistar al nuevo orden de la naturaleza.

Sale de casa con una mochila llena de víveres y una muda de ropa seca. Usa botas y un impermeable ligero. Sigue el cauce del Río Piedad hacia el oriente. Camina sin prisa, le gusta observar esa serpiente de agua caprichosa que en todo momento parece a punto de desbordarse, plena, completa y colosal. Los edificios colindantes parecen gigantes petrificados, cubiertos de musgo, deformes y plácidos. Enormes ahuehuetes se alzan cada ciertos metros. Laura no entiende cómo pudieron nacer y crecer tan rápido. La ciudad ha quedado bajo el influjo verde de un espíritu selvático.

Sin darse cuenta, Laura se ha despojado de los zapatos y del impermeable. Lleva la empapada ropa pegada al cuerpo. No siente frío y el agua que no deja de caer se ha convertido en un elemento etéreo, como el aire.

–Eeeeeeeeh –sale de sus cavilaciones cuando escucha una voz al otro lado del río–, ¿quieres cruzar?

Una mujer manipula con destreza una superficie hecha de llantas que bambolea sobre el agua. A pesar de la corriente, la barca improvisada atraviesa el lago en pocos minutos.

–Hoy es un buen día, ¿verdad? –Las dos entrecierran los ojos para mirar el cielo encapotado. Algunas nubes permiten el paso de tenues rayos de sol que han creado un efecto colorido en algunas partes del cielo.

Laura asiente y acepta la mano de la mujer para saltar sobre las llantas. Aferrada a un soporte de madera amarrado al caucho, logra mantenerse a bordo hasta que cruzan del otro lado.

–¿Buscas a alguien?

Laura niega con la cabeza y la mujer agrega.

–Ya nadie está buscando a nadie. Creo que los que nos quedamos lo hicimos por puro gusto.

–¿Hay mucha gente? Creí que se habían ido todos.

–Todos creímos lo mismo, pero no, mira –Laura dirige la vista todavía más hacia el oriente a donde señala la mujer y ve otras barcas meciéndose–. Ahorita es buena hora, más tarde el río es intransitable. Ya en la noche es imposible. Y hay tramos muy peligrosos.

–Parece que este río siempre ha existido y que tú lo sabes todo.

–Se aprende rápido.

Apenas se da cuenta de que la mujer va casi desnuda. Usa un pantalón corto y una playera holgada de tirantes. Cuando se despiden con un apretón de manos, Laura nota protuberancias flexibles en el costado de las manos, debajo de los dedos meñiques. La suelta espantada y mira sus propias manos donde ya se notan los bultos que pronto se convertirán en aletas. La mujer se trepa a la balsa improvisada y mientras se aleja, sus largos cabellos mojados ondean como si fueran los tentáculos de una medusa en el fondo del mar.

Sigue su camino siempre por la orilla del río hacia el oriente. La lluvia arrecia y disminuye conforme avanza. Sorprendida, cada vez se topa con más gente: un grupo de niños descalzos que brinca en el musgo, una mujer que entra presurosa en uno de los edificios, cuyo portón parece una cortina de lianas, un hombre que se equilibra a duras penas en una balsa de llantas, mientras platica con otro sentado en las raíces de un ahuehuete.

De pronto escucha un griterío. Varias personas se acercan a la orilla, señalan hacia el occidente. Laura voltea y ve cómo se acerca, a lo lejos, una especie de burbuja gigante. No tiene idea de lo que pueda ser, la gente brinca y aplaude. No debe ser peligroso, piensa, contagiada por la algarabía. La burbuja se acerca cada vez más. Es enorme y sobre la superficie resbalan gotas de lluvia. Dentro va una ballena, se mueve en majestuosa parsimonia. Cuando pasa frente a las personas, sopla a través del espiráculo y un torrente de aire se eleva y crea un efecto colorido al contacto con la lluvia. Laura se une al grito colectivo y aplaude entusiasmada. La ballena se aleja siempre dentro de su burbuja y sin apartarse del cauce del río. Laura siente una punzada de nostalgia, tiene ganas de llorar y extraña un recuerdo impreciso que se instala, obstinado, en su mente.

La gente se dispersa, algunos se organizan para dirigirse al centro, se entera de que el Canal de la Viga serpentea en la calle de Roldán y que la plancha del Zócalo se ha convertido en una laguna roja que alberga diminutos peces plateados. No se atreve a unirse a los grupos, algo en su memoria la tiene petrificada y prefiere estar sola.

Sigue camino a lo largo del río. En cuanto se acerca más a su destino, las personas que se topa van con menos ropa, sin zapatos, sus cabellos parecen tener vida propia y ondulan hacia todos los puntos cardinales aunque no haya viento. El verde del musgo y del follaje de árboles que antes no estaban se hace más intenso, un moho gris que cubre los edificios se nota más espeso, esponjoso.

Un raro presentimiento le recorre la espalda. Se frota las manos y horrorizada percibe que las protuberancias de sus manos han crecido hasta convertirse en aletas. Instintivamente baja la vista y nota aletas también en sus pies. Emprende de nuevo el camino, presa de un abatimiento volcánico que se acumula en el pecho y le impide respirar. La vista se le nubla y un destello verde latiguea su vista durante un instante apenas.

Casi enceguecida por el resplandor verde, se tambalea obstinada hacia delante. El susurro del río es su guía. La sensación esponjosa y fresca del musgo bajo sus pies la tranquiliza poco a poco. Cuando logra enfocar la vista otra vez, está en el Zócalo que apenas identifica gracias al asta bandera que permanece firme en medio de un lago sereno de agua roja. La asta parece un faro adelgazado, cubierto de moho y de algas azules cuyos filamentos se enroscan y forman figuras caprichosas.

Laura está fascinada. De pronto, sin motivo aparente, aparecen en su cerebro dos perros que corretean al lado de un hombre. No sabe quiénes son pero siente que algo en su estómago da un respingo. La nostalgia provoca que profundice su mirada en el lago y capta peces diminutos que brillan y desaparecen mientras nadan en el oleaje carmín.

Una placentera fascinación la atrae a la orilla. Antes de dejarse caer, siente los cabellos que ondulan con voluntad propia en todas direcciones. La nostalgia fortalece unos tentáculos alrededor de su cuerpo que se desliza con agilidad bajo el agua. Y la imagen del hombre y los perros se desvanece lentamente.


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