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Por Jorge Damián Méndez Lozano

Mexicali, Baja California, 08 de marzo de 2021 [14:56 GMT-6] (Neotraba)

Estoy en la barra del bar La Hora Azul. Soy el único cliente y en el espacio no hay música, sólo un olor a barniz para madera intensificado a causa del silencio. Espero a mi amigo Pe, quien llegará apenas cierre su estudio de pintura ubicado a pocas calles. Son las cuatro de la tarde, una hora en que jubilados y desempleados pueden beber alcohol sin alterar sus actividades cotidianas.

“Su tarro de cerveza y algo de botana, cortesía de la casa”, me dice el cantinero y coloca un plato con carne molida y un paquete de galletas saladas. Una botella de brandy puesta en el exhibidor de licores, frente a mí, estimula un recuerdo relacionado con mi padre; cuando lo bebía, el azúcar de la uva aumentaba su presión arterial y le hacía sangrar la nariz; por invitación médica lo abandonó y se entregó a otra bebida.

“¿Quieres que prenda la televisión?”, me pregunta el cantinero. “Sí, algo de televisión estaría bien; ojalá haya un videoclip o una película”, le contesto. De un cajón extrae un control remoto que apunta al televisor empotrado en lo alto de la pared. En la pantalla una película. Un asesino corta con una navaja la garganta a un anciano, sin camiseta, y la sangre resbala sobre su pecho como una cola de caballo.

La puerta del bar se abre, tres hombres ingresan y sobre sus cabezas una bocanada del ruido del tráfico se cuela. Al parecer son clientes habituales porque, sin que lo pidan, el cantinero va a entregarles una cubeta con cervezas bañadas en hielo. Vuelvo a mis recuerdos porque ahora estoy mirando una botella de vodka con un oso polar en la etiqueta: mi primera borrachera, un viaje a la playa, un litro completo ingerido en sólo unas horas y yo despertando de noche dentro de una lancha para pescar en el muelle de una ciudad desconocida.

El asesino de la película ahora está dentro de una florería. Tiene la muerte dibujada en el rostro y una metralleta entre las manos. Ríe demencialmente y dispara en todas direcciones pulverizando tallos, pétalos y botones florales. De súbito, una pequeña cucaracha aparece sobre la barra moviendo sus antenas porque ha olido mi comida. Avanza y se detiene. Pienso en los duelos a muerte de las películas de vaqueros; cinco segundos de tensión rotos de un golpe que el cantinero asesta al bicho con un trapo que la hace caer al piso. “Ayer fumigué y ahora están buscando dónde depositar sus huevos”, dice el cantinero con excesiva seguridad.

Se abre de nuevo la puerta del bar y Pe aparece usando su característica boina de piel con la que cubre su calvicie. Pe es un pintor que perdió el sentido del oído a los cinco años de edad y, dado que los humanos hablamos por imitación y repetición, no pronuncia palabra. Desconozco el lenguaje de señas y nos comunicamos por medio de letras que escribimos en tarjetas de cartón o por mensajes que nos enviamos por celular. Bajo el brazo lleva un tubo porta-planos con tres lienzos de su autoría que quiere mostrarme.

A través de un espejo veo a los tres hombres. Usan gorras de un equipo de beisbol y chocan sus cervezas en un gesto de celebración. El cantinero sale a la banqueta a fumarse un cigarro y, a consecuencia de tres litros de cerveza, voy al sanitario. Al terminar de orinar me detengo en el marco de la puerta del baño y lo veo todo: un sicario entra al bar, saca una pistola de su cintura y dispara a la mesa en donde los hombres conviven. Pe no se inmuta porque la escena sucede a sus espaldas y no escucha los balazos. Los hombres caen al piso y el sicario escapa. De los tres uno ya no se levanta y los que sí, se quitan la camiseta y uno a otro se buscan alguna herida de bala. Al ver que están intactos abandonan el bar dejando al tercero bañado en sangre.

El cantinero regresa desconcertado y oliendo a tabaco. Tomo el porta-planos y empujo a Pe a la salida. Nos alejamos a prisa hasta llegar a su estudio. Reímos porque seguimos vivos y porque podríamos tener una bala alojada en la cabeza si el sicario hubiese decidido no dejar testigos. Coloco los lienzos de Pe sobre su escritorio. El primero es el retrato de una joven hermosa. Se trata de la hija de uno de los amigos de Pe, fallecida cuatro meses atrás. Ella pertenecía al ejército de Estados Unidos y, en una visita a una base aérea en Alemania, como parte de un ejercicio militar, se lanzó en paracaídas pero no pudo controlarlo y se estrelló en un bosque.

La segunda pintura nació de una fotografía que Pe tomó en Playas de Tijuana. El azul inmenso del océano Pacífico. El salitroso cerco fronterizo que une y separa a México de Estados Unidos. Gente del lado mexicano tirada en la playa bajo sombrillas multicolores. Cinco agentes de la patrulla fronteriza sobre caballos estadounidenses vigilando que nadie se cuele a su territorio.

En el tercer óleo, una niña sentada en un sofá vestida con uniforme escocés azul mira a un hombre orinar un pino navideño. Mi abuelo paterno bebía ron e inventaba pasos de baile cercanos a la cumbia en vísperas de la Nochebuena. Una madrugada de diciembre que mi familia y yo nos quedamos a dormir en casa del abuelo, desperté a tomar agua y mi padre orinaba el pino repleto de esferas. Por fortuna los regalos no habían sido colocados.

Estoy esperando a que Pe regrese de la cocina con un par de cervezas. Soy el único que puede escuchar las sirenas de la policía que se dirigen al bar en donde hay un difunto. En el ambiente no hay música, sólo un olor a pintura óleo intensificado a causa del silencio. Son las siete de la tarde, una hora en que los criminales salen de su guarida y la oscuridad abre sus fauces para comenzar a tragarse la luz del crepúsculo. La llamada: hora azul.


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