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Por Camila R. H.

Puebla, México, 08 de julio de 2021 [03:00 GMT-5] (Neotraba)

Si lo efímero me asustase, me detendría más tiempo en el silencio después de una carcajada o en el espacio entre despertar y decidir levantarme. Así eternamente. En cambio, recorro la vida –y sus caminos misteriosos– apenas deteniéndome para mirar a los lados.

Pero a veces, raras ocasiones de cuando el sentimentalismo se me adhiere al pecho como las flemas, me encuentro a mí misma diciendo: vaya, estoy teniendo un buen día. Demonios, sobre todo porque entonces y como si al universo le pareciera una falta de respeto dejarme ser consciente de mi felicidad, el día se tuerce. Se borra y como gis en el asfalto se diluye en agua de lluvia.

Darse cuenta es una acción de esas que me arrancan el aliento. Es sorpresiva y espontánea, no me da tiempo ni para rechistar. De un momento a otro sólo adquiero un conocimiento, algo mayormente intrascendente e igual me rompe los esquemas. De nuevo sobre ser feliz o estar alegre, me obliga a intentar postergar el siguiente evento. Poner otra canción en el estéreo de la sala, donde todos –quienes yo quiero– pueden escucharla, porque esa canción es maravillosa y le hace tomar ritmo a los latidos de mi corazón. Me hace querer retenernos dentro de una burbuja. Un muy egoísta: este lugar es nuestro y estamos bien, mantén la vista en mí y no prestes atención al clima.

Si yo tuviese un peor enemigo –tampoco es como que no los tenga–, sería sin dudarlo el exterior. Afuera de mis cuatro paredes, donde todo se hace real y el aire no es gentil, sino molesto. Donde todos –o quienes yo quiero– tienen preocupaciones más inmediatas y muy distintas a prestarle atención a cómo suena la voz de esa cantante en esa canción.

Por eso finjo no tomarle importancia a lo efímero, desviar la mirada cuando acabo de reír y tengo los rastros de sonrojo rozándome las mejillas, en una búsqueda fortuita de huir. Una salida de emergencia para escapar de la caída en picada, después de un buen momento o de haberlo clasificado como uno bueno. ¿Un paracaídas?

La trampa detrás de una carcajada son los segundos en los cuales se esfuma, marchándose en el aire de la habitación. No podemos aferrarnos al sonido de nuestra risa, aunque queramos. Y luego, para cuando nos demos cuenta, será demasiado tarde. El día se habrá convertido en uno mediocre y rutinario. A pesar de cuánto ame yo mi rutina, a veces disfrutaría quedándome en alguna tarde en específico.

Quizás esa de cuando hicimos ensalada de manzana a mitad de junio. Burlándonos de nosotros mismos y de nuestras compras más inútiles, como el pelador de manzanas automático –se usa una vez cada año– y aún sigue haciéndonos gracia la mera elección de comprarlo porque estaba en oferta. En esta casa, la mía, no se desperdician las ofertas.

O aquella otra de cuando nos inventamos un pasado para Wil, el gato y su nombre, el más largo. Le decíamos, mientras nos miraba con sus ojos verdes aceituna, que él creó el universo y, si tuviera pulgares, podría destruirnos. Él, sobre todo porque no tiene otra cara, parecía atónito.

Me di cuenta de infinitas cosas, porque parezco fanática de pensar de más cuando no necesito hacerlo. Y esta tarde noté cuán cerca está el futuro de pasar a ser mi presente, el deber de tomar elecciones de vida importantes o enfrentarme a los pensamientos intrusivos de cuando dudo sobre esas mismas decisiones.

Si tenemos suerte –y también me di cuenta de esto hoy–, mi mejor amiga y yo compartiremos mesa el siguiente año. Necesitamos una cantidad exagerada de suerte, eso es cierto, pero quizá pase. Si resulta bien, nos llenaremos de momentos temporales entre chistes, sentadas en nuestra mesa compartida mientras morimos sobre cosas no tan importantes, resultantes de ceder ante nuestras preocupaciones más risibles. Manifestando.


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