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Por Luis J. L. Chigo (@nosoychigo)

Puebla, México, 10 de septiembre de 2020 [00:30 GMT-5] (Neotraba)

A veces, cuando estamos de buenas, la memoria tiene la capacidad de ser plástica. Podemos moldearla, realizar con ella cualquier deseo y hasta olvidar su existencia. Por supuesto, la sustancia de la misma no nos aterra cuando estamos distraídos: le gustan las presas más torpes, toma vuelo del pasado y, cuando menos lo esperamos, da un zarpazo

Se esconde en el pasado, con todo lo bueno y todo lo malo y todo lo trivial. Algunos neurólogos afirman que al testerear cierta parte de la masa cerebral la memoria puede darse el lujo de recordar la cosa más insignificante de un día entre el fin del verano y el inicio del otoño de hace 50 años —si hemos vivido lo suficiente—: el ojo de algún perro, el olor de cierta calle por la cual se paseó una vez, la esquina de algún edificio. Y, está claro, no todo es relevante. Miles de gigabytes de información relegados a acciones como no perder el equilibrio mientras se camina o respirar constantemente mientras se esté vivo. Y también desde ese punto de vista debe ser horrible perderla, porque, en mucha o poca medida, corremos el riesgo de perder la vida.

Memoria es lo que quedará de esta etapa histórica y por eso en algún momento del futuro, algún profesor o profesora dibujará una pequeña línea perpendicular sobre la gran línea del tiempo en los pizarrones con la leyenda pandemia. Es decir, el peso de la historia no lo determinan nuestros amores o amistades perdidas, ni la distancia física o espiritual respecto de los demás, sino el daño recibido de manera colectiva. Nuestros nombres no caben en esa línea diminuta.

Aún con ésto, sería genial que una de las líneas perpendiculares tuviera la leyenda: 2020, el año en que la humanidad aprendió a ser responsable emocionalmente —yo todavía no lo soy, no sé si lo seré. No sucederá. Nuestras vidas están puestas al servicio de lo que no tiene capacidad de echar raíces, el tiempo se nos escurre entre el cuidado al otro y jamás a uno mismo.

Nos llevamos sorpresas cuando se descubre que en cualquier rango de edad la iluminación se puede dar, ya es más común que adolescentes de 14 años y hasta menos estén familiarizados con conceptos como “toxicidad” y “codependencia”. Nos llevan ventaja y los envidiamos, por eso los atacamos.

Esta memoria, estos recuerdos —una “fuga de caballos aterrados” la nombró María Rivera—, nos perseguirán siempre hasta volverse acompañantes silenciosos. Nos percatamos de la memoria como una piedra atada a nuestras espaldas, nada maleable.

Sólo el tiempo determinará cómo ese peso influirá en nuestras decisiones futuras. A pesar de que nada es igual dos veces, las particularidades también se las tragará el tiempo. Cuando éste termine, probablemente hasta lo habremos olvidado completamente y sólo el bisturí de un neurocirujano nos hará el milagro. O simplemente ya no desearemos lo mismo y nos marcharemos a un lugar más seguro.

Serenidad, mucha paciencia. Y luego dejar que nos clave los colmillos. Como quien espera ya el ataque de la memoria.


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