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Por Diana Jiménez Thomas R.

Oxford, Inglaterra, 25 de octubre de 2021 [00:30 GMT-5] (Neotraba)

Imaginándome postres que crecen en los jardines, así he vivido desde su muerte.

“¿Está rico el pay?” “Sí, sabe como a recién cortado”. Y con esas palabras, sin siquiera sospecharlo, ella volteó mi universo patas arribas y me cambió la vida. Empecé a rehusarme a creer en lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba; a sólo pensar. Mi abuela había transgredido lo normal, lo racional, lo anodino, y no dudé ni un segundo en cruzar con ella esa puerta que se abría. Árboles de pays de manzana. Flores brotando de ollas a presión. Mares guardados en un clóset. Jaguares plantados en los jardines. Comencé a pensar que la lluvia se sentía seca, que las albercas estaban llenas de nubes, que el refrigerador era para guardar libros, que brotaban flores en mi piel en vez de pecas y que ella era en realidad una sirena en lugar de mi abuela.

Me senté a su lado cada mañana por casi un año, adicta a sus dosis de ilusión. Mi turno en la universidad era vespertino y eso me dio la oportunidad perfecta para pasar esas mañanas con ella. Entre sorbo y sorbo de café, le hacía tantas preguntas como me era posible. ¿Está rico el desayuno? ¿Cómo fue tu boda? ¿Qué soñaste anoche? ¿Cuáles han sido tus vacaciones favoritas? ¿Te gustan estas pantuflas? ¿Por qué decidiste adoptar una hija? ¿Cómo crees que se llama esta flor? ¿Qué te hubiera gustado haber sido? ¿A qué saben tus medicinas? ¿Cómo empezó tu colección de tazas de porcelana? ¿Te gustan los gatos? ¿Cuántos dedos ves? ¿A qué te sabe esta fruta? Tenía un hambre voraz de delirios que parecía corresponder al incremento mensual del carácter fordista de mi trabajo, en el que nos pedían estandarizar todas las lecciones y ver a los alumnos como clientes de nuestros servicios educativos. Mi hambre de ilusión se acentuaba, además, por el hecho de que mi abuela no siempre respondía a las preguntas, o más bien porque contestaba a una de cada diez. Parecía saber muy bien el tesoro del que era dueña y había decido repartirlo en pequeñas, pero constantes, dosis. Aunque a mí no me importaba. Supuse que debía ser difícil alojar tanta improbabilidad dentro de ella, fungir como embajadora de otros mundos y libertadora del nuestro.

Entonces, armadas con nuestro café –el de ella rebajado con leche, porque el doctor le había prohibido la cafeína cuando pasó de los noventa–, nos sentábamos por horas en el comedor de la casa, una habitación con un ventilador que apenas alcanzaba a correr al calor de la selva que ahora ya no estaba. Ella sentada muy propiamente, emanando elegancia, aunque su silla ya no fuera de madera, sino una de plástico, con rueditas y bacinica. Y yo, al contrario, siempre sentada como de costumbre, con los pies descalzos sobre la silla, las piernas hechas bolita, pensado que así es cuando pienso mejor. Y claro, yo siempre metódica, con una libreta y lapicero en mano, lista para documentar cada momento con ella.

En la mañana número 37, a mi abuela se le ocurrió unir dos palabras que, por fortuna o desgracia, se extraviaron y acabaron siendo pronunciadas una detrás de la otra. “¿Me pasas la miel de cabra?”, me pidió en el momento en el que le puse un vasito de yogurt junto a su café. “¿Quieres también unos huevos con Angélica?” Me miró, y con un pequeño destello en sus ojos al imaginarse que su hija, ahora convertida en madre, podría sufrir un pequeño revés, procedió a mezclar la miel con su yogurt natural. Vi cómo mi mamá, al preparar el desayuno de mi abuela, de tan cansada por haberla cuidado durante un episodio de deshidratación mental la noche anterior, se confundía y se mezclaba con los huevos y la sal, y yo tenía que separarla cuidadosamente del huevo, ponerla dentro del cascarón roto, pegarlo con Resistol y empollarla hasta que recuperara su forma humana. Con ese meticuloso proceso lograba que mi mamá me quedara casi intacta, de no ser por el olor de la salsa ranchera que no se podría sacar con jabón ni cubrir con perfume.

Un mes después, en el día número 98, mi abuela –a través de su hábito de ensimismarse y al mismo tiempo escuchar las pláticas ajenas– se aventuró a las fronteras que existen entre uno mismo y los demás, entre las palabras escuchadas y las fantaseadas. “Ita, ¿qué canal de la tele quieres que te deje puesto? Voy a ponerme a calificar”. “Sí, claro que voy a ir a la boda de mi nieta”. Mi mamá me volteó a ver con ojos inquisitivos, queriendo ver si yo había confiado en mi abuela antes que en ella. Al asegurarse de que no hablaba de mí, mi mamá prosiguió en su camino hacia la cocina para hacer la papilla del almuerzo de mi abuela. Yo, enseguida, vi cómo al día siguiente, por obra del Espíritu Santo –o tal vez por la emoción de ir a tomarse un par de rompopes de nuevo–, mi abuela podía caminar de nuevo y esperaba en la puerta de la casa con una maleta, luciendo esos guantes largos y altos que tanto me gustaba verle puestos cuando ella era más joven. La vi decirnos adiós para luego subir a un taxi rumbo al aeropuerto, donde tomaría un vuelo a Ciudad Mante; mi abuelo, en carne y hueso, guapísimo, con sus dos piernas y sin diabetes, estaría esperándola para bailar juntitos hasta la madrugada.

En la mañana 161, mi abuela nos hizo una demostración magistral de cómo en la ausencia de la memoria se crean espacios nuevamente vacíos que uno puede llenar a voluntad, como churros con relleno de chocolate, vainilla o cajeta. Días atrás, yo había empezado a ayudar a mi mamá con algunos ejercicios que el geriatra le había recomendado a mi abuela, preocupado de que el deterioro mental de ella estuviera avanzando muy rápido. Le preguntaba, cinco veces por semana, datos sobre su vida, para estimular su memoria y ayudar a mantener su agilidad mental. “¿Cuántos años tienes?”, “94”, “¿Cuántas hijas tienes?”, “Dos”. “¿Cómo se llamaba tu esposo?”, “No me acuerdo, no tuve”. “¿Quién soy yo? “La vecina, ¿quién te adoptó?”. Y en ese espacio en el que me inventó ella, me inventé yo de nuevo. Yo, ya no era yo, pequeña, pecosa y con el pelo de baba, sino morena, con cara delgada y pelo ondulado. No olía a jabón, sino a canela. Era pura elegancia, como la vainilla, y necia como el maíz. En las noches, me fundía con la tierra y podía sentir el latido de los árboles, la frescura de los frutos, la cadencia de las hojas y el placer de las flores. Pensé cómo durante el día me tocaba tener forma humana y cuánto lo odiaba. Ansiaba la salida de la luna para ser tierra y viajar por el mundo en los servicios de transporte subterráneos, disponibles sólo para los espíritus de la naturaleza.

Los fines de semana, por alguna razón desconocida, era común que mi abuela no parara de reírse al estar en la sobremesa. La mayoría de las veces era después de largos silencios, como si alguien le hubiera susurrado un chiste al oído o hecho cosquillas al pasar de largo. Otras, era tras hacer desatinar a mi mamá en venganza por no haberle permitido que se tomara otro café o por haberla tallado muy fuerte en la regadera. Este fue el caso de la mañana 231. “Mamá, ¿me entendiste?”, “Sí”. “Y, ¿me vas a hacer caso?”, “Pues quién sabe”. Y se echaba a reír de su maldad. Mi mamá sólo suspiraba y se iba por las medicinas que le tocaban esos días. “Me voy a sentar como ella”, se burlaba de mí al verme sentada con los pies sobre la silla. Y me la imaginé que un día amanecía siendo de hule, porque mi mamá le había pedido a la Virgen María que le ayudara de alguna forma a cuidarla, ya que mi abuela estaba muy pesada y cada vez se le dificultaba más cargarla. La Virgencita, en su infinita misericordia, tenía la brillante idea de hacer de hule a mi abuela, pensando que así haría más fácil el cuidarla. Y una mañana, mi abuela amanecía livianita y flexible, con lo que no sólo se le facilitaba a mi mamá cuidarla, sino también se cumplía el sueño de mi abuela de poderse sentar de chinita como yo. A partir de esa ocasión, tomaríamos café –de nuevo el de ella con leche por eso de la cafeína– en una posición de yoga distinta cada día.

Las últimas mañanas que compartimos (la 323, 324 y 325), mi abuela hablaba mucho de apariciones, milagros y cosas de ese estilo. “Aay, aay, aay” repetía de pronto cuando pensaba que nadie la estaba escuchando; como si estuviera ensayando para representar a La Llorona en el centro comunitario de la colonia. “Que se me aparezca mi hija Angélica, que se me aparezca mi hija Angélica” decía, apretando los párpados, muy juntitos. Aún me queda la duda si se refería a una aparición de santa o de fantasma, si decía aquellas palabras con fervor o con temor. Y entonces, vi a mi mamá vestida de santa, coronada de flores, apareciéndosele a todas las viejitas mexicanas para consolarlas, o supuestamente, porque al mismo tiempo que les prometía intercesión divina en el cielo y les saciaba antojos de café con leche o hot cakes, también les daba unos buenos coscorrones por su incontinencia, sus medicinas olvidadas y sus bocados mal masticados. Eso sí, Santa Angélica de Tamaulipas les dejaba a todas las viejitas un par de popotes para que pudieran disfrutar más fácil no sólo sus jugos de naranja, sino también de sus sopas y papillas. Ella juraba que los popotes consistían en un adelanto del cielo en la tierra, aunque no se sabía si los dejaba por compasión a las viejitas o a sus cuidadoras.

Tras la mañana 325, ya no hubo más café ni sesiones de preguntas. Yo regresé al turno matutino en la universidad y mi mamá donó todas las pertenencias de mi abuela, incluyendo su silla de rueditas, popotes y taza de café. La habitación que había sido su cuarto pasó a ser de nuevo la bodega de la casa. Pero en el comedor de la casa, con su ventilador impotente ante el calor, se quedaron los árboles de pay de manzana, los libros guardados en el refrigerador, los jaguares plantados en el jardín, y una sirena en el lugar de mi abuela.


Diana Jiménez Thomas R. Ciudad de México, México, 1991. Candidata a doctorado en Desarrollo Internacional por la Universidad de Copenhague y la Universidad de East Anglia. Actualmente vive en Oxford, Inglaterra. Ha publicado varias reseñas de libros en diversas revistas académicas, así como un artículo en Oxford Feminist E-Press.


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