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Por Camila R. H.

Puebla, México, 19 de abril de 2022 [12:41 GMT-5] (Neotraba)

El mediodía es devastador sobre el pavimento de la Once Sur, su sol empaña la vista con la niebla del despiste y el calor de la primavera caótica. Ella, tras una jornada de misteriosos trabajos, se sube en el primer Metrobús medio vacío que ve; como un mal chiste del universo primaveral, éste la recibe con una oleada de sudor en condensación y bochorno acumulado.

Es un horno sobre ruedas que no tiene la NOM y ni con las ventanas abiertas se le baja la temperatura. De hecho, el viento parece arrepentirse en cuanto entra, impulsado por la velocidad (insuficiente) y asqueado por los rostros de desilusión colectiva.

Desde el comienzo de marzo se ha hundido en la vorágine del desprecio en contra de la acción básica y necesaria de volver a casa. No hay ningún problema con su casa, en comparación a todos los demás sitios, ése le encanta, pero la vida se le dificulta cuando debe escurrirse entre cuerpos verticales, anclados al piso del camión como si tuvieran pegamento en las suelas y también tienen la habilidad de reducir el espacio de diez centímetros a unos inexistentes dos.

Eso no le basta para moverse, entre tubos de agarre, para encontrar un lugar seguro. Ni siquiera porque es diminuta, casi literalmente.

Por eso, cuando el jueves llega, con la tentación de su semana laboral acabándose y el cansancio acumulado de cuatro mediodías seguidos, se descubre aliviada de subirse a un camión despejado. De esos donde no hay que apachurrarse, ni empujar.

Sólo pasarse de un tubo a otro. Así de simple.

Y aunque el aire sigue irrespetando esa atmosfera, ella se siente feliz. Se apropia de su lugar con una mala cara necesaria para los viajes en Metrobús, convirtiéndose en otro más de los aditamentos diarios de una rutina. De un transporte público. La inmovilidad del interior se convierte en la realidad de la vida.

Ella va a algún lugar (a casa), pero no está moviéndose. Y se deja ser, le quita la importancia a descubrirse como es, aunque tiene claro cuán mala idea es permitirse la libertad en el rectángulo con asientos grises y ocho ventanas paralelas. No es un crimen, pero sí una sentencia de muerte.

Ella es una mariquita que viaja en transporte público.

Y yo también.


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