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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 18 de abril de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Vayan a más conciertos independientes para que no me esté quejando tanto: https://www.youtube.com/watch?v=1RpLlnE4Ei4

Un calor del demonio se deslizaba entre una capa de plástico y fierros sobre el techo. El mediodía –siempre mediodía– de un sábado abraza la presentación de una banda emergente en un edificio viejo; yo escribo en una libreta azul que se quedó con las ganas de albergar una novela, espero algunas amigas y trato de despejarme para no pensar en lo que ocurrirá en algunas horas. Cuento anillos con la silueta de una pintora mexicana, arcos que se persiguen tras las columnas, ventanas sin abrir, puertas a medio cerrar, una biblioteca antiquísima y un fantasma de bronce que aviva una resistencia apagada desde hace un par de siglos.

Veo desde la baranda exposiciones de fotografía y pintura que parecen no salir de lo estrictamente colonial. Toros corneando, rocinantes de crines anchas, vanguardismo abstracto, colores y luces tan extranjeras que poco tendrían que ver con El son de la negra, sonando en el traspatio donde practican danza folklórica. ¿Los espacios de cultura excluyen?

No deberían. El mismo Palafox, quien dejó sus libros a disposición de todo aquel que lo necesitase, quedaría extrañado –tal vez más por el hecho de ver la ciudad sin río y afrancesada en una parte que no existía. Y sí, hay danza folklórica y reconocimiento de una Puebla fuera del Centro Histórico –al menos en una foto como de propaganda–, pero no un espacio que nos haga sensibles al horizonte que siempre nos observa desde la otredad. ¿Pues que no era una casa de cultura? ¿Qué cultura permite que una banda de rock alternativo dirigido a un público joven sea disfrutada por otros grupos demográficos? ¿La cultura excluye a las nuevas generaciones así como a grupos demográficos pequeños? ¿Para la pseudocultura los nuevos son minoría? La respuesta puede ser muy larga o muy corta, depende de quién lo responda –así como su afinidad a la política–, pero en general se debe a dos partes contrastantes en el discurso de la vida cultural en cualquier parte: lo cercano y su atención.

Una casa de finales del siglo XVI, por ejemplo, es una cosa que parece muy alejada del sonido de baterías y guitarras eléctricas; sin embargo, ambas cosas tratan de taparse una a la otra. Vibran las vigas, vibran las sillas de aluminio, vibran las gentes que se dividen entre turistas, residentes y muertos. Mientras que en la Feria del Libro –en otra casa de muertos, sólo que jesuita– la atención se la llevan títulos ruidosos que nos preguntan quién se ha llevado nuestro queso. Cercanía y atención. Calor y platillos conmocionantes. Un juego absurdo entre lo que es y lo que debería ser.

Quizás no me pregunto mucho sobre la perspectiva de alguien foráneo porque no comparto sus mismas inquietudes, pero me causa ruido que la única presencia de inclusión esté en una fotografía puesta como fondo del cómo se hacen las artesanías –demeritando, de paso, lo que puede o no hacer alguien fuera de la capital.

El bajista se recoge el cabello y puedo intuir que se le atoró entre los dedos por sus gestos, me levantó un momento para tomar algunas fotografías del lugar. Pinche infierno –me digo. Puertas amplias y barrocas a morir, ventanas altas con palomas cagando por ahí, probablemente la habitación más fría y contradictoria a lo que refleja la casa entera. Para empezar porque se cobra la entrada a una biblioteca que en principio era pública. Diez o quince turistas bloquean la entrada con sus mochilas caquis, sombreros playeros y su colección de llaveros estereotípicos del Parián –curioso, siendo que vendemos esos estereotipos a propósito de no contrariar la opinión de los turistas. I love Puebla, alcanzo a leer en uno de ellos. Amar duele, según dicen, pero creo que a ellos no.

La tarde avanza, el evento que me come las uñas se aproxima y el concierto está por terminar. Llegan mis amigas, hablo sobre por qué Puebla se le dice de los ángeles, sobre las campanas republicanas que alguna vez subieron hasta la catedral sin ser vistas por nadie –o al menos, nadie que lo documentara. Me preocupa todavía saber que la casa que debería ser de cultura es de exclusión sistemática, una que opta por la atención pero no la cercanía. Una que muy probablemente será comida por la selva de asfalto, en un remolino de intentos por conservar el elitismo, llevando entre sus muros memorias como las del muerto que observa el patio.

Un tal Victor Hugo, exiliado por el imperio y dando palabras de aliento a una patria lastimada por la división entre ustedes los malos y nosotros los buenos. Con las barbas mal recortadas, cejudo, alopécico y muy probablemente sin saber que a Maximiliano lo fusilaron. Y ya que apelaís a mi nombre os repito que estoy con vosotros –dice– si sois vencedores; os ofrezco mi fraternidad como ciudadano, si sois vencidos, mi fraternidad como proscrito. Al final, sus gestos de bronce no hacen más que reflejar que en el patio al que llegan los vestidos largos, zapatos boleados y con clavos en la suela, son abandonados por los turistas que terminaron de carcomer la planta de arriba, sin más interés que el saber dónde está la salida. Al final sí fuimos proscritos como Victor Hugo, y la casa –como tantos museos y espacios culturales– solo es una afirmación de la expectativa extranjera. Una que nos permita vender. Sobrevivir a costa del calor. El silencio.


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