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Por Camila R. H.

Puebla, México, 15 de febrero de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

La alegría efervesce en mi pecho y espuma como una carcajada.

No recuerdo la última vez que hablamos y tampoco sobre qué lo hicimos, seguramente fue de lo mismo de siempre: el futuro. Nuestro incierto y desesperante destino siguiéndonos de cerca siempre. Por alguna razón, esta vez nos esforzamos en dejar de lado el paso del tiempo, enfrascándonos en una conversación sobre nada o sobre un montón de cosas, las cuales tal vez –y sólo tal vez– un día cobren sentido.

Porque, mientras el sol se aleja en el horizonte y vuelve mi habitación fría, seguimos hablando, llenamos cada espacio con palabras. Reímos mucho, como si el mundo se desdibujara. Ahí, frente a mi computadora sólo estoy yo, pero del otro lado está mi mejor amiga.

Una semana después, cuando me niego a escribir sobre la amistad porque ya enaltecí demasiado la nuestra, ella me da la razón, pero no me ofrece ninguna otra idea o yo las rechazo todas. Algo así.

Por eso vuelvo a llenar la hoja con palabras para definir nuestra amistad. Después de todo se acercaba el 14 de febrero, ¿no? Y si debo admitir algo es que aprecio su existencia como nada más en el mundo, nunca habría considerado la amistad algo tan relevante en mi vida. Hacer amigos no es mi habilidad más destacada –quizá ni siquiera es una de mis habilidades–, pero ella siempre está ahí.

Incluso si todos los días le hago un mal resumen de la serie de superhéroes en la cual gasto horas de mi tiempo. Aunque ella nunca vaya a verla. “Por eso te hago un resumen”. Debí responderle a una de sus quejas ante mi audio de 8 minutos, donde sólo soy demasiado fanática y nada objetiva.

En mi defensa, toda nuestra relación está basada en escuchar infinitas quejas de incontables cosas. Sin solucionarlas nunca, pero siempre es reconfortante despotricar mutuamente sobre cuán horribles son las clases de historia o la vida, también la vida.

Vuelvo a ese día: el día de la llamada. Recuerdo colgar y descubrir mi habitación casi sumida en la oscuridad, la luz colándose por la ventana era demasiado azul, clara pero no brillante. Tenía la garganta seca, hablé mucho. Al levantarme de la silla recuerdo sentir el cuerpo ligero, como si al dejar salir esas risas escandalosas también hubiese escapado la presión de una semana de primeros días de clases y aburrimiento a montones.

Sonreí para después abrir la puerta, rompiendo el ambiente calmado y silencioso, de la habitación. Volviendo a la vida real, donde casi pude observar las líneas trazándose nuevamente, el mundo dibujando sus límites.

Debí permanecer más tiempo ahí, en ese espacio después de reír.


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