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Por Camila R. H.

Puebla, México, 13 de febrero de 2022 [01:25 GMT-5] (Neotraba)

Se da cuenta de que está despierto porque el aire, de repente, no le llega bien a los pulmones y es capaz de pensar “el aire no me llega bien a los pulmones”. Lo siguiente es despegar los párpados, rompiendo así el pegamento de las lagañas y enfrentándose al techo pintado en blanco de su habitación. Como cortina de metal, los ojos se le caen de nuevo.

La lengua está pastosa dentro de su boca, lo cual suele pasar cuando respira toda la noche con la boca abierta. Además, el cuarto está lleno de una bruma que combina el calor de las cobijas, el calor del calentador eléctrico y el calor del gato dormido, haciéndolo casi insoportable (y al mismo tiempo irresistible) a esas tempranas seis de la mañana. Se relame los labios, mientras intenta respirar por su nariz tapada gracias a la resequedad del aire. Las dos cosas se ejecutan mediocremente y él decide levantarse de una vez.

Cosa que no hace porque, cuando abre los ojos por segunda ocasión, descubre la razón tras su dolor de costillas y su mala respiración. El gato duerme sobre su pecho, ignorante de su sufrimiento, caliente como compresa. Se pregunta cómo sobrevivió a la noche con ese gato ahí, esas cuatro cobijas gruesas y ese calentador que zumba. Es invierno, se otorga.

—¡Ya levántate! ¡El boiler está prendido! —la voz apresurada de su madre retumba contra la puerta cerrada—. ¡Y ya no te bañes tan temprano porque hace frío!

En eso tiene razón. Aunque ¿cuándo no la tiene? Debe dejar de arriesgarse a pescar un resfriado, no carga con el mejor sistema inmunológico de esa casa. Arrastra las cobijas (y al gato) fuera de su cuerpo, topándose con el ambiente mal templado de la habitación. El calentador apenas le alcanza para la cama y, según su abuela, eso algún día acabará por matarlo.

Se quita el pijama, el cual está medio sudado porque tiene el calor mal distribuido y lo deja caer a partes en el cesto de ropa sucia. Ya lo recuperará cuando sea hora de dormir, ¿no? La piel se le pone de gallina al no darle ni un momento para procesar el cambio de temperatura y cuando pasa los dedos por la textura nueva le da un escalofrío incómodo, recordándole por qué no le gusta comer pollo. Ni verlo ni olerlo. Eso lo lleva a pensar que ya se distrajo, y como no se ponga las chanclas pronto va a hacer enojar a su mamá.

Se ata la toalla a la cintura y se mete al baño.

El agua está lo suficientemente caliente como para hacerle olvidar sus preocupaciones más inmediatas. Pero se olvida demasiado y si el agua no fuese capaz de enfriarse quizás jamás saldría de la ducha, aunque su madre siguiese llamándole la atención por la eternidad completa.

—¡El desayuno se te va a enfriar! —escucha a partes debido al retumbar de las gotas repetitivas.

Nota cuánto odia el invierno, mucho más de lo esperado. ¿Por qué todo es capaz de interrumpirse? ¿Y por qué todo es capaz de enfriarse? ¿Y no puede ser otoño para siempre? El otoño es aburrido, él mismo es aburrido. Eso está bien.

Puede ser un árbol en proceso de secado durante el otoño. Ahí está la clave: en estar casi seco, pero no del todo. Y el invierno sólo es cruel, despiadado y helado.Es cuando el pasto ya no es verde.

Su habitación ya no es templada. Él ya no es feliz.

El vapor del agua lo sigue por el pasillo de la casa, el resto se condensa en el techo del baño, formando gotas pequeñitas que nunca se secan. O él imagina que nunca lo hacen. Le gusta eso. El limbo del nunca.

El existir para siempre cuando nadie te ve. Él no sabe si las gotas se secan porque no las ve hacerlo, sólo entonces puede elegir creer cualquier cosa. Incluso si esta cosa no tiene sentido. Los sinsentidos están permitidos en su universo (personal y exclusivo) pues, de alguna forma, lo dejan existir en paz.

Si nada tiene sentido, si el otoño es aburrido, si el frío es tolerable y si finge estar presente, puede vivir como una persona normal con una rutina normal y una química cerebral normal.

Hace su mejor esfuerzo por secarse bien el cuerpo bajo el juicio de los ojos entrecerrados de su gato. Bueno, ni es su gato, es el gato de la vecina quien no se digna a darle de comer ni a ofrecerle un techo. ¡Y es invierno! Como él no tolera la crueldad y como no puede entender a quien sí la tolera, lo hospeda en su rectángulo de metros cuadrados siempre que puede.

¿Podría decirse que casi es su gato? También le gustan los casi.

Casi esto, casi lo otro.

Casi está bien, casi no tiene frío, casi no quiere al gato.

Los casi le permiten mentir sin sentirse culpable consigo mismo. Porque, en realidad, no está mal en un cien por ciento, tampoco está muriendo de hipotermia y definitivamente no se desvive por ese gato.

Aunque algo sigue fallando en su razonamiento de niño de tres años.

Y es que sí se desvive por ese gato. De no ser así, no le habría permitido el atroz acto de despegar las estrellas fluorescentes que le compró su mamá en un catálogo de cosas del hogar y lociones baratas (las de olor a pesticida). A los gatos no les importa nada, ni siquiera los cuerpos celestes falsos adheribles a la pared con cinta doble cara. Y a él no le importa que no les importe nada.

Lo deja reposar en sus cobijas calientes tras darle un beso en la frente y se lleva para el viaje, además de un regaño matutino de su madre, el sonido reconfortante de un ronroneo bien ganado.

Casi no quiere al gato. Pero, por si acaso, le miente a la vecina cuando ella le pregunta si ha visto a Patas. “Tal vez ya hasta se escapó, como hacen los gatos cuando quieren”, le ofrece a cambio.


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