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Por Camila R. H.

Puebla, México, 01 de mayo de 2021 [01:35 GMT-5] (Neotraba)

El departamento lo recibe como siempre, sucio y frío. Las paredes recién pintadas no hacen ninguna contribución para borrar el ambiente ennegrecido de la estancia. Además, el piso eternamente pegajoso sigue igual. Ya ni siquiera tiene ganas de preguntarse por qué está así. Sólo le pasa el trapeador para fingir que, a la mañana siguiente, no se le pegarán las suelas de las Converse al salir por la puerta.

Eso también, sus malditas Converse, las cuales, a pesar de todo, no se dignan a aguantar unos meses más de largas caminatas a la parada del autobús y de vuelta a casa. Pocas cosas le pide al universo, éste le otorga muchas menos. Se descalza con fuerza, empujando un zapato con el otro, una tarea no precisamente sencilla porque tiene las agujetas bien atadas; tal vez, después de los primeros intentos, debería agacharse para desatarlas, pero es demasiado obstinado. Al final logra quitárselas, abandonándolas a un lado de la puerta, junto a su mochila y sus desesperanzas.

El binder comienza a irritarle entre la quinta y la sexta costilla, como suele pasar cuando se lo deja puesto durante toda su jornada laboral; lo usa todos los días, pero no todo el tiempo. Esto es suficiente para sentir que nunca se lo quita. Y ahora debate si quitárselo es más urgente que comer. Conoce la respuesta, pero su estómago toma el control y lo guía al refrigerador, de donde obtiene las últimas sobras de la comida de hace tres días.

Demasiado perezoso para tomar un plato y luego lavarlo, sólo mete el refractario en el horno de microondas. Espera viendo la luz amarillenta del horno prenderse mientras su comida gira, sabe con certeza que estará caliente por fuera pero fría en el centro. Casi no le importa, con 30 segundos restantes camina a su habitación para quitarse el binder; revisa las marcas rojas en el espejo acariciándolas con suavidad, las yemas de sus dedos apenas hacen contacto con la piel irritada. Se enfunda una sudadera, el microondas pita por segunda vez, impaciente.

Se mete en la cocina, los calcetines se le pegan al piso cuando pasa por la entrada. Demonios. Abre el horno antes de escucharlo por tercera vez, qué irritable, le pone los pelos de punta. Hace malabares con su recipiente, su vaso de agua y la servilleta. Cuando por fin se sienta en el sofá dejando su ‘plato’ en la mesa de centro, nota la falta del tenedor. Hace el recorrido una vez más, sabe cuán fría va a estar su comida al probarla, enciende la tele y pone un capítulo de esa serie de comedia que tanto le gusta. Tal vez le levante el ánimo, no está precisamente triste, pero sí cansado. De vivir, a veces.

Devora su comida y abandona el traste en la mesa. Aunque debería remojarlo para así no lidiar con los restos pegados al fondo, el sillón lo retiene. Se estira todo lo largo que es –no es mucho– y descansa la cabeza en el brazo del mueble, mirando la tele. Nota los párpados pesados cuando piensa en que esa hora es su favorita del día, porque el sol empieza a esconderse, bañando en el camino su fea sala de estar de un naranja casi hogareño. Esa misma luz le da en la cara, calentándosela sólo lo necesario, le resalta unos cuantos vellos incipientes en su inexistente barba. Cierra los ojos, dándole el tiempo justo para presionar el botón de encendido en el control. Se queda dormido.

Está soñando, lo sabe enseguida. En primer lugar, porque no siente el binder presionándole el pecho, aunque éste está igualmente plano. Qué considerado su cerebro. En segundo lugar, porque ese lugar sólo puede ser descrito como mágico.

No se controla a sí mismo, es un mero espectador en su propio cuerpo. Se percibe moviéndose, recorriendo el lugar de amplias llanuras pastosas y luz anaranjada. Si pudiera oler, diría que huele como a pasto recién cortado. El pasto recién cortado le recuerda a mosquitos, frunce la nariz, o bueno, quiere fruncir la nariz. Pierde la noción del tiempo, pero en algún punto entre recorrer los campos y anochecer, se encuentra a sí mismo volando o nadando. No discierne si ese es el cielo o el mar, están pintados del mismo tono de azul. Algo le aterra, le observa, le toca.

Primero es una mano, una mano gentil, la cual se apoya en el centro de sus costillas con los dedos estirados. En ese lugar suele descansar el borde de su binder, piensa, mientras esa mano se aleja como si fuera jalada por hilos invisibles. Luego, vuelve a caer sobre su pecho, entonces se da cuenta cómo esa mano no está unida a nada más que un antebrazo. Pronto montones de otras manos lo hunden en el mar o el cielo o el lugar donde ambos se unen. Puede sentirlo, sentir todas esas manos deshaciéndolo en trozos desiguales de sí. Debería ser aterrador, pero no tiene miedo, se deja desarmar. Vuelve a flotar o volar o ambas, comienza a respirar de nuevo con normalidad. Está reconstruido.

Cada pieza en su lugar. Espera.

Esa primera mano le toma la camiseta, guiándolo hacia afuera. En el proceso se siente como si corriera en una carretera con la ventanilla abierta, muy cerca del límite de velocidad. El viento llenándole los pulmones, también despeinándole el cabello. Recorren un espacio incalculable de puro color azul, luego de pura oscuridad y al final le parece ver esa luz anaranjada del atardecer. Algo parecido a ver la miel escurrirse.

Ah, es su sala de estar, es la luz colándose por su ventana, dándole directa en los ojos.

Se despabila, mientras hace una lista rápida de lo que debe hacer después de su pequeña siesta. Número uno: lavar los trastes. Se queda en el número uno. Lleva la mano al centro de las costillas, tocándolas como la mano del sueño lo hacía: con los dedos extendidos. Luego, toma una gran bocanada de aire. No debe usar el binder tantas horas seguidas.

A la mañana siguiente, las Converse se le pegan en la entrada. Debe trapear el piso antes de salir de casa, se dice. Para el final del día ya se le ha olvidado.


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