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Por Camila R. H.

Puebla, México, 30 de julio de 2023 [00:05 GMT-6] (Neotraba)

Ella está riéndose con esa mueca enorme en el rostro que le permite producir carcajadas capaces de hacer retumbar las paredes y acallar el mundo alrededor nuestro. Cerca de su lunar (el del borde de los labios) tiene una mancha de cátsup porque se esmera en comer como si estuviera en uno de esos concursos absurdos y da mordidas de pitbull y se llena los cachetes como hámster enjaulado. La miro con cuidado, porque la gente sólo mira con cuidado aquello con el potencial de saltarles a la cara en cualquier momento para arrancarles la piel, mientras recolecto los pequeños detalles colaterales de cada una de sus carcajadas.

El sonido me hace eco en la caja torácica, es tener un tambor interno y golpearlo como llamando a batalla. Y también están las arrugas al lado de sus ojos y el enmarcado en sus labios gracias a los surcos de su piel, los hoyuelos, las lágrimas del esfuerzo, la concentración de sangre, el abdomen tenso. Cuando se ríe da miedo, cuando se ríe amenaza. Cuando se ríe es bella.

Y yo miro la capacidad elástica de su rostro como un gato mira una pecera por primera vez. Embobada, supongo. Y maravillada. Y expectante porque la barrera de cristal me separa de mi deseo más grande (recién descubierto). Es un acto de observación brutal e intento comerme el resto de mi comida basura con ánimo para aparentar normalidad. Aunque acaba de atacarme la noción de alienígena (e imposible) de querer algo tan efímero como una carcajada de manera permanente.

Pero no quiero la carcajada, no quiero las ondas de sonido capturadas en una gráfica para luego poder medir las caídas y los levantamientos. Quiero esto en un bucle que no me enloquezca, lo cual, corroboro, es imposible. Porque si los bucles no enloquecieran, el mundo no cambiaría el top de canciones más populares cada semana. No se agotarían de la vida y su rutina y las personas dentro de esa vida. Yo, en realidad, no quiero un bucle.

Quiero esto, pero con un aspecto permanente. Lo cual quizás sólo signifique que: uno, no me gusta el cambio; dos, estoy perdiendo algo a lo cual me aferro con garras y dientes; tres, enloqueceré gracias a esta imagen con movimiento (como un gif) tarde o temprano.

–Voy a adoptar un perro –dice, poco después de su última carcajada. Cuando me vaya.

Levanto la cabeza, tal vez hasta muevo las orejas como perro porque así (seguramente) querrá llevarme consigo y frunzo el ceño.

–¿Un perro?

–Sip. Se limpia la boca con el dorso de la mano. –Mira.

Y me muestra en la pantalla de su celular fracturado la foto de un cachorro café, muy café, todo café y con cara de ser al menos cincuenta y cinco por ciento pitbull (es decir, mayormente). El perro busca casa o le buscan casa al perro justo donde ella se dirige. Hecho a la medida. Predestinado. Inevitable.

–Un perro –digo.

–Exacto, me hará compañía, ¿no? Además, se me daría bien tener un perro, lo presiento.

Deshago la servilleta entre los dedos. –No sé, no soy muy de perros.

–Cuando conozcas a mi perro te caerá bien, ya verás.

Suspiro.

–Eso considerando que volvamos a vernos, ¿no?

Me dirige una de sus miradas de hartazgo y lo acompaña con un tsk de lengua mal disimulado.

–¿Por qué tan pesimista?

Me encojo de hombros como si no tuviera suficientes razones.

–¿Por qué será? Sólo se me ocurre que te mudas al otro lado del mundo.

–Del país —corrige.

Quiero decirle qué más da la distancia si, al fin y al cabo, queda lejos y lejos ya es imposible en este escenario de nuestra amistad. Y si se va y adopta un perro café (tan café) y de repente se vuelve quien siempre ha querido ser, yo fingiré estar feliz por ella. Puede que hasta esté feliz por ella de verdad, pero ya no le va a importar porque, bueno, se habrá ido lejos y será la mejor versión de sí misma y yo no.

Yo nada de lo anterior. Yo nunca voy a tener un perro.

–Los pitbulls son inquietos.

–Eso es un estereotipo –rezonga. Y yo también soy inquieta, nos llevaremos bien –dice, convencida de su primera adquisición. Va a adoptar un perro antes de conseguir un sillón. –Por cierto, no es pitbull.

–Tiene toda la cara –digo, porque es verdad y porque quiero tener la razón.

–Ni tanto.

Ella tiene una boca inquieta, siempre ocupada en algo que varía desde reírse hasta morder (como haría un perro latoso) el palo de su paleta y marcarle los dientes por puro ocio. Sello una caja más con cinta canela mientras escucho sus dientes contra el plástico masticado, volteo a verla y me pregunto no por primera vez en el día por qué yo estoy ayudándola a mudarse lejos de mí. Quizás no entiendo la amistad o soy egoísta o ambas y por eso no soy capaz de deshacerme de la sensación traicionera de su huida.

Debería tirar mi amargura junto a sus playeras viejas y cartas de amantes pasados, debería empezar a empacar mis sentimientos en mis propias cajas para almacenarlos debajo de la cama o en una repisa alta o en cualquier otro lugar donde puedan empolvarse a gusto. Así, cuando ella me mande la primera (y última) foto de su perro café, yo me recordaré revisar mis antigüedades almacenadas por puro amor a la acumulación y elegiré tirar esas cajas sucias.

Ella, de hecho, no está huyendo, está persiguiendo algo (algo como sus sueños y sus metas en la vida). Y esas dos cosas son autoexcluyentes, pero, al mismo tiempo, me parece que sí está huyendo de otra cosa, de mí y mi sentimentalismo acartonado. Lo cual, cuando uso mi nivel de empatía, entiendo; y desentiendo en cuanto el aroma del plumón permanente con el cual escribo me dopa el cerebro.

Dejo la caja de discos, películas piratas y unos cuantos libros (incluyendo la biblia que los testigos de Jehová una vez le dejaron en la puerta) sobre la caja recién empaquetada de su vajilla incompleta y desigual. Planeo seguir con mi trabajo de fletero obligado porque tengo una ética laboral infalible y porque si sigo debatiendo qué tan mal se me da ser una buena amiga, quizás acabe redefiniendo toda nuestra relación.

Vacío la totalidad del clóset en una caja de huevo (resistente y con un olor indefinible) y de entre los pantalones cae un libro, delgado y gastado, que no debería estar ahí porque ya sellé esa caja y si algo se me da bien es clasificar objetos. Recojo el libro mientras una queja empieza a formularse sobre mi lengua.

–¿Por qué guardas libros en más de un lugar? –digo.

Ella levanta la cabeza, el palo de paleta aún asomado entre sus labios.

–Bueno, es un libro especial.

–¿El lugar de los libros especiales es entre la ropa que no usas?

–Exacto, puro sentimentalismo. Extiende la mano para quitármelo, yo, por puro instinto, leo el título.

Me río, sin querer hacerlo o sin querer evitarlo y digo:

–¿Guardas este libro?

Porque cuando le regalé un libro a los doce, no esperé que lo leyera ni, por extensión, encontrármelo el día de su mudanza muchos años después.

–¿Tú qué crees? –responde, irónica.

Lo abro para hojear los márgenes y revivir los dibujos hechos con pluma azul, los muñecos de palito chuecos me saludan y en medio, como separador, me encuentro un boleto.

–Eso era una sorpresa –dice, cuando se da cuenta de mi cara.

–¿Un boleto? Ya sé que te vas.

–Ese no es mi boleto, tonta –responde. Ese es tu boleto, por si quieres conocer a mi perro café algún día.

–No algún día, el día de tu cumpleaños.

–Claro, es un regalo de mí para mí.

–¿Yo soy el regalo?

–Bueno, no seas tan egocéntrica –alega. De hecho, es un regalo para ti: conocerás a mi perro.

–A tu perro pitbull –digo por decir algo. Creí que nunca más nos íbamos a volver a ver.

Ella se ríe y sí, el sonido es tan amplio como siempre, tan grande que rebota contra las paredes del departamento casi vacío, llenándolo tan fácilmente como para recordarme por qué un bucle como ese no me enloquecería. Quizás sólo me haría llorar un par de veces al día, pero todas las personas cuerdas lloran.

–¿Por qué al irme te olvidaría inmediatamente? –pregunta, con la sombra de la carcajada en los labios.

–Bueno, en principio porque decidiste irte en dos días y porque te vas lejísimos y porque, viéndolo bien, no tenemos muchas cosas en común –escupo. Y porque tendrás un perro y seguro no me caerá bien, ni yo a él para ese propósito.

Levanta la caja (una miscelánea, lo que mayormente significa que le dio flojera organizarla) y la acomoda con el montón, al acabar se da la vuelta, me mira, se ríe y camina en mi dirección. Con una mano sobre mi hombro dice:

–Si tuviéramos cosas en común no habríamos sido amigas nunca –dice. Y mi perro te caerá bien.

–Es un pitbull inquieto.

–Tú, en realidad, no sabes eso –afirma. –Además, yo también lo soy y te caigo bien, ¿no?

–Quizás.

Me sacude cuando agita la mano sobre mi hombro.

–¿Entonces?

–¿Entonces qué?

–¿Irás a vernos?

Destapo el plumón permanente (el olor me nubla el juicio) y escribo en la caja “ropa (y sentimentalismo)”, también contengo el salto de felicidad porque aunque a mí se me da mal la amistad y soy una persona rencorosa incapaz de deshacerse de las cosas en desuso, o sea una acumuladora de emociones; ella parece ser mejor en esto, en todo esto y por eso, creo, no se permitirá olvidarme.

–¿Cómo se va a llamar el perro?

–Tomaré eso como un sí.


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