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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, Puebla, 12 de septiembre de 2023 (Neotraba)

Cocinar es un acto de amor – te digo. https://www.youtube.com/watch?v=0Uevl5T6AUk&pp=ygUXY2Fmw6kgY2Fmw6kgc29uIGphcm9jaG8%3D.[1]

Hay algo curioso respecto a la cocina. Requiere mucho. Incluso las cosas más simples necesitan de tiempo, de conocimiento, y de un acuerdo frágil entre lo que significa cocinar y lo que significa recibir una comida. Vamos por partes, a picar los ingredientes, si lo quiere ver así.

¿Qué se requiere para cocinar? La respuesta más simple es que depende mucho de qué es lo que se cocine, y ahí está nuestro primer punto. Saber. Saber qué se va a cocinar, qué se necesita, qué se debe hacer. Y no necesariamente porque una receta lo diga –los libros de cocina son como ponerle llantas de entrenamiento a un tractor– sino porque se parte de nociones que ya tiene una persona que va a cocinar. Como si pone algo en el aceite caliente, algo debe pasar.

Aprendemos a cocinar por accidente. Por imitación, por instrucción o por necesidad, pero algo hay en el cocinar que hace sutil adentrarse. Y tener recetas más complicadas, manejar herramientas cada vez más extrañas, especializaciones imposibles. Jugamos en todo momento, es el juego más noble que la labor, del juego salen reglas que transgreden la realidad, la reforma. Hacen que las moléculas vuelvan olor, textura, color, forma y alimento. El juego alimenta. No hay confirmación más hermosa del valor de la cocina que esa. Accidente químico que transforma ingredientes sueltos en una sustancia única, un adjetivo único para un único momento. Por eso el olor a atole es el atole mismo.

Y según las manos que lo hagan es el sabor que adquiere. La cocina es mística, un juzgado ominoso y caliente que decide las personas que son de su gracia y aquellas que no lo serán nunca. Pese al tiempo, pese al deseo. Las hornillas son caprichosas valkirias que recogen en sus brazos cadáveres aromáticos; sacrificios pequeños que anteceden a la decisión inapelable de si una persona tiene sazón o no. Aunque hay gente que, sin tenerlo, van a contracorriente, hasta adherir en su cuerpo la figura de alguien más, jugar a que tienen las manos de algún ungido por las salsas y las carnes. Ganan en la pérdida su derecho de gozar su alimento. Rendir homenaje a esas personas dentro de lo que cocinan, evocar su memoria como lo hace un creyente al elevar una plegaria y decir: mira, así lo hacía mi abuelo.

La cocina por eso mismo, también es un cementerio de pocas lápidas. Y detrás de cada corte en la tabla está la experiencia de todos ellos. No necesariamente como un epitafio, sino como fotografías que construyen los platillos tras bambalinas. Recuerdos que agregan otra capa de sabor y significado a lo que se cocina; el recuerdo de una cena familiar, de un día en que pasó algo, o incluso en los que no pasó nada relevante. Las cocinas siempre son lugares cerrados, porque guardan algo de alma entre las manchas irremediables.

Así se construyen; con manchas. Desde que se imagina el espacio, o incluso si se tiene de imprevisto. Son testigos del movimiento de los habitantes de una casa, porque el sacrificio silencioso que exige el fuego es el movimiento de otros seres que, como él, expiden calor al caminar. Y las cocinas se manchan. De palabras, engaños, golpes, gritos, pero también de azúcar, sales, y especias sueltas. Las cocinas se construyen de manchas porque es inevitable dejar huella de que estamos vivos, y por vivos sentimos.

Todo. Casi todo el tiempo. Según se sienta, según se cocine. Postres amargos, guisados ácidos, salsas secas, caldos espumosos. Según se cocine, según se sienta. Lo de una tarde, lo de varios días; cocinar empieza desde que a la mente del agricultor viene la idea de cultivar un ingrediente, y termina hasta que una nueva semilla llega al vientre de la tierra. Pasa por todas las manos posibles, y solo una boca. Es así el destino complejo de lo creado, caminos incomprensibles que dan vuelta los unos a los otros, que no se terminan de andar, que el creador en su infinita pretensión, no puede soñar. Quizá por eso cocinar parece sueño cuando se domina, el control de una realidad alterna, el mando único de las cosas que no tienen opción; aquellos jitomates serán parte del spaghetti, y aquellas tortillas duras serán chilaquiles. Todo destino es conocido, pero nunca finito.

Cocinar, te digo, es un acto de amor. Porque en medio de las cosas tan improbables que ocurren al colocarse el delantal, sabemos qué será de nosotros las próximas horas. Nos entregamos, sin que lo pida otra persona. Nos reconocemos humildes, sin que pase nada siquiera. Soñamos y jugamos con las posibilidades de las cosas que todavía no llegan a la mesa. Nos ensuciamos. Cedemos. Vamos y venimos. Puede doler si no se tiene cuidado, y se puede ir con noción de lo que se hace, o se improvisa en la marcha. Cocinar. Amar. Se asemejan tanto como lo hace un espejo de plata a uno en la superficie de un estanque. Ambos contienen el mismo cielo, y bajo el mismo cielo se persiguen, sin tocar sus cuerpos, pero sí su imagen.


[1] ¡Niñe, deje eso ahí! Desayuno.pdf


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