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Por Samantha Ivana Lamas Ramírez

Guadalajara, Jalisco, 26 de octubre de 2021 [02:16 GMT-5] (Neotraba)

Treinta años le bastaron para comprobar que, en efecto, la lluvia traía consigo los recuerdos de aquel fatídico día.

Tom abandonó el lecho helado en el que yacía anteriormente, sintiendo la ausencia pesarosa de la única mujer que había amado en su vida. Encendió un cigarrillo y lo colocó cual arma mortal entre sus labios. Sabía de sobra que, en las florituras creadas por el humo del cigarrillo, se dibujaría el rostro distorsionado por el miedo de la pequeña cuyo nombre prefería mantener en el olvido. El corazón marchito se le iba deshojando dentro del pecho, donde él podía apreciar, sin mayor problema, el vacío abismal, oscuro y gélido que se explayaba en su interior.

Mantuvo la vista fija en la mota anaranjada ubicada al final de su cigarrillo. Una daga violácea partió las sombras en las que Tom se refugiaba y, seguido de eso, atronó un relámpago en la lejanía. El hombre se sentó al borde de la cama, envarado, percibiendo una presencia ajena y ominosa que hacía años esperaba impaciente.

Fue el graznido del cuervo blanco de ojos rojos el que lo espabiló. Se apresuró a abrir la ventana, donde el ave aguardaba con decoro, observándolo fijamente detrás del cristal henchido de gotas de lluvia.

El cuervo ingresó a la habitación.

—Mentiría si dijera que no te esperaba esta noche. —Los labios de Tom derramaron humo por la habitación, nublando la transformación de cuervo a demonio del visitante—. Te espero todas ellas.

El demonio tardó en darle respuesta, se ocupó en dejar su pesado saco negro en el perchero situado en la esquina. Taconeó con las pezuñas en la alfombra para desprenderse de los restos de agua impregnados en su cuerpo. El brillo de su mirada escarlata evocaba a un par de brazas siendo consumidas por el fuego.

—¿Me permites acompañarte en tu velada?

Tom asintió al tiempo que el ciempiés flamante del miedo le recorría la espina dorsal. Comenzó a sudar a raudales, sin importar el frío que se cernía sobre la habitación, pues el demonio emanaba un poco del calor de las llamas del infierno. El visitante se acercó, rasgando la alfombra con sus pezuñas negras. Señaló cordialmente el tramo de cama junto al hombre, este último entendió el gesto y asintió, meditabundo.

Tom le mostró la cajetilla de cigarros, ofreciéndole uno a su acompañante. El demonio se negó, comentando que el fuego del infierno ya le había llenado suficiente los pulmones de humo.

—¿Qué ha sido de ti, mi muy añejo amigo?
—Nada que tú no sepas, Blesk —replicó Tom—. Me casé poco tiempo después de conocerte y después una avalancha de desgracias arremetió contra mí.

Blesk soltó una carcajada mordaz.

—¿Tan malo es el matrimonio?
—No me refiero a Sandra, ella fue el amor de mi vida.

Fue, repitió Blesk mentalmente, pensando en el concepto tan vacuo y banal que tenían los seres humanos sobre el amor. Les resultaba tan débil aquel sentimiento que eran capaces de delimitarlo por el tiempo.

—Por favor, ilumíname entonces. ¿Qué fue eso tan terrible que aconteció, Tom? ¿Qué cosa más terrible pudo sucederte que lo que tú hiciste?

La naturaleza perversa de la criatura afloró enseguida. No hubo tiempo de intercambiar oraciones cordiales, donde las verdaderas intenciones se escondían bajo la lengua pérfida del demonio.

—Mi madre murió tres meses después de mi boda.

Blesk emitió una exclamación de pesadumbres preñada de burla. Tom se removió incómodo y tomó otro cigarrillo.

—¿Sabes qué es más terrible que la muerte de una madre? —Ambos conocían la respuesta. El hombre permitió que fuese el demonio quien terminase su comentario hiriente—. La muerte de una hija, de una pequeña niña inocente… ¿Cuál era su nombre?
—No lo recuerdo.
—Sinvergüenza, por supuesto que lo recuerdas —clamó Blesk, iracundo—. Pero ya que te niegas a admitirlo, permíteme refrescarte la memoria.

La habitación plantada frente a ellos se difuminó en acuarelas de colores opacos, Tom suplicó al demonio que se detuviese, pero éste lo ignoró de sobremanera. Reaparecieron en un viejo automóvil, las manos de Tom se aferraban al volante que conocía tan bien. Blesk descansaba a su lado, en el asiento del copiloto. Los árboles que circundaban la carretera se quedaban atrás, cada vez con más celeridad mientras el vehículo aumentaba la velocidad.

—¡Basta, Blesk! —rugió Tom.
—Ahí viene Sofía.
—¡Blesk, te lo ruego, detente!
—Tú debiste detenerte, Tom.

El hombre intentó frenar cuando la menuda silueta de una niña se atravesó a mitad de la carretera, las llantas patinaron en el asfalto húmedo por la lluvia copiosa que no cesaba. El vehículo se impactó contra la pequeña, cuyo cuerpo voló seis metros y cayó provocando un golpe sordo en el concreto.

Tom y Blesk aguardaron en el auto, observando cómo el Tom de ese entonces bajó del vehículo. Las piernas le flaqueaban, las manos trémulas apenas pudieron rozar el cuerpo destrozado de la niña. Segundos después los alcanzó una mujer que, desgarrada ante la visión de hilos rojos extendidos alrededor de su hija, como sol sanguinolento, prorrumpió su nombre: ¡Sofía!

El hombre regresó al vehículo con las manos ensangrentadas, sabiendo que no podía hacer nada ya por la vida de la niña. La madre corrió hacia ella, volviéndose ferozmente en busca del rostro del asesino de su hija. Sus miradas se entrelazaron, ella iría tras él, eso estaba claro.

El demonio los materializó nuevamente en la lóbrega habitación. Tom no podía ni mirarse al espejo que tenía en frente. Hipaba, comprimiendo su cuerpo en posición fetal, tendido en el suelo.

—Sabes lo que vino a continuación, Tom —prosiguió Blesk—. Tú me invocaste, me pediste de rodillas que extrajese el recuerdo de tu rostro de la mente de aquella mujer, para que nunca nadie te encontrara y te hiciera pagar por tu error. Pero, como bien sabes, uno siempre paga sus pecados. Y yo te lo dije, te advertí, que vendría por ti y, como puedes notarlo, aquí estoy.

El hombre no paraba de temblar, naturalmente amedrentado.

—En verdad lo siento —chilló, casi ahogándose en sus propias palabras—. Yo no quise herirla, realmente no quería matarla.
—Tom, yo sé de sobra que no querías matarla, pero lo hiciste.
—¡No quiero ir al infierno!

Los aullidos de Tom fueron acompañados por el tronar de los relámpagos. Blesk lo contempló, dubitativo.

—Bien— exhaló, condescendiente—. Te propongo dos opciones. La primera es ir a pagar tu condena en las zarpas del infierno junto a mis hermanos, donde recibirás un castigo digno de tus acciones.
—¿Y la segunda?
—La segunda opción es que mueras y encarnes una vez más en un cuerpo mortal que estará destinado a una vida de tormentos, una vida cargada de dolor. Una vida en la que te preguntarás constantemente qué fue lo que hiciste para que las desgracias te avasallen día y noche.

El hombre no vaciló.

—Elijo la segunda opción, Blesk. La segunda.

Blesk suspiró, disgustado.

—Y pensar que fui tan iluso que creí que en esta ocasión tomarías la decisión correcta.
—¿De qué estás hablando? Es la primera vez que me lo preguntas —farfulló Tom.
—Esta es la cuarta vez que te lo pregunto, y es la cuarta vez que eliges la segunda opción.


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