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Tiempo y ancianas, Francisco de Goya ca 1808
Tiempo y ancianas, Francisco de Goya ca 1808

Por Luis J. L. Chigo

Puebla, México, 13 de agosto de 2019 (Vertedero Cultural)

Para Chay.

No la muerte sino este pequeño intento del pensar.

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La motivación por el estudio de la filosofía nació cuando Eleazar Navarro compartió conmigo un escrito suyo sobre la muerte, hace 4 años. Fue la institución educativa la que sembró en mí la errónea idea sobre si hay una filosofía más verdadera o auténtica al lado de otras. Por ende, no sabría decir con certeza si hablar sobre la presente temática es viable, pero con ello hago justicia a mi primer impulso en el pensamiento. Se trata de una paráfrasis de los parágrafos 46 a 53 de “Ser y Tiempo” de Martin Heidegger y de un par de ensayos de Emilio Uranga en “Análisis del ser del mexicano”.

Por años he escuchado el juicio bajo el cual se reafirma al mexicano como déspota ante la muerte. Si el mexicano no le tiene miedo, entonces la festeja, se burla, toma al toro por los cuernos. Las coloridas ofrendas, las hojaldras, el papel picado son elementos de esa hermenéutica puesta al servicio de una identidad, presumida al extranjero como representación de su forma de ser más íntima.

Los mesoamericanos le ponían risa y penacho a los cráneos humanos siglos antes de la aparición de la catrina, pero posiblemente sea más difícil identificarnos con esas primeras imágenes. Ocurre que frente a la amplitud de este fenómeno diríamos siempre y en cado caso algo correcto, y en su actual mercado (desde seguros de vida y más recientemente películas) podemos escoger la más adecuada.

Para nuestra avidez de novedades este tema no representa nada fuera de lo común, está en todas partes y es condición natural de la humanidad entera. Es lo que todavía no soy pero está ahí, a lo lejos, esperándome. Acorde a esto, proyectamos la vida como la serie de tareas imaginadas dentro de ella misma, como una suma de pendientes. Acabamos por plantearnos una situación de familiaridad con el final de nuestras existencias.

La voz de la comunidad, empero, separa al problema de su tratamiento auténtico, restringiéndolo por vía de lo cotidiano. Si todos mueren y todo el tiempo la muerte sucede en todas partes, ¿qué tiene de especial la mía? Pero el imprevisto diluye la cotidianidad y al volver la mirada descubrimos, en palabras de Séneca, que “buena parte de ella ya ha pasado”. Porque volvernos hacia la muerte significa “todo cuanto quedó atrás, en el tiempo, ya es de su dominio”.

Probablemente sólo Jesús alcanzó la realización en la vida (consummatum est), pero incluso reclamó ese destino estando en la cruz. Esta idea, la de concretar la suma de pendientes para cuando llegue el final, es objetivo común entre los hombres pues todo el tiempo comparamos la presencia humana con la regularidad de las cosas: el pan caduca en cinco días, este lápiz me debe durar todo el mes, quiero vivir sesenta años. Por ello podemos concluir la necesidad de fenecer en tanto somos materia.

Morir, sin embargo, es una posibilidad; la radical posibilidad de ser yo mismo dentro de mi propia existencia. A diferencia del fruto, cortado sólo cuando es maduro y nunca antes, el hombre puede alcanzar la muerte antes de fenecer, porque esencialmente puede ser lo que todavía no es, trayendo ese todavía no soy a su presente. Muero únicamente yo y no el mundo entero, la vivencia del estar dejando de existir es única e irrepetible. Los demás sólo pueden asistir a mi sepelio.

A pesar de vivir a consideración de la muerte, no tenemos acceso a su naturaleza y nace así la angustia, condición anímica para comprenderla. Este estado de ánimo es fundamental en nuestro ser, es la capacidad de abrirnos a todas las posibilidades de la existencia: nos mueve al futuro cargando el pasado y tomando las riendas del presente. Alcanza cada vida su única autenticidad posible pues se vive como arrojado en el mundo; nadie decide nacer y al nacer no se elige el fenecer.

Sin embargo, ¿de qué pasado se afianza el mexicano? ¿Tiene seguro su futuro? Si nuestra historia es más el producto de un invento, de las mínimas pruebas fácticas sólo nos queda especular. Sigue inventando su historia o la compra y como consecuencia no puede ser sustancial, seguro o determinado, sino accidental. Cuanto más se acerca a la sustancia, más se devela como frágil e insuficiente. Sin historia no sabe nunca de dónde viene y no es nunca esperado, aparece repentinamente en la posteridad.

Aunado a lo anterior, sus instituciones le arrebatan la posibilidad de garantizar su permanencia siquiera como cosa. Si la idea de consumación es de por sí exclusiva en la realidad y popular en la opinión, el estilo de vida mexicano emanado de la institucionalidad le priva incluso de realizar esa equivocación. Si pretende realizarse, necesita vivir y pensar a ritmos acelerados (Heidegger reflexiona desde su cabaña en la Selva Negra). Sabiendo que con cada paso dado hunde su suelo, cuando la muerte se presenta no va vestida de injusticia sino de descanso, se alcanza la plenitud buscada en vida. Ahí no reside un festejo o un reto a la posibilidad de dejar de existir. En todo caso, la espera ya proyectándose en ella como un suceso irremediable, pero poniendo su vista en una posibilidad negada de antemano. Se acerca más a ese imaginario y no a la muerte propiamente.

Tampoco se pretende predicar debilidad; siendo o no mexicano, la angustia no debilita, enfrenta. Sin embargo, esa accidentalidad derivada de la suma de su condición natural de arrojado y de su estilo de vida provoca una experiencia del dejar de existir en la cual nada se le quita ni nada se le da, porque no hay nada para dar ni nada para recibir. Después de muerto, su regreso los primeros días de noviembre es el anuncio de un descanso dado a quienes aún siguen vivos.

Si esto es en última instancia adecuado o no, dependerá en buena medida en cómo se enfoquen los esfuerzos histórico-filosóficos a investigarlo. El aquí mencionado pertenece a Emilio Uranga y tiene poco más de medio siglo. Pero incluso ahora el mexicano sólo mira al pasado más por temor que por angustia. Su actualidad lo presiona a salirse de la conformación de su historia, debe garantizar primero su permanencia corporal.

Su vida ha perdido todo simbolismo para sus instituciones y allí reside una percepción muy determinada del mexicano de la muerte, aquella en donde sobrepone su ser a su identidad.

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