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Por Camila R. H.

Puebla, México, 29 de marzo de 2021 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Mi abuela vive en un departamento prácticamente vacío. Es como un espacio sin tiempo, una laguna. Está en el piso de en medio, pero no podrías decirlo con seguridad porque, cuando estás dentro, pareciera que no hay arriba ni abajo. La tele capta apenas unos cuantos canales y ni siquiera el aire hace ruido al correr, pero siempre está corriendo; me despeina el cabello, pero nunca llega a molestar. Parece ser mi único amigo.

El silencio es abrumador, nos nubla el pensamiento cuando hay una pausa en la conversación. No pasan autos y las demás puertas nunca se abren. Ahí no pasa nada. Es diferente al resto de los lugares, es como si quisieras quedarte ahí para siempre pero también irte tan pronto como fuera posible.

Las personas son meras historias en la boca de mi abuela: la señora que corta el cabello, la presidenta del fraccionamiento, incluso los gatos lo son. Un día vi a uno, pero bien pudo ser una alucinación. Es como si las personas se activaran cuando estamos cerca, robots cuyo objetivo es caminar por las banquetas o atender la tienda. Es extraño y no paro de decírmelo, pero tampoco de disfrutarlo.

El mundo real es ajeno a mí y lo detesto. Vivo en algo parecido a una simulación, salir de ella es un martirio. Mi mundo consta de pocas cosas, pocas personas, es muy poco, algo con lo cual puedo lidiar porque lo conozco bien, casi de memoria. Sé dónde está cada gato a determinada hora del día; sé por qué Wil maulla; sé cuándo es la hora de comer; sé dónde se guarda el café. Y sé, sobre todas las cosas, cuán seguro es este lugar. Afuera es impredecible y eso nunca va a dejar de disgustarme.

Pero el edificio de mi abuela, con sus escaleras estrechas y sus decoraciones anticuadas, es la calma en su expresión más pura. El silencio atronador lo envuelve todo, dejándome con una sensación de sequedad. No está mal, no del todo. De esa forma, en la sobriedad absoluta de un lugar donde nada pasa, no debo pensar mas allá de si la planta de la abuela está triste porque le falta sol. A veces ni siquiera debo pensar, me siento en aquel sillón naranja y siento el tiempo escurrirse con la lentitud de la miel.

Pero lo peor, lo que más odio de ir al departamento de la abuela, es el regreso, parecido a lanzarse de cabeza a una piscina llena de agua fría. Volver al caos de una ciudad, con autos, polvo por doquier, calor y muchas, verdaderamente muchas personas. Todo se amplifica: tres veces más ruidoso, tres veces más insoportable.

Respiro con fuerza, rogando por volver a mi simulación y nunca más salir de allí.


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