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Por Camila R. H.

Puebla, México, 08 de marzo de 2021 [02:02 GMT-6] (Neotraba)

El sábado se presentaba con un calor abrumador e insoportable. Sobre todo en mi habitación, la cual se esmera en ser el cuarto más caliente de la casa. Con el sufrimiento en mi espalda e ignorando campantemente mis responsabilidades, decidí comer algo, fresco de preferencia. Cedí finalmente a la petición de mi madre –presente durante toda la semana– y me decanté por una toronja. No con mucho gusto, pero el día anterior me comí la última manzana. No había más opciones.

Con una mueca abrí el refrigerador para tomarla.

Volví a mi habitación con una servilleta y una toronja, el sufrimiento y las responsabilidades pisándome los talones. Me senté en el escritorio, poniéndole tanto esmero como le pone alguien a pelar una toronja cuando no quiere hacer nada más. Por si las dudas, eso es mucho esmero.

Previendo su amargura, separé cada gajo de su membrana, porque parecía que había tiempo para eso y más. Pensé en lo sencillo de hacerlo cuando quieras y en cuánto me gustaría sólo hacer eso, por la eternidad, si se podía. Pero nunca se puede.

Extrañamente dulce, la toronja explotaba contra mi lengua, enmelándome las manos e impregnando su aroma en la mezclilla de mi pantalón cuando sus gotas se estrellaban contra la tela, absorbiéndose sin siquiera dejarme reparar en ello. Pero su dulzura no me permitía tener una mejor opinión sobre ella y, aunque no lo estuviera, hacia muecas al comer un gajo como si supiera amargo, recordando las otras muchas toronjas que sí lo fueron.

Me pregunté entonces por qué comía una toronja, dificultándome la vida, amargándomela. No encontré una respuesta satisfactoria, convenciéndome finalmente de que, después de todo, el recordatorio diario de mi madre sobre la presencia de las toronjas en el refrigerador había hecho mella en mi subconsciente.

Quizá había otra razón, otra por la cual la disfrutaba y no sólo porque estuviera inusualmente dulce. A menudo la vida es decepcionante, como asistir a tantas clases en línea y terminar el día con una sensación de asco y la cabeza retumbando por oír seis horas seguidas la estática de un micrófono. De esos días, la sensación permanente en mi boca es de amargura, tan amarga como para no tener comparación con la toronja.

Y, tal vez, explotar un gajo amargo en mis labios pueda opacar el rastro de esos días interminables. Recordándome así cómo a veces sólo necesitas un descanso, junto al calor del mediodía, un montón de responsabilidades aplazadas y una toronja a medio comer para decidir continuar. Aunque la semana depare en más días eternos de estática inagotable.

Optimismo, creo que se llama.


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