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Por Camila Rosete Hernández

Puebla, México, 7 de mayo de 2022 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Hace poco tiempo comencé a creer en el destino, más bien en todas esas manifestaciones del destino enviadas por medio de escaleras a media calle, espejos rotos y parejas de onces guiñándome el ojo al ver el reloj. Empecé a prestarles atención porque también creo que es peor ir por la vida sin nada en qué creer, sin guías ni chistes universales para descargar un poco de mi propia culpa. Todas esas pequeñas cosas son una corriente de aire fresco, colándose a través del efecto invernadero de esta crisis primaveral. Y me alivian, me hacen menos responsable de mis delirios.

Por eso dan las once con once en el momento indicado: estoy confesándole mis pecados (o pequeños errores humanos) a mi gato, quien disfruta juzgarme con sus bigotes pretenciosos y de fondo (muy muy de fondo, como el murmuro imaginado de las estrellas al aparecerse en el cielo, un flujo de energía constante) recuerdo las promesas de esta mañana. Las cosas que salieron de mi boca con naturalidad y tono de broma mal fingido.

Es simple porque se trata de una imposibilidad gigante; es un deseo autosaboteado. Lo imposible se acaba en el momento mismo en que existe. Es la condición de prometer algo así: nunca voy a cumplirlo. No porque no quiera, pero porque no puedo. Humanamente no puedo.

Entonces, ¿por qué el universo está jugándome bromas con números espejo y fantasías inducidas en experiencias vividas a medias? Quiere decirme algo, pero el universo no habla y si lo hiciera, no existiríamos de la forma en la cual lo hacemos. Miro el reloj para comprobar mi desconexión espiritual. El gato me mueve los bigotes una vez más, insultando mi toma de decisiones en cuanto observa cómo me meto los tenis (sin desatar las agujetas y a presión), agarro las llaves de último momento y me hundo en una noche de estrellas escapistas.

La oscuridad es profunda, pues ninguna lámpara sobre la avenida brilla con la misma intensidad. Me balanceo sobre piedritas sueltas y envolturas de plástico, llevo en los labios la melodía de una de sus canciones favoritas, voy fuera de ritmo y con cierta valentía irreconocible en la espalda. Algo está cambiando dentro de mí. Se siente como el agotamiento de tener diez años y crecer, un agotamiento físico, brutal; son mis huesos estirándose para nunca volver a su estado anterior.

Esto es más grave, porque se trata de un optimismo en calidad de mala hierba que nace en mi pecho y va enraizándose entre mis bronquios. Sigue vivo porque yo respiro. Y trae consigo una carga ineludible de esperanza ingenua por si alguna vez necesita protegerse.

Me hace víctima de una serie de ilusiones parecidas a sufrir un golpe de calor. Es morirse de sed al mediodía y ver agua en cada boca entreabierta. Un oasis entre labios rosados que (esta mañana) prometí besar tan pronto como la primera lluvia cayera. Pero no sólo eso, prometí navegar en el valle de su lengua en tanto esas primeras gotas me mojaran la frente y me supieran a chocolate.

Si las gotas de lluvia fueran de chocolate…

Y los espejos me ven, justo antes de romperse, para dejarme en claro lo poco que merezco todo esto. El cuánto lo quiero, el cuán improbable es. Todas esas cosas se acumulan en alguna parte de mí, como un montón de ropa sucia por clasificar y yo sigo vistiendo el mismo pantalón porque no quiero enfrentarme a la realidad; a mis siete años de mala suerte ni a mi calca en cristal astillado.

Las luces de la calle parpadean como si presintieran mi llegada y la aborrecieran. Hago de mi número espejo una brújula y sigo adelante, aunque la noche da miedo. Quiero llegar a ese sitio donde llueve caramelo, donde no necesito el impulso de señales inventadas para avanzar.

Quiero llegar al sitio de las promesas que me hago cuando me siento optimista. Todas son falsas y se caen por su propio peso, construidas a partir de papel maché aguado. Pero sigo moviendo los pies, porque en ese lugar (alucinado) no debo inventarme mi existencia ni pegarla con resistol blanco para evitarle romperse a pedazos como piñata de posada navideña.

Ahí, donde los espejos no fracturan mi realidad, puedo dar besos y declarar amores. Propios, ajenos, reales. En ese lugar no debo fundamentar mis decisiones en una aleatoriedad del universo ni negarme a seguir el camino bacheado de la línea trazada en mi mano (esa del amor).

Me detengo bajo el quinto poste de luz, este tiene un foco viejo, de un tono amarillento moribundo. El teléfono público me advierte muchas cosas, casi me amenaza con sus rayones obscenos y su línea potencialmente cortada. Cuento mis monedas una a una, los botones crujen y se descarapelan bajo mis dedos, pero logra hacer contacto. Uno, dos, pasan tres tonos. El foco sobre mí sustituye mi luna, mi sol y todas las constelaciones con las que finjo definir nuestra compatibilidad.

¿Qué quiero decirle? Tal vez algo relacionado a la suerte. A mi mala suerte, pues mi gato negro se enojó conmigo al salir de casa. Y a nuestra suerte colgada del mecate universal. Quiero decirle, en realidad, que no va a llover pronto; el sol seguirá calentándonos, pero eso ya no importa porque hoy me vi al espejo (roto, tan roto) y sonreí. Se me escapó polen de la boca y estornudé. Pero sonreí.

–Es media noche –se queja, demasiado molesta como para ser verdad.

El aire se me escapa en una carcajada ligerísima. –Tú no duermes.

–¿Cómo sabes?

–Algo me lo dice.

Ella suspira. –¿Hablas con el universo de nuevo?

–No exactamente –respondo–. Me dieron las once once y pensé en llamarte.

–¿Para no cumplir tu deseo?

–Para anular uno anterior, creo.

Percibo la sonrisa en su voz cuando dice: –Tú manipulas las reglas de la superstición a tu antojo, ¿no?

–Sí –digo, cierta valentía me protege del destino–. Hoy me asomé por la ventana y la brisa me supo a azúcar.

–Eso es porque te zampaste mi barra derretida de chocolate barato.

–Con razón.

Silencio al otro lado de la línea. Silencio de este lado también. Si invocara aquellos fragmentos de cristal que dividen mi reflejo, bañándome en el camino de mala suerte, acabaría recordando por qué no se desean cosas imposibles.

–Explícame tu escepticismo –pido, casi en silencio.

–¿Intentas estafar a tu juez universal?

–Estoy embaucando al destino –admito.

–¿Y estás mirando al cielo por si llueve? –A ella nunca se le ha dado bien olvidar.

Suspiro. –Sí, estoy abriendo la boca y todo.

–Ojalá te siga sabiendo la lengua a chocolate.

Me río. –¿Por qué?

–Porque yo no te voy a besar hasta que lluevan caramelos.

–¿Tan mala suerte tengo?

El foco amarillo se funde, abandonando esta vida maltratada. –Es una cuestión de reflejos rotos, ¿no? –dice antes de explicar por qué los espejos no han maldecido mi vida. Yo detengo los sonidos ambientales, escuchándolo todo por si eso espanta el sentido brumoso de mi destino y por si, en un daño colateral, logro retener el sabor del calor corporal y el chocolate derretido.


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