¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Camila R. H.

Puebla, México, 05 de agosto de 2020 [01:08 GMT-5] (Neotraba)

Me gusta decir que no tengo amigos, que sólo es uno. Podría ser cierto: mi bandeja de mensajes tiene un nombre recurrente, le pertenece a quien lee los borradores más absurdos, versiones merecedoras de la papelera. Cuando me quedo sin ideas me quejo con ella y nunca me da una solución. Con el apoyo moral basta. A veces ni siquiera me deja rendirme y yo me rindo muy fácil. Hay días enteros en los que no tenemos nada para decirnos, pero su nombre sigue al principio de la lista, sólo tengo una amiga.

Suelo sorprenderme a mí misma al darme cuenta de lo mucho que me puede importar una persona, de estar inigualablemente feliz y sólo querer contárselo, o estar irremediablemente triste. Y darme cuenta que no es imposible evitarlo.

Por eso merece la pena estar despierta, mi mejor amiga cumple años.

Son las 11:30. Una película se reproduce en mi celular y, además de la luna, es la única luz que ilumina mi habitación. A mi lado, mi laptop ronronea casi tan fuerte como el gato dormido en mis piernas. Debo esperar hasta las doce, pero dudo poder hacerlo, los ojos me arden por el sueño. ¿Si tomo un descanso me despertaré a tiempo? Prefiero no hacerlo.

Mi cuerpo está expectante, deseo que todo lo planeado salga bien. Incluso ignoro el último mensaje que recibí, el de la persona que cumple años el catorce de julio y por la cual estoy trasnochando. Qué difícil es no dormirse. La media hora restante se extiende como si mi emoción frenara el paso del tiempo.

El regalo empecé a armarlo hace como dos meses. Tal vez porque no tenía nada mejor que hacer, tal vez porque me gusta hacer regalos. Pero ahora está programado, a minutos de enviarse por correo electrónico.

Cuando el reloj de mi celular marca las 11:55 despierto a mi computadora (y quizás también al gato), quiero verificar que el correo se envíe. Tres pestañas están abiertas en mi navegador, me sorprendo al ver que sólo ha pasado un minuto. La espera es larga. No tengo nada que hacer cuatro minutos enteros, por lo cual, sólo me queda esperar con el celular en la mano y sin la película en él. Pienso qué tan bueno será mi regalo; lo es, confío en ello, pero quién sabe.

La euforia recorre mis manos al llegar las doce: tan rápido como pueden mis dedos, escribo mensajes de felicitación y mando imágenes previamente preparadas. Todo va bien, creo. Los correos se enviaron, las cosas se publicaron.

El regalo fue lo suficientemente bueno. Fue lo suficientemente especial, y eso quería. A diferencia de la media hora anterior, los minutos pasan corriendo al relajarme, decido dormir para levantarme temprano. Me despido, apago la computadora y dejo el celular cargando. Valió la pena.

Y si debo dar razones —porque me gusta justificarme—, diría que esa persona es indispensable en mi día a día. Ya sea porque es la única con la que hablo, aunque no sea más que un intercambio de quejas o porque de alguna forma obtuvo toda mi confianza.

La vida se hace más sencilla al recordar que su presencia me hace compañía y apaga mi soledad. La cual pocas veces llega a molestarme, pero agobia particularmente al decidir quedarse en el fondo del pecho, detrás del esternón y extender su estadía.

La soledad se apropia del espacio y yo se lo permito, por eso me tranquiliza tener a alguien a mi lado: volver a casa con ella mientras hablamos de nuestros horribles días. Haciéndolo como si nadie más estuviera ahí, aunque lo estaban y probablemente nos miraban extrañados. Yo sabía que lo hacían pero no podía importarme menos, eso estaba bien, yo estaba bien.

Decidir qué es lo que quiero hacer de mi vida es atemorizante, quizás porque mi indecisión es enorme y le temo a las cosas nuevas, por eso cuando estoy asfixiándome con el futuro me doy cuenta de que éste siempre es de dos. Tal vez dos personas fracasando, pero juntas. Riendo de nuestras tragedias, como siempre hacemos. No conozco el futuro y de cualquier forma creo que éste cuenta con ella, lo cual significa que yo cuento con ella. Eso siempre está bien.

No importa si fracasamos al estudiar humanidades y tampoco lo hace si estudiamos química y somos sólo medianamente felices. Seguramente es mentira, pero me gusta creer que ayudo a postergar las crisis, a pesar de que postergar es lo peor que podría hacer (y también lo que más me gusta hacer).

Posiblemente la mitad de las cosas que se pronuncian desde nuestras bocas sean absurdas, cosa que entiendo, pero que también disfruto. Disfruto reír a carcajadas de cosas que sólo nosotras entendemos, mientras cruzamos la calle con un helado en la mano. Helado de vainilla que nos turnamos para pagar. Según recuerdo la próxima vez me toca a mí.

Ahora tiene dieciséis años y espero que no la pase tan mal, pero si lo hace, ahí estaré; de eso se trata la amistad, supongo.

La preparatoria no es demasiado divertida cuando no sabes socializar. Por eso cada rato libre busco hablar con la única persona que conozco en ese lugar, aborrecer las clases e ir a la biblioteca. Porque es calentita y porque hablar entre susurros nos parece extremadamente divertido, recorrer los pasillos en busca del libro que abre el pasadizo secreto.

Tendría que haber un pasadizo y si no lo hay, imaginaremos que sí, porque pasamos mucho tiempo soñando, dicen que es gratis. Yo creo que gastamos ese privilegio, ahora tenemos una deuda por soñar tanto.

El catorce de julio ya pasó, pero mi emoción ante tener alguien que me resulta tan especial nunca estará demás. Con suerte, el futuro no será horrible y será para dos.

¿Te gustó? ¡Comparte!