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Por Camila Rosete Hernández

Puebla, México, 14 de mayo de 2022 [00:05 GMT-6] (Neotraba)

No son iguales, las lámparas desalineadas sobre la avenida no son iguales y casi ninguna funciona. La más cercana a mí lanza su sucia luz amarillenta dentro de un pequeño radio, difuminada en los bordes y absorbida por la noche. La siguiente está junto a la puerta verde y oxidada de su casa, es de las nuevas, funciona con luz solar y es blanquísima, tanto como para colarse por sus cortinas e impedirle dormir esas noches en las cuales finge querer hacerlo.

Me paro aquí, junto a mi lámpara y frente a la taquería abierta las 24 horas. Es de esas baratas, cuatro tacos por doce pesos. Mejor no preguntes de dónde, solía bromear. Veo a la gente comer de pie, la taquería es bien conocida. Se consiguió tan buena fama como para lograr inmunidad entre asaltantes, después de los primeros dos meses de servicio dejaron de robarla y ahora se queda abierta hasta bien entrada la madrugada. Saboreo la grasa por medio del olfato y me distraigo con la inhalación envenenada de mi último cigarro. Tuve que recogerlo de la calle y pegarlo con saliva. Sabe a tierra de construcción. A cemento. Pero es de los buenos, sólo está un poco pisado y eso puedo perdonarlo.

Me pregunto si saldrá hoy. Me debe más de una visita y lo sabe bien, por eso se fuga entre oscuridades e ignora el humo de mi respiración en un intento de declarar que no vemos las mismas luces ni dormimos (o fingimos hacerlo) bajo las mismas estrellas. Un taxi, de faros amarillos, se detiene bajo el escrutinio de la luz blanca. Ella se baja del lado izquierdo, frente a su puerta color esmeralda consumida por el óxido. La veo de lejos, mi lámpara, esta luz naranja, me hace sentir lejísimos. Inalcanzable en un sentido totalmente desesperado. La miro. Y ella elige no verme.

Soy transparente, huelo a veneno para rata comercializado y la luz no me beneficia. La puerta cierra con un rechinido y el aleteo del aluminio al vibrar. Su luz blanca no me deja ver nada desde aquí, deslumbra, me aleja, me deja. Me voy.

Ya me debe tres visitas. Aunque nunca acordó ir a verme.

Cierro los ojos porque quiero difuminarme; a veces me gustaría ser de esas partículas de polvo que las personas sólo observan a contraluz, atrapadas (de mentira) en un rayo de sol. Intocables en la realidad. Si yo fuera una partícula escapista, de esas incapaces de precipitarse y complacientes ante las corrientes de aire, cargaría con el sol a la espalda y sería tan olvidable como el atardecer de un viernes sin acontecimientos.

Quizá ya soy un pedazo de polvo, nada me dice lo contrario. Aquí y ahora no me siento como nadie, como nada. Cuando otro auto pasa frente a mí a más de cuarenta por hora y con eso levanta una nube de tierra que se me pega, decido marcharme. Piso los bordes difuminados del ámbar y la oscuridad me traga. Huelo a taco, a tierra y a foco fundido.

Vuelvo a abrir los ojos bien sólo cuando ya no los siento terrosos, me estoy acercando al blanco deslumbrante sin darme cuenta. O no. Sin reparar en ello, sin pensar dos veces. Un segundo estoy por allá, siendo una mota de polvo; al siguiente estoy aquí, siendo un intruso.

Retomo el control cuando el primer rayo de luz artificial me toca, no quiero estar aquí. No de nuevo. Como un adolescente a punto de dar serenata bajo la ventana incorrecta. Yo no soy ninguna de esas cosas, ni adolescente, ni enamorado, ni talento musical. Ni vivo. Las motas de polvo me tragan, pues no somos igual de densos y, en este punto, ellas traspasan la realidad con una facilidad asombrosa. Una carente en mí.

–Tengo guardado en el bolsillo el bigote de tu gato.

Digo eso al instante, en cuanto abre la ventana para dejar a entrar a dicho gato, callejero y sin modales, a su habitación iluminada sólo por el proyector de estrellas. Antes ya era grave, pero bajo Andrómeda soy todavía más transparente, menos real. Más espectro electromagnético que humano. Hace tiempo dejé de serlo.

–Pues el jengibre ha estado muy caro –responde, sin cerrar la ventana a pesar de que en esta época del año abundan los mosquitos.

–No quiero hacer brujería.

–¿Entonces qué haces aquí metido? –Le miro el perfil porque el otro día (quizás, la verdad el tiempo no sucede cuando estás muerto) me di cuenta de que la muerte sí es olvido. No de quien muere, pero de los vivos. Y yo no me pasé diez años de mi vida descubriéndole los lunares en las salidas al balneario para olvidarlos en nueve meses de jugar al limbo de la inexistencia, ¿verdad?. Ya habíamos hablado de esto.

–¿Sobre embrujar tu casa? –digo.

–Sí –responde, descontenta. Y sobre jugar con los límites de la vida.

–Bueno, grandes noticias, ya traspasé ese límite –ironizo. Sucede que al final te mueres y hoy estoy menos fresco que ayer, entonces ¿me invitas a pasar la noche?

Ella, con su gato rondándole las piernas y los labios fruncidos (como anciana), reprocha: –Antes no eras tan tétrico.

–Ah, ¿te refieres a hace dos meses? Sí, ver la vida pasar en un estado de eterna lentitud no es precisamente un retiro espiritual. –Ahora soy yo quien reprocha, pero el patrón cambiante del reflector me roba la seriedad cuanto titila y mangonea a su antojo los restos de energía de la cual me compongo. Debí elegir la otra opción, la semilla de ficus o esa otra, la corriente de río. La luz es demasiado complicada.

–¿Contaste los días? –Ella sabe que así debió ser, porque también sabe los detalles de estar muerto, pasmado en el tiempo.

–No –miento. Lo sé porque la gente ya dejó de ponerse dos chamarras al salir de casa. Es primavera, ¿no?

No me responde, porque no hay nada para decir. Se me están pasando las estaciones, o no: ya nada me está pasando a mí. Estoy aquí y el mundo sigue, mientras yo permanezco en un rayo de sol o en una estrella falsa.

–Feliz cumpleaños –digo para llenar el silencio (también pude haber elegido la onda de sonido y viajar a través de canciones de pop veraniegas). ¿No es una tragedia que seas piscis?

–Tú no crees en esas cosas.

Me río. –Tampoco creía en los fantasmas.

Ella cierra la ventana, haciendo extensiva la invitación. Hoy puedo quedarme aquí, ella va a dejarme vivir en sus estrellas una noche.

–Sigues sin ser un fantasma –reniega. ¿Qué te dijo Dios cuando lo viste?

–Oh, sabes que eso no fue así. –Pero se lo cuento, le digo todo de nuevo porque es una tradición. Hace nueve meses asaltaron la taquería de enfrente (la de los tacos baratísimos y de dudosa procedencia) y desde entonces ella dejó de hacer esa broma, porque la pistola no era falsa ni la sangre salsa roja.

A la mitad de la historia hay apagón. Lo último que veo es su sonrisa y hago un recuento rápido de sus lunares. Yo ya no soy nada, pero ella seguirá siéndolo todo y por eso debería dejar de pararme bajo su luz blanca.

Muere la luz, yo me voy.


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