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Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)

Puebla, México, 30 de julio de 2020 [00:45 GMT-5] (Neotraba)

Desde el pleno uso de mi consciencia reconozco no ser una persona optimista. Es más, detesto a cabalidad el encuentro con las mejores esperanzas. Se trata de una posición comodina, por decir lo menos: si pasa lo bueno, me alegro; si no, no pasa nada, ya estaba listo.

Pero la existencia es dada a los reveses más dramáticos y ridículos, logra emparejarse a las situaciones más cinematográficamente idealizadas —desde hace algunas semanas siento aversión hacia todo lo relacionado con el séptimo arte, pero esta vez no tengo opción— y a los cuentos más dramáticos de mis lecturas más lejanas. Por ejemplo, cuando hablaba de estar muerto en vida, con su respectiva dosis de rebeldía adolescente, debí pensar el oxímoron dos veces: ahora todas las mañanas doy de vueltas en la cama con el único deseo de eliminar el frío congelante de mi pecho y espalda.

Recordé así aquella escena donde el polémico Woody Allen corre —con sus más de cuarenta años encima— a través de Manhattan para alcanzar a la muy joven Tracy —personaje sin apellido en la película e interpretado por Mariel Hemingway. Ella tiene 17 años en el filme y, en el imaginario de Allen y para la sociedad de los 70’, esto pareciera ser natural: esconden su relación por temor a las opiniones de los demás, no porque un tribunal de Nueva York autorice subirlo a una patrulla.

Esta fabulación, no obstante, contrasta a la perfección con una de las frases más maravillosas que mi yo de 17 años hubiera escuchado, aquella dicha por Tracy cuando deja la ciudad de ensueño, decidida a hacer un futuro distinto después de que Isaac Davis —Woody Allen— la cambiara —literal— por una mujer mayor y dotada de mucha más experiencia: “No todo el mundo se corrompe. Tienes que tener un poco de fe en la gente.” Es decir, otra fabulación. A fin de cuentas, Isaac Davis no puede establecer lazos con ninguna de las dos, pero buscará a quien lo haga sentir seguro.

A veces me río de ese yo deseoso de la cámara y de las grandes reflexiones cinematográficas. Era costoso y, sobre todo, era mamón. Así como mis lecturas, marcaba mi distancia respecto a quienes les sobraba el dinero: ellos se burlaban de mis zapatos baratos y yo de su “ignorancia”. Cuánto deseo ahora tener una existencia donde no me debata si tengo que seguir viendo las películas del Señor Psicoanalista de la Lente. Y así donde ponga la mirada en este medio: poetas, pintores, periodistas… Vuelvo a los reveses: curiosamente es de lo único que puedo vivir ahora.

Woody Allen. Fotograma de Toma el dinero y corre
Woody Allen. Fotograma de Toma el dinero y corre

Hice un par de guiones —horribles— para cortos; hay uno donde acepté ser el protagonista. Eso sí era bonito. Lo feo son los falsos compromisos: estudiar filosofía me compromete a cuestionarlo todo; rolarla de periodista, a cuestionarlo dos veces; pero hay quienes, aparte, quieren una reforma de los espacios ontológicos bajo las justificaciones menos tolerantes y las más absurdas: ser vegano, ecofriendly, andar descalzos, fumar marihuana y cualquier otra droga, tatuarse hasta el alma, usar suéteres de jerga y subir fotos fumando… Vaya, ser insufribles, pues, mientras los espacios políticos nos devoran lentamente: el día de ayer, 29 de julio de 2020, por ejemplo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación desechó el proyecto para despenalizar el aborto en Veracruz. Mi #BlackLivesMater no sólo me vuelve insufrible sino también iluso.

Pero, como todo, no es lo real lo interesante. “No todo el mundo se corrompe” significa, aquí, “hay quienes no nos moveremos ni un centímetro de nuestras convicciones”, es decir, algo imaginario. O a lo mejor no, a lo mejor sí se trata de una verdad universal a los 17 años. Una verdad que mi yo de 23 ya desconoce, pero a la cual se aferra todavía. Lo peor: he preferido aterrizar en seco la cara en el asfalto después del tropiezo a cuestionar con anterioridad.

“Tienes que tener un poco de fe en la gente”, pero ya hace meses la perdí en mí mismo y en el país entero. Aunque, mentí un poco, sí soy algo optimista. Aún tengo esperanza en ver cómo los viejos prejuicios sobre las diferencias se caen poco a poco, a pesar de ver cómo los Insufribles se quieren llevar la victoria con sus jabones artesanales, su veganismo de moda y su complicidad falsa con las causas más urgentes, como las del feminismo. Eterno retorno: ¡no se hagan, nos gustan las mentiras!

Luego, entonces, podré querer morir, otra vez, en paz. Cuando suceda, espero ser ya alguien distinto.

De verdad quería estudiar cine. Se los juro. Pero del amor al asco sólo hay un paso. Todavía no termina el año y ya tengo una de mis lecciones adultas más apremiantes —cosa que pude haber aprendido con el Blues Vagabundo de Adán Medellín y en lugar de ello anduve jugando a la fortaleza: el amor nunca será una razón suficiente.

Y con todo lo asqueado que me siento al tocar la palabra —no por el cine mismo sino por lo que me representa—, me he prometido no hablar nunca más de sus virtudes, ni acercarme a su culto o sus vacas sagradas y sus soundtracks y tomas sublimes. O al menos, no hacerlo en muchos muchos meses.


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