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Por Esteban Martínez Sifuentes

Ciudad de México, 12 de febrero de 2022 [00:56 GMT-5] (Neotraba)

Apagaron las bombillas de la barraca a las dos, cuando el pelotón terminó de lustrar las botas de reserva de medio Einsatzgruppe C, el castigo por usar un rebaño de ovejas como concurso de tiro. A las seis de la mañana fueron despertados con brusquedad. “¡Repórtense para una misión de fusilamiento!”, gritó el portavoz del SS brigadeführer Otto Rasch.

Hedwig Kaufman, hauptscharführer o jefe de pelotón, tenía hambre, y pensó que había dormido apenas unos minutos porque le dolían los brazos y el ambiente seguía impregnado de aguarrás y betún. La claridad del día se colaba ya, sucia y sin entusiasmo, por las rendijas de la puerta de tablones claveteados. Era el 16 de julio de 1941.

Como parte de la Operación Barbarroja, hacía semanas que la Wehrmacht avanzaba incontenible en la región, el llamado Frente Oriental, objetivo medular de la mística hitleriana del Lebensraum o “espacio vital” para el Grossdeutsches Reich de mil años. A la zaga, lo mismo hacían los Einsatzgruppen, escuadras supervisadas por Reinhard Heydrich para perseguir a judíos y elementos indeseables en los territorios sojuzgados y preparar la llegada de otras unidades.

“Bueno, me dije”, escribiría esa noche Hedwig Kaufman a su novia, “me gusta más el honesto combate abierto, pero jugaré al verdugo y enseguida al sepulturero. Por qué no, si es lo que te ordenan. Tanto si amas la batalla como si no, pronto debes acostumbrarte a todo, incluso a dispararle a indefensos pobres diablos antes del desayuno”.

Rompiendo filas en el patio en las afueras del gueto de Drogóbich, Hedwig se enteró en la tabla pisapapeles entre sus manos que la partida de veintitrés personas detenidas esa noche debía ser fusilada de inmediato. Y ahí estaban los prisioneros, algunos con una repulsiva mezcla de sangre y lodo en la cara, de pie con sus roñosas pertenencias colgando de los brazos como una extensión orgánica, empequeñecidos en un rincón entre barracas y remolques. Los custodiaba un solitario cabo hierático, confiado dentro de la fortificación de su casco, su abrigo gris, su fusil y su deutscher shäferhund sujeto por una correa corta y dispuesto a despedazar lo que fuera para complacer a su amo.

Por mucho, a Hedwig Kaufman nunca le había tocado despachar a tantos de una vez y, la verdad, se sentía extraño como si no hubiera terminado de despertar. Entre los veintitrés se encontraban cuatro mujeres y un niño no mayor de seis años. Según la tabla, había polacos, comunistas, gitanos, un checo de Praga, judíos de la zona y otros que venían huyendo desde Viena.

“Son increíbles. Incluso rechazaron el vaso de agua que les ofrecimos”.

Eran seis tiradores alemanes, con el arma sostenida de cualquier forma y la pala terciada en la espalda, y un expolicía ucraniano que colaboraba con las SS de traductor, guía, mandadero, lo que le pidieran. Sin acuerdo explícito, se dirigieron unos kilómetros al sur a lo largo de la carretera que cruzaba una ciudad reacia a alzarse de la cama. Enseguida doblaron a la derecha en un macizo de abedules en pos del claro para dispararles y enterrarlos. Después de algunos minutos localizaron el lugar propicio, un campo de trigo en barbecho encajonado entre lomas suaves tachonadas de postes con alambradas.

Orquestada por el viento proveniente del fétido río Seret, la hierba murmuraba rítmica y ondulante como un rezo colectivo o una lejana manada de lobos.

“Les pedimos se despojaran de sus objetos de valor, incluyendo los postizos dentales, magra cosecha de oro y monedas que estábamos obligados a registrar en el cuadernillo reglamentario y entregar completa a los superiores del Einsatzgruppe”.

Formaron a los candidatos a morir en cuatro filas, los más fornidos al frente. “No nos fue fácil elegir si todos exhibían ya la consistencia de cadáveres”. Los seis primeros recibieron las palas para cavar la mitad de una fosa larga; los siguientes seis harían la mitad restante con las mismas herramientas. Costó trabajo separar al niño de la pierna de su padre a la que se había adherido vuelto un basilisco.

“La tierra era blanda, para su fortuna y la nuestra”.

Al terminar, tres de los prisioneros estaban sollozando, uno de los cuales suplicaba en voz baja y mal alemán “escriban a mi familia, por favor, escríbanle que nunca dejé de pensar en ellos, por el amor de sus madres”.

Era el checo, caucásico y joven igual que Hedwig.

“Me conmoví por unos segundos”, anotaría éste esa noche. “Tuve la idea de sacar el cuadernillo de mi chaqueta para pedirle su nombre y la dirección de sus parientes, aunque no creo que hubiera ido más allá de fingir que anotaba sus indicaciones, conozco mi impulsividad. Además, ya puestos, otros me hubieran exigido lo mismo, un desorden. No debo ser tan impulsivo, ¿verdad?”

El niño se había tranquilizado y se enfrascaba en el vuelo zigzagueante de un cuervo entre el follaje de los abedules. Una de las mujeres se rascaba la espalda, los otros miraban con mansedumbre la hierba que rodeaba los hilachos de cuero remendado con cartón, madera o tela que era su calzado.

“¿Qué diablos pasaba por sus mentes en aquel momento? Hubiera entendido que nos insultaran, que intentaran rebelarse o correr en sentido contrario a sus miserables tumbas. Tal vez sabían, lo mismo que yo y cualquiera que conociera mínimamente nuestra encomienda, que hicieran lo que hicieran no tenían salida.

» Nadie se desmayó. Tal vez cada uno de ellos guardaba la pequeña esperanza de que de alguna forma le perdonaríamos la vida en el último segundo. Pero la guerra es como es y a mis compañeros y a mí nos carcomía el hambre porque el castigo nos lo habían encajado desde las seis de la tarde al volver aburridos de una redada de fugitivos por los alrededores de la ciudad y, para matar el tiempo, les disparamos a dos ovejas, sólo a dos, enfermas a todas luces”.

Actuaron rápido, con eficacia.

“Como jefe del pelotón acordé que al mismo tiempo les tiraríamos uno a la cabeza y otro al corazón. Escogí el corazón sin causas particulares, sólo para dar entender que no dudaba de mis actos. Los colocamos de culo a la fosa y nos apartamos unos metros. Los disparos fueron perpetrados y esquirlas de carne y masa encefálica zumbaron en el aire”.

Cayeron en silencio. El expolicía mostraba una expresión de euforia. Unas cuantas paletadas bastaron para cubrirlos.

“No experimenté ningún tipo de emoción al apuntar por la mirilla y jalar el gatillo, ninguno de los seis vacilamos. Así son los avatares de la guerra. La guerra es lo que es para bien de una causa colectiva, conocida, en detrimento de otra desconocida o por lo menos reputada de caótica y disruptiva; yo no la decreté ni tengo muy claro por qué lo hicieron, creo sin embargo que nos servirá muchos más a los alemanes si la ganamos. Mi corazón late más aprisa ahora que recuerdo los hechos pero eso es todo. Rimbaud exclamó ¡Cómo puede uno extasiarse en la destrucción, rejuvenecerse con la crueldad! Así lo empiezo a hacer yo, con una pizca de incredulidad ante lo que veo y dejando que fluya la corriente. No deseo ser rebuscado y creo que estoy llegando a eso, espero que me entiendas. Escríbeme y piensa en mí con la ternura y esperanza con que yo lo hago. Siempre tuyo: H.K.”

Crecía el calor veraniego a pesar de la veladura del sol. Temerosa, resignada, la ciudad se activaba poco a poco, a ordeñar las vacas, segar la hierba, lavar la ropa, abrir los comercios. Azuzando comentarios y chanzas contra los caídos, el expolicía ucraniano marchaba adelante en el regreso del pelotón, soldados airosos y contentos ante la perspectiva del rancho caliente de salchichas y café con leche que les aguardaba. Hedwig durmió bien esa noche.


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