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Por Esteban Martínez Sifuentes

Ciudad de México, 17 de noviembre de 2021 [00:40 GMT-5] (Neotraba)

1.

Hay vidas trágicas, la de los héroes mitológicos. La de Rodolfo Aldana, un pobre ser humano codiciado por la Muerte desde temprano (fue niño enfermizo y a los seis años cayó en un pozo de quince metros rajándose la cabeza). Alcanza apenas el calificativo de triste, por no decir patética, palabra delicada en contextos de subdesarrollo.

Nació en un pueblo polvoriento en pleno semidesierto norteño de México, donde hace muchos ayeres existieran boyantes haciendas mezcaleras y de acopio y procesamiento de candelilla, arbusto sin hojas que crece silvestre en el monte, entre piedras y cactus, y rinde varias sustancias medicinales y una apreciada cera de uso industrial, planta por la cual, historia conocida, se les ha pagado una miseria a los recolectores.

A menos de siete horas en coche de la frontera con Estados Unidos, su pueblo de agricultores y comerciantes sólo se diferencia de cientos en la región por una iglesia católica, con el rango de catedral, de estilo gótico bizantino, similar en todo a una existente en Lyon, Francia, salvo que la mexicana, diseñada por el mismo arquitecto del Palacio de Bellas Artes en la capital del país, está construida a escala menor y lleva inconclusa más de cien años.

La de Rodolfo empieza como la típica historia del migrante, pero no es nada típica, por lo menos no en sus consecuencias. El trabajo en el campo no rendía, no le gustaba el estudio; acudía como ayudante de mecánico a un taller. Sacaba para el refresco y poco más.

Tenía sus sueños, claro: ser independiente, ganar mucho dinero, casarse. Y pidió permiso al padre para salir a probar suerte al “otro lado”. Unos amigos lo invitaban, le prestarían para el pasaje y le ayudarían a cruzar la frontera.

Hombre sarmentoso, del monte, el padre manifestó sus reservas al inicio:

—¿Y tu madre? ¿Y la novia?
—Mamá dice que lo que usted decida. La novia puede esperar, ya platiqué con ella… Allá hay muchas —corrigió con una risita.
—Estás muy chamaco, espérate unos años.
—¿A qué, papá? Esto está muerto, apesta. Muchos de mis amigos ya están allá. Ganan bien, usted sabe.
—No sé, tanta perdición por allá.

El padre terminó por ceder. Era un buen hijo Rodolfo, un tanto tímido y atarantando, y sin duda enviaría dinero para ayudar al sostenimiento de la familia.

Así que, apenas cumplida la mayoría de edad, pasó como ilegal a Texas escondido, con seis ilusionados más, en la parte trasera de un camión cargado de lechuga. Los amigos lo esperaron en San Antonio, según lo acordado. En Houston paró en casa de unos familiares y luego, a las tres semanas, en la cárcel, acusado de una nimiedad: el asesinato a mansalva de un agente de policía.

A cinco días de haber conseguido empleo en una armadora de puertas y ventanas de aluminio, un coterráneo de su edad con auto lo invitó a salir por ahí a tomarse unas cervezas el sábado por la tarde. Cenaron tacos al pastor y bebieron un par de botellas cada uno en una lonchería del barrio de Magnolia, el principal asentamiento de migrantes mexicanos en la ciudad. Pagaron y se levantaron en busca de un sitio más ameno. Subieron al auto y una vez en marcha, aún sin decidir a dónde ir, una patrulla encendió sus luces tras ellos para que se detuvieran.

Cuando el agente, un chicano de apellido Hernández, se acercó a la ventanilla a solicitar papeles, el paisano discutió con él y el policía no tardó en exigir que bajaran con las manos en alto. El amigo de Aldana cambió de actitud y respondió con una sonrisa que lo harían. En vez de eso, extrajo de abajo del asiento una Smith y Wesson y le descerrajó tres tiros entre las cejas al agente. Se sabría después que tenía antecedentes gordos y llevaba una bolsita con cocaína en la guantera.

Rodolfo no atinó a moverse ni un milímetro del asiento, el amigo huyó de inmediato (en incidente sin conexión, al poco tiempo sería abatido por la ley en un tiroteo de casi media hora en San Antonio).

Indignadas, la opinión pública y la justicia estatal deseaban un chivo expiatorio, y condenaron a Rodolfo a la pena de muerte, en un juicio que hasta la viuda del agente calificó alguna vez como plagado de irregularidades. Entre otras: xenofobia, pruebas alteradas, testigos falsos o intimidados por los colegas de Hernández en el cuerpo de policía.

Tras quince años de cárcel, un tribunal superior anuló la condena y decretó la inmediata libertad de Aldana. Como nunca, había funcionado la presión combinada de funcionarios de su país, organizaciones de derechos humanos y, sobre todo, de una abogada desinteresada y tenaz, Alisson Jones, quien apenas pudo ver libre a su defendido ya que murió de cáncer en el páncreas algunos días después, como si sintiera que ya había cumplido su misión en este mundo.

Rodolfo Aldana, al contrario, a sus treinta y tres años se sentía renacer luego de una dilatada pesadilla, quizá la peor que le puede suceder a un ser humano. En la prisión de máxima seguridad en Huntsville, sin duda la que mejor merece en Estados Unidos y el mundo el mote de “corredor de la muerte”, sobrevivió a vejaciones, palizas, apuñalamientos y embestidas sexuales de toda una gama racial de internos: anglosajones, negros, eslavos, chicanos y uno que otro mexicano.

Estuvo a punto de ser ejecutado en cuatro ocasiones, en una de las cuales consiguió salvarse cuando faltaban apenas tres horas para que le aplicaran la inyección letal, el único método empleado en Texas y el preferido en las 29 entidades de Estados Unidos que en 2020 mantenían vigente la pena capital, si bien en once de ellas no se había aplicado desde lustros atrás.

En algunos de esos estados la ley le da a escoger generosamente al reo una de las siguientes opciones: ahorcamiento, fusilamiento, electrocución, cámara de gas e inyección letal. Las menos socorridas son los dos primeros métodos, fusilamiento y ahorcamiento, que son también los más antiguos. Como la guillotina en el siglo XVIII, en su momento se creyó que los tres últimos eran más “científicos” y efectivos porque le ahorraban sufrimiento a la víctima, y dinero al contribuyente. En este sentido, la cámara de gas es la más onerosa, con el añadido de que, si el recinto tiene fugas o a posteriori no se ventila lo suficiente, puede resultar peligrosa para los que están cerca.

No hay ningún procedimiento más benévolo que otro y todos presentan su lado grotesco, con sus concomitantes problemas legales (por no hablar de otros); por ejemplo, el ahorcado al que se le desprende la cabeza al momento del estirón, o el que resulta con vértebras demasiado resistentes. En este caso, ¿se permite rematarlo con otro método? ¿Lo vuelven a colgar en caliente?

La madre de Rodolfo murió de pena esos años. El padre nunca hablaba con él por larga distancia, sólo las hermanas. Incluso una de ellas, radicada en Houston, lo visitaba de cuando en cuando. En contra de los consejos de muchos, que indicaban que podía arrancarle al US Government una indemnización por su injusto encarcelamiento, Rodolfo volvió a su país el mismo día de su liberación, declarando que ni loco se quedaba o regresaba a Estados Unidos. “Me robaron quince años de mi vida y eso no se paga con nada”.

Tenía su dignidad, ya se ve; fuera de eso, no poseía sino la ropa que llevaba puesta y poco más.

2.

Rodeado de cámaras y micrófonos de la prensa estatal y nacional, en su pueblo fue recibido como héroe. Era un valiente que había vencido a pulso la muerte y una especie de símbolo redentor de las injusticias que sus compatriotas padecían en el vecino país. Siempre sonriente, embriagado de libertad y algo aturrullado desde que le dijeron que podía irse a casa (afuera de la prisión lo aguardaron familiares, paisanos con pancartas y un cónsul que lo recibió con un sonoro abrazo; el gobierno del estado rentó un avión para trasladarlo de Houston a la capital del terruño, a donde lo condujeron en vehículo oficial sin toldo), Rodolfo subió a la azotea de la casa familiar, se quitó la camisa y la tremoló encima de su cabeza en exultante demanda de silencio a su público. Con voz atropellada agradeció el recibimiento y destacó la titánica labor de Jones y su equipo de trabajo; alabó el aguante de su padre y el resto de la familia, calló de tajo. Le gente le exigió que siguiera hablando, él se puso la camisa y no dijo más.

Luego, con algún atisbo de esperanza, preguntó por su exnovia. Vivía en Houston, estaba casada con uno del pueblo y tenían cuatro hijos, le dijeron. Fue a la iglesia a dar gracias por el milagro de su renacimiento y se encerró en la casa, la de sus padres, de donde saliera quince años atrás en busca de un mejor futuro.

Morbo o lo que fuera, muchos querían visitarlo, tenerlo como invitado en sus bodas o quinceaños; un candidato a presidente municipal le propuso que lo acompañara en sus giras y le prometió un cargo en su gestión si ganaba. Amable, tratando de no ofender, Aldana no aceptaba ningún ofrecimiento.

El roce constante entre la libertad amarga y su largo pasado tras las rejas no tardaron en causar mella en él. Apenas se asomó al patio trasero las semanas siguientes, siempre a determinada hora del día. Se atrancaba en su cuarto a leer revistas o ver televisión, a deambular de aquí para allá en su reducido espacio. Salía únicamente cuando sus hermanas o los hijos de éstas lo llamaban a comer. Hurgaba en su plato e ingería con la cabeza baja; no hablaba ni veía de frente o hacia los lados, como si temiera el castigo de los celadores o de otros internos.

La familia empezaba a creer que se desbocaba hacia la locura, para ellos una cárcel quizá más dolorosa que la anterior, que por lo menos tenía un lugar concreto y fijo a cientos de kilómetros de ahí, frontera de por medio.

Y tal vez hubiera perdido sin remedio la cordura si una mañana no hubieran llegado a la puerta dos personajes con luminosas alas de ángel que se nombraron enviados de una cadena nacional de televisión.

—Diles que agradezco su visita pero que no recibo periodistas —solicitó a su sobrina—. Lo que tenía que contar ya lo dije.

Ésta fue a cumplir la indicación y volvió explicando que no eran periodistas, sino asistentes de un productor de telenovelas.

—¡Tío, dicen que te buscan para que seas actor! ¿Te imaginas, tío?

Foto de Alexis Salinas.
Foto de Alexis Salinas.

¿Qué? ¿Actor? Bocarriba en el duro camastro sin poder dormir, muchas veces se creyó representando el peor papel dentro de una pésima película de terror, ¡pero aquello…! Extrañado, Rodolfo se levantó para bajar a la sala.

Sí, era cierto, ¡actor de telenovelas! No sabía nada de actuación y hasta miedo le daba hablar en público; se negó en redondo, sonriendo. Ellos expusieron sus razones sin prisas, seguros de no fallar en su cometido.

—Eres una figura pública en todo el país, Rodolfo, ¿te das cuenta? Tu presencia aumentaría el rating de cualquier programa.
—Además —intervino el otro visitante—, te ofrecemos un pastelito, eso para empezar. Un papel fácil representándose a ti mismo, Rodolfo Aldana.
—Creo que voy entendiendo, pero ¿me pueden explicar un poco más?
—Claro. Serás un inmigrante indocumentado que, luego del durísimo trance que sabemos, decide regresar de Estados Unidos porque acá está “la gente con verdaderos valores”, su gente: los padres humildes y esforzados y la muchacha “limpia y noble” con la que planea casarse sin importar las privaciones materiales, que siempre se salvan si hay verdadero entendimiento. Mensaje positivo, claro. Aleccionador, ¿entiendes?
—Entiendo, sí. Pero…
—No tienes que saber de actuación; nosotros te instruimos en lo básico, el resto lo hace el apuntador o el teleprónter, ya sabrás qué son.

Lo de la muchacha era una concesión al impacto dramático; no obstante, podía cumplirse con facilidad si aceptaba. Hasta donde entendían, siguieron los visitantes, cada vez más celestiales en el sofá forrado con un sarape de Saltillo, nunca había estado casado ni tenido una amiga íntima, ¿no era verdad? Aldana reconoció que sí. Bueno, era sabido que ninguna mujer se resistía a los encantos de un actor de televisión.

Aceptó con una sonrisa entre incrédula y jubilosa. Firmó unos papeles en esa misma reunión y le dejaron otros para que los leyera con detenimiento, y si quería consultar a un abogado, ningún problema para ellos.

En días sucesivos le entregaron un anticipo, la familia le organizó una fiesta de despedida y partió a la semana en autobús rumbo a la capital del país, con un sol personal brillando cegadoramente frente a él. Renacía una vez más, convencido de que ahora sí aprovecharía la oportunidad que le brindaba el destino. El padre pensó que, bendito sea Dios, por fin recibiría apoyo de su hijo. Viudo, aún con numerosa familia y apenas con fuerzas para hacer monte y milpa, lo necesitaba más que nunca.

“Calentaron” su imagen en entrevistas en noticiarios y talk shows;estuvo como invitado en el palco de comentaristas durante la transmisión de un partido de futbol profesional, contando a retazos lo mucho que le gustaba ese deporte desde niño y lo mucho que extrañó en sus dilatados años de encierro disputar hasta caer rendido “cascaritas” con retadora, ver las transmisiones de la liga de su país. En las dos horas de televisión que les permitían a los internos viernes y sábados, pasaban sólo documentales sobre la vida silvestre en Alaska o desabridas películas viejas en inglés.

—¿Y mascas la tatacha, la lengua del Chespir?
—Cómo no. Mother fucker, son of a gun

Risas estruendosas de los comentaristas.

—Y me sé otras.
—¡Ya, ya! —falsa indignación de uno de ellos—. ¡No le muevas porque nos clausuran el changarro y nos llevan a la silla eléctrica!
—Era la cámara de gas, Petriccoli.
—¡Es la misma miércoles, chingá! —Carcajadas de todos.

Con una trama convencional, al uso, y sin actuaciones memorables, la telenovela “El Sur de mis recuerdos” inició en pantalla con rating mediocre; pero agarró fuerza en mediciones sucesivas hasta superar por medio punto a la del canal de la competencia a la misma hora “premium”, acallando así las bocas de los ejecutivos más pesimistas. Rodó un comercial de electrodomésticos para una empresa de la misma cadena televisiva y se hablaba ya de producir una película con su biografía estelarizada por él mismo.

Además, empezó a madurar el proyecto de escribir un libro con sus vivencias en la cárcel, y financiar con las ganancias una asociación de ayuda a indocumentados en la frontera con Estados Unidos.

Conoció a muchos famosos, lo invitaban a fiestas. Los ejecutivos y sus compañeros de elenco lo trataban bien, con cierta deferencia porque, decían entre bromas veras, su presencia daba buena suerte. Resarciéndose de sus anteriores aislamientos, procuraba cenar a diario fuera de su departamento, se compró un potente coche deportivo, usado, y se enamoró de una maquillista. Ella le correspondía. En fin, un mundo color de rosa luego de escapar de las mismas puertas del infierno. ¿Había escapado? No, no lo había hecho.

3.

Luego de firmar para la segunda serie de capítulos de “El sur de mis recuerdos”, decidió regresar donde su familia a anunciar que se casaba y tomarse unos días de vacaciones. Se sentía saturado, le confesó a su novia, si bien de una manera gozosa, nada qué ver con lo que experimentaba en su época de Huntsville. Adquirió costosos regalos para sus parientes; entre estos, unas botas vaqueras de piel de avestruz y un sombrero tejano para su padre. La maquillista le echó la bendición luego de cálido beso en la boca y le reiteró que viajara con mucho cuidado; él prometió que lo haría.

Por la carretera, a escasos kilómetros antes de llegar a su destino, conducía con la música a todo brío cuando descubrió al pesado camión mal estacionado en el acotamiento. Después de siete horas de manejo apenas interrumpido para cargar gasolina e ir al sanitario, sus reflejos no le rindieron para esquivarlo. Rodolfo Aldana falleció de manera instantánea entre el amasijo de metal y plástico, a escasos ocho meses y fracción de haber librado la inyección letal como muy contados condenados en la historia de la pena capital en el país del norte.

Justicia poética tal vez en Houston. También como pocas veces, a ningún compatriota se escuchó decir que el destino, el karma o, la favorita, la justicia divina, había hecho un trabajo justo porque en realidad era culpable. ¡Se lo merecía, te dije que iba a terminar mal tarde o temprano! No fue así.

Receptivos al injusto pasado y la fama del difunto, sensibles a las trastadas del destino o los designios de la divinidad, además de periodistas nacionales e internacionales a su entierro asistieron un representante del gobernador estatal, el presidente municipal, el cabildo en pleno, los dos sacerdotes de la iglesia inconclusa y tal cantidad de gente como nadie recordaba había sucedido en ése ni en ningún otro pueblo comarcano.

El padre murió al mes, renegando del hijo que sólo le había servido para pintar y repintar la casa de sinsabores. Más moderados, los hermanos y sobrinos recuerdan a un muchacho alegre y trabajador que simplemente nació con la suerte volteada. La autopsia reveló un alto índice de alcohol en la sangre. Después de eso, a nadie le interesó rodar una película o siquiera una serie pequeña de televisión sobre su vida perra.


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