¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)

Puebla, México, 06 de agosto de 2020 [01:11 GMT-5] (Neotraba)

Ojalá aprendiéramos de una vez y por todas cuando la regamos. Pero no sólo somos incapaces de asimilar un suceso a través de la caída, sino que volvemos al hoyo infinidad de veces. O repetimos el patrón de nuestra madre o padre después de recriminarlos.

Algo hay de escatológico en nuestros procesos de aprendizaje, nos parece agradable estar ahí donde, aparentemente, a nadie más les gustaría estar. Una especie de lodazal personal. Eso pienso desde hace unas semanas —vaya descubrimiento— y me pregunto cómo se verá mi lodazal desde afuera, desde la vista de los demás. No es tan grave. O así parece.

Pero, para no hacerla de tos —cofchistemalolocalcof— quisiera hablarles de los beneficios de disfrutar ese pequeño rincón sucio de nuestras almas a la par de dos recuerdos nada importantes. El primero, tiene que ver con la lectura de un libro devorado en mi adolescencia; el segundo, con el anime. Pero antes, un largo rodeo.

Día a día noto cómo cualquiera de mis acciones y gustos es suficiente para ser abducido por la masa pensante: leer tal cosa o ver tal otra nos condena a ciertas sectas sociales cuyo origen desconocemos. En los niveles intermedios de nuestra educación experimentamos constantemente eso, los groupies. Por supuesto, será natural buscar compañía con quienes compartimos ciertas experiencias. Lo no natural son las miraditas de odio que se avientan entre todos.

Mencioné los niveles intermedios de nuestra educación. Ja, me quedé corto. Durante mi estadía en la Facultad de Filosofía y Letras pude observar una gran cantidad de clubes especializados en ésta o aquélla corriente: Continentales, Analíticos, Lógicos, Fenomenólogos, Existencialistas y demás transmutaciones del ser del ente. Aristóteles se cagaría de la risa. Algunos ni siquiera fuimos capaces de armar una tesis, pero levantábamos con orgullo la bandera de nuestra identidad filosófica. ¡Ah! Porque, además, nuestra corriente definía nuestra perspectiva del mundo. Y la única corriente realmente verdadera —y nefasta— era la que corría en nuestros ensayos finales.

El problema: si quitas toda esta baba conceptual, prácticamente te quedas sin facultades de humanidades. Y si quitas el rockeros vs reguetoneros, te quedas sin mercado musical, y así en lo sucesivo. ¿Qué quiere la gente si no un motivo para pelear? Jóvenes y adultos son intolerantes cuando se vacían en preferencias; nadie aceptaría el gusto por la basura.

***

Un par de años después de haber leído La insoportable levedad del ser, un reconocido filósofo escribió en su muro algo parecido a “Milan Kundera es el Maná de las letras checas”. No sobra aclarar que lo secundaron demás voces importantes en el ámbito, escribiendo cosas ilegibles en nuestro sacro santo español.

El pequeño estudiante de filosofía en ciernes se ofendió mucho con la publicación. Aunque más tarde comprendería el porqué de su comentario.

Pasé largas tardes leyendo y releyendo la novela del checo. A la primera de cambio lo recomendaba y, además, era remamerto hacerlo: era un poco la tendencia al afrancesamiento –Kundera vive en París.

Pero, Kundera me salvó la vida en ese momento. Mi profesor-gurú en la Filosofía me lo dio a leer y, muchas veces, frente al tinte naranja de la tarde-noche —su cubículo se encuentra en el tercer piso de un edificio colonial—, hablamos del preciado libro. Sentía el dolor de sus personajes y era impresionante seguir la línea erótica de la lectura.

Recuerdo específicamente un pasaje: la amante del protagonista le dice al oído que quisiera hacerle el amor en un cuarto con paredes de vidrio, para que los transeúntes observaran, se reclinaran sobre las paredes transparentes, pero no pudieran tocarlos. Claro, no lo comprendí.

En entrevista con la radio de la universidad, mi profesor-gurú lo admite como su libro favorito. Es decir, 30 años de leer fenomenología en alemán refuerzan su gusto por la novela de Kundera. ¿No parece contradictorio? Pues no, sus metáforas encajan con una diversidad impresionante de ideas filosóficas. Era la demostración de cómo vida y filosofía hacían clic: el hombre carga su existencia como el caracol a su concha.

Parece ridículo, pero habríamos de desgajar, página por página, sus linderos del pensamiento. Y no encontraremos nada: no es un tratado, es una novela.

Me lo regalaron hace cinco años. El post-it de manzana verde con la dedicatoria ya no está. Quien hizo tan generosa donación a mis lecturas, regresó hace poco. Comencé a leer, de nuevo, La insoportable levedad del ser.

***

Portada de Love is war
Portada de Love is war

Ya era hora de hacerle justicia a las voces chillonas de ojos desorbitantes: el anime. No recuerdo realmente cuándo ni cómo sucedió, sólo un día, frente a la pantalla de la televisión, me pregunté si no era demasiado.

Una de las razones por las cuales el anime me parece tan atractivo es la apreciación tan contradictoria de los personajes. Un alumno problemático —al grado de deshacer pandillas a golpes y salir ileso— de escuela preparatoria de repente descubre la amistad y ayuda a cuanto ser humano se le cruza en la vida. Una chica que no puede comunicarse a través de la voz entabla relaciones sociales con haikús instantáneos. Una pareja de egoístas comienza una guerra para ver quién se le declara a quién primero.

Los japoneses tienen la ventaja de hacer atractivo lo que, a los ojos de los occidentales, es ridículo. Y, aparte, lo hacen con equilibrio. Son paisajistas por naturaleza, se entregan con furor a los atardeceres morados, a las leyendas urbanas, a los bosques y a las tradiciones.

Respecto a lo narrativo, pueden ver miles de ellos, todos con casi la misma trama y no aburrirse. Al menos en los escolares, habrá de ley excursiones a la montaña, vacaciones de verano en la playa, fuegos artificiales, un consejo escolar súper parte madres y los más tiernos conflictos amorosos.

El anime también me salvó. O me salva. Sería larga la lista de recomendaciones y, aunque tengan cierta tendencia a la objetualización del cuerpo femenino, preferiría mil veces ver uno de estos a la nueva caricatura americana. Porque la mexicana no existe. En eso sí llevamos desventaja.

***

No hay una conclusión específica. He descubierto a un ser raro: un tipo atascado de errores, cuyo pensamiento diario es cómo los va a enmendar, mientras escucha a Juan Luis Guerra después de chutarse discos de Yes o de la banda japonesa Lucie, too. Cuida plantas, prepara tierra, da un taller de cuento y crónica. Por la mañana escribe su columna para un periódico, lee la novela del checo y, con probabilidad, comience a leer un libro de autoayuda. Por las noches se pondrá a ver el anime y lo discutirá con su amiguita otaku. Recomendará leer a Martín Caparrós y le recomendarán el manga que pronto llegará a México.

Hagan lo que se les dé la gana para salir de ésta, pero nunca, en ningún caso, se crean su pertenencia a tal o cual grupo. Y, por favor, no me traten de decir qué sí y qué no hacer, porque haré lo que se me dé la gana, como esta columna fea, mientras incurro una y otra vez en mis errores.

Pequeño lodazal divertido, por ahora.


¿Te gustó? ¡Comparte!