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Puebla, Puebla, 31 de marzo de 2024 (Neotraba)

El viento está cargado y la vida sólo es fresca debajo de este árbol. Son esas cosas sólo concebibles como son cuando se está con ellas. Sí, el viento está cargado y furioso y corre desesperado; y la vida es fresca aquí porque este árbol es viejo y tapa el sol. El sol, en cambio, se está muriendo y no se esfuerza en hacer nada, sólo quemar. Quemarme. Le permito al viento golpearme con cada nueva carrera, porque no se le opone resistencia a esta clase de fuerza: terrosa, veloz, invisible. Y cuando empieza a deshojar los árboles me fijo en cuántas piruetas da una hoja antes de tocar el suelo: muchas.

Más que muchas.

El viento, me doy cuenta, corre y deja fantasmas a su paso. Porque si abro la mano, ofreciéndosela como ofrenda de paz, se sigue derecho, entre los dedos, junto a la piel y la toca casi (casi) con delicadeza. Luego se va, porque si el viento ha de hacer algo es siempre irse, entonces se va y deja una sensación desesperantemente imposible de recrear. Tengo un cuerpo, reconozco con el viento haciendo estragos lejos de mí; tengo un cuerpo y nada más. Tengo un cuerpo y por eso el viento me toca, pero sin viento ¿qué ha de tocarme? Lo único que me toca, entonces, es este fantasma de viento.

Me toma la mano un fantasma. Y no lo siento, imagino sentirlo nada más. No puedo ni recrearlo aquí dentro ni entre las falanges ni detrás de los párpados con el sol impaciente pidiéndome atenciones. No puedo hacerlo, no hasta después del primer segundo tras abrazar a alguien.

Es esto. El abrazo es el viento que me atraviesa, el viento que me atraviesa es este abrazo. Y huele a perfume y sabe un poco como a la hora en la cual el sol está incendiándose sobre nuestras pieles. Esto se siente como tener al viento chocando con la piel, tocándola con esa ligereza suya, con esa inmaterialidad y esa suavidad; pero es mejor. ¿No es mucho mejor? Porque esto no es un fantasma, no deja un fantasma.

En realidad, deja rastros de sí. Y esta vez, si cierro los ojos con suficiente fuerza, casi lo puedo recrear. Si cierro los ojos por un brevísimo momento está aquí de nuevo. La maraña de brazos, las cabezas una junto a otra, los corazones haciendo papam papam a ritmos diferentes. Quizá, incluso, a ritmos iguales. Es el calor y la piel y ese aire capturado en los bronquios. Es la fuerza en las manos. Es al final, cuando se prevé terminado este gesto tan brutalmente destructor (para mi piel, para mi alma, para el papam papam de mi corazón), el aroma.

El olor de un perfume ajeno. Total y absolutamente extraño. Cierro los ojos. Está aquí. Y, oh, es el viento tan amable de traérmelo con cada viaje. ¿Para esto sirven? ¿Los cuellos de camisa para esto sirven? Para almacenar perfumes ajenos que se pegan si (y sólo si) la combinación correcta de movimientos se da en el momento correcto de la tarde.

¿Me irá esto a destruir? El abrazo de oso que recuerda un poco a dejarme golpear por un viento inclemente.

Pero no, esa destrucción es imposible. Porque el abrazo no opone resistencia. El abrazo deja otras cosas además de un fantasma hormigueante. El abrazo deja el fantasma de un olor que se convierte pronto, tan pronto, en el fantasma de alguien. Y el abrazo deja calor y sonrisas; sonrisas post-abrazo además, las cuales han de ser de la mejor clase de sonrisa. No deja sólo un fantasma; es más, no deja fantasma.

Deja el anhelo de un millón más de abrazos. Y en ese anhelo se queda (hasta ser llevado por el viento) el aroma de un perfume que no es el mío. Vive, este anhelo, en un cuello de camisa (y en la sonrisa y en las manos inquietas y en el ritmo de un corazón robado). Por eso, creo, el viento es el malo de la historia. Por llevarse el olor del anhelo.


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