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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 03 de seputiembre de 2020 [00:16 GMT-5] (Neotraba)

El mexicano es más cercano a las doctrinas orientales que las occidentales. Póngalo a prueba cuando camine por las tortillas: estoy casi seguro de que, si la distancia entre usted y la tortillería está a unas cuatro calles o más, inevitablemente divagará entre sus pensamientos más sinceros, porque entre usted y la calle no hay nada distinto al sonido que hacen sus zapatos al caminar y patear rocas.

Y lo digo tal seguridad porque pienso en México como un país de imágenes, de retratos urbanos que se conservan en nuestra memoria, y podemos describirle como quien cuenta una historia que nos deja inmersos a mitad de la nada. Comprender cómo funciona su narrativa es algo curioso, porque parece no ser un relato lineal; ni siquiera parece tener la estructura de un cuento, ni de una novela, no hay un principio aparentemente humano del cuál partir.

Si uno empieza desde su nacimiento, se excluye la existencia de otras personas que no interactuaron con nosotros de forma directa; si se decide indagar desde la historia de un lugar, se pierde la esencia particular; desde la ciencia no hay personificaciones; en la literatura no se relata la verdad; el periodismo no es objetivo, etc.

Los Fuertes de Puebla durante la epidemia de COVID 19. Foto de Óscar Alarcón
Los Fuertes de Puebla durante la epidemia de COVID 19. Foto de Óscar Alarcón

El relato no tiene una forma, no tiene sentido ni determinación claras que nos hagan saber su evolución. Lo único que se tiene a la mano son los perros que descansan en la banqueta, los charcos que pueden haber quedado en los baches. Sin querer grabamos esas imágenes en nuestro inconsciente, les asignamos cierto cariño porque dentro de nosotros recordamos todo lo que nos ha sucedido en esa calle —u otra parecida— porque otra característica mexicana —y me atrevería a decir que también del resto de Latinoamérica— es el arraigo cultural. Uno ve la calle, reconoce los perros, ve las casas que parecen no haber cambiado en años y entonces se ve a uno mismo. ¿Habré cambiado yo?, se pregunta.

Y puede ser justo así, realmente el cambio se dio en usted. Pero no es otro el que va a comprar tortillas ahora que el de unos años atrás. Aunque nos resistamos, el cambio no está en nosotros, está en las circunstancias transitadas. El mismo ejemplo: hace años no pensaba siquiera leer en la actualidad una columna como ésta. Cambia el entorno, la calle parece estar más desgastada, el costo de las tortillas, la forma de su caminar; su personalidad no cambia, porque resulta imposible.

De entre los cambios los más evidentes está la muerte, como una constante ontológica y mero contrapeso a nuestro ego. La muerte es ruidosa y delata los pasos que no suenan en la calle, pero como una imagen. Vive porque aquí vengo —dice en tono de burla. Pero uno no tiene tiempo de pensar más en eso, la meditación termina cuando se pide medio kilo y se preparan seis pesos.

Los perros siguen allá afuera, aunque tal vez ya despiertos; la calle sigue transformándose, y nosotros nos disponemos a pensar en otras cosas camino a casa. Tal vez sólo escuchar música y escuchar cómo nuestros pasos resuenan en otra calle, donde sólo es real la niebla.


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