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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 20 de julio de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

TO-DOS DE PIE ES-CU-CHAN-DO

POR-QUE LLE-GÓ PA-PÁ: https://youtu.be/YQzUtizoJ_Q

Es un poco triste que gran parte de la historia documentada haga referencia a conflictos bélicos y que, además, estos procesos sean exaltados como los más grandes. Pero si algo podemos aprender en medio de la catástrofe es a reconocer rostros llenos de polvo e historias mal contadas.

México, en particular, adopta nombres ilustres como pilares de su historia, y hace el papel de un ilusionista de circo al transformar simples hombres en grandes con un movimiento sutil en su proyección; llevando a un bandido del norte, a una figura casi intocable para los estereotipos mexicanos del siglo XX –como sería el caso de Doroteo Arango. Héroes que llenan las páginas con sus fotos, que retratan mitos más cercanos a un chisme que a la historia fidedigna.

¿Cómo es que la creación de estas figuras afecta a una revolución? y ¿cómo esto puede volverse un problema?

Si no recuerda, en la anterior columna de esta miniserie hablamos del cómo inicia una revolución, y de las razones que las impulsan, mencionamos el concepto de héroe, y llegamos a la conclusión de que es la concentración del descontento la que hace despertar a la hidra –como concepto para explicar a un pueblo descontento pero sin uso de razón–; y el poder o las personas en él calman esta incomodidad con actos pequeños, ignorando la problemática inicial hasta que llega a un punto irreversible.

Los héroes parecen domar a la hidra en su primer enfrentamiento. La sola imagen de alguien que desea acabar con los males de una vez por todas es poderosa, atrayente; podemos explicar esto desde la empatía humana, siendo que podemos identificarnos con estos héroes en sus inicios y ¿cómo es que ocurre algo así?

Tal vez, si este tipo de preguntas las hubiéramos contestado con la historiografía del siglo XIX y XX, hablaría de grandes hombres con grandes ideales en grandes planos deterministas; agradezco que hoy en día podamos satirizar muchas de esas figuras sabiendo que todos ellos eran pobres diablos en un infierno inmenso. De modo que, la forma en que podemos reconocer a un verdadero héroe es desde su condición humana, sabiendo que es tan frágil como nosotros, y que desde ese punto común, llega a sostener la cabeza de la hidra en su mano, sea para exhibirla como un triunfo o como una advertencia. Al menos, así ocurre en un principio, cuando la historia de un evento sigue su curso y nadie se pone de acuerdo para favorecer a una versión en específico. Cosa a la que llamaremos el efecto Heracles[1].

El héroe humano, el que todavía no ha sido tocado por la idealización, es en su mayoría una persona que cumple con alguna de las siguientes condiciones: lleva un propósito cercano a la venganza en sus actos, o bien, es precedido por visiones más amplias a la suya sobre el futuro ideal en el grupo social del que viene. Es algo curioso que mucha de la historia podamos reducirla en esa breve separación binaria, pero algo que aplica a las figuras heroicas a las que atribuimos muchos eventos.

Por poner un ejemplo, los movimientos armados en México, después de 1913, fueron impulsados por razones cercanas a la venganza; a primera vista, la afirmación podría dirigirnos a los hechos ocurridos en la Decena Trágica, pero creo que va algo más profundo que la muerte de un hombre más en busca del poder, creo que el resentimiento era dirigido a la destrucción virtual de un ideal logrado por los primeros años de revolución, la idea de tener un líder elegido por la vía democrática –siendo Madero un nombre vacío para este caso. Es hasta el asesinato del ideal –y no del hombre que le portaba– que salta la hidra llena de ira, controlada por héroes muy variados que hoy no hacen más que llenar las láminas en las papelerías. Pero si ya dejamos en claro que todos ellos podrían haber sido cualquiera, ¿por qué subrayamos unos nombres más que otros? Aquí retomaremos el efecto Heracles.

Del contacto entre la memoria y las voces de muchas personas se puede obtener una especie de teléfono descompuesto sobre el cómo y el por qué de un evento tan importante. Imaginemos, por ejemplo, que Herodoto nos mintió acerca de los orígenes en la estirpe de Heracles, imaginemos que era un pescador pobre de las costas adriáticas. Tomemos uno de sus trabajos –el más real dentro de lo imaginario–; la caza al león de Nemea.

Hércules Farnesio de Glykon de Atenas copia de un perdido original en bronce atribuido a Lisipo
Hércules Farnesio de Glykon de Atenas copia de un perdido original en bronce atribuido a Lisipo

Muchos de los extranjeros al ver una piel de león en la casa de un pescador se preguntarían cómo fue que la obtuvo, pronto la historia se iría traspasando de boca en boca hasta llegar a tierras tan lejanas como Salónica, pero para este momento, el pescador Heracles habría dejado sus redes y su barca, pasaría a ser hijo de una deidad caprichosa, lleno de arrepentimiento y con hazañas enormes sobre sus hombros, no solo el matar a un león cualquiera. Esto puede ocurrir por muchas circunstancias en realidad, pero en la que nos enfocaremos será en la selección narrativa.

Parecido a la selección natural, en el discurso se preservan los más aptos, aquellos que puedan adaptarse de forma universal a las temáticas ontológicas, por lo que no es difícil imaginar que la historia de un pescador matando un león, tal vez solo podría interesarle a sus vecinos, pero saliendo de la costa, solo podría parecer una historia más. ¿Cómo hacerla más interesante? Haciendo una bestia más feroz, haciendo del héroe un semidiós, aumentando el peligro de realizar la tarea y sobre todas las cosas, brindando una explicación a su actuar, en este caso, los doce trabajos encomendados por el rey Euristeo.

Es de la flexibilidad en un hecho que pocos pueden afirmar o negar, que cualquiera puede moldear sus factores para narrar la historia que quiera, y es del acuerdo social que se acepta una versión real. Así como pasó con este pescador, pasaron años hasta que el mito de Heracles se volvió tal y como lo conocemos hoy en día; así tuvieron que pasar años hasta que la imagen del centauro del norte se volviera un ícono mexicano.

Y tal vez, tener un héroe no suene malo y en esencia, no lo es. Creer en algo cuando todo lo demás parece destruirse es algo inevitable y hasta necesario para muchos, pero consagrar un motivo a esa imagen borrosa es un paso muy incauto cuando no se sabe hacía dónde se va; pues se corre el riesgo de que la versión a la que admiramos de un héroe sea una que ha sido manipulada por alguien más, encarnando así, todo lo contrario a lo que el héroe humano habría luchado, avivando las llamas del problema que enfureció a la hidra en primer lugar. Basta con un pequeño paso entre la admiración y la idealización para que nos paremos de la silla enfurecidos contra un argumento y digamos: ¡Ustedes son los malos!

Pero hablar sobre los discursos de odio, la manipulación heroica y el yo-nada, tendremos toda la siguiente columna de esta serie. Hasta entonces, no se agarre a escobazos por saber quién es malo o quién bueno, para eso estoy yo que ni le veo ni me ve.


[1] Suena bien pretencioso, más porque podría llamarlo como es: Apología. Pero es mi columna, y me gusta cómo suena. Igual cabe aclarar que no quise ocupar la versión romanizada de Heracles, porque prefiero su nombre griego. Fin de la nota.


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