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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 31 de julio de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

El bajón es temporal. Cristobal Briceño y sus múltiples bandas, son eternas.

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De pronto uno está en la lona. Como todo boxeador, ser derribado es una tragedia silenciosa y simple. Fuera del cuadrilátero todo sigue su curso, y la gente grita, y el bochorno se aglutina en los oídos. Tener 20 es convertirse en Sonny Liston.

Es claro que el ser humano está destinado a la crisis, porque nuestra resistencia al cambio es la forma en la que nos mantenemos a salvo; y por ello existen muchas etapas en las que estos cambios nos derrumban, o de menos nos dejan una marca. Es tan natural como doloroso atravesar por estos valles emocionales. Luchamos a la contra. Sin descanso, porque nadie puede dejar de crecer.

Y hasta que salga de este bache, solo puedo suponer el por qué estoy así en primer lugar; la soledad.

Con lo pomposo que suena, creo que la causa fundamental de una crisis es sentirse solo ante la marea de cambios. Estamos solos. Porque nadie dimensiona el cambio como nosotros. Estamos en una tormenta en que no somos agua, ni nube, ni viento. Somos la tierra que erosiona hasta volverse mar.

Y los 20 son la manifestación de todo lo que nos hace sentir más pequeños. Todos los golpes acumulados en la infancia y adolescencia de pronto estallan en los huesos; la mortalidad toca la puerta, la recibe el futuro, y toman el café discutiendo sobre qué tan buenos seres humanos hemos sido. Si hemos sido felices, exitosos, plenos. Si en 10 años no nos arrepentiremos de todo lo que somos ahora.

Tener 20 es la oportunidad perfecta de romper nuestra vida y rehacerla para los 30, pero no hacerlo por temor de llegar a los 40 sin más éxito que salir de la cama.

Tampoco es como que la realidad actual sea de ayuda para perder el miedo. Muere gente que parece no merecerlo. Como si su alma escapara del mundo que no fue suficiente para ellos. Hijos perfectos, hermanas idílicas, padres bastiones, madres manglares. Han sido meses en que la muerte de gente rodea mi silueta depredando las incontables cosas que no son parte de mí. El abismo marino que revuelca una y otra vez la diferencia entre esas personas y yo. El hecho irreconciliable de que soy imperfecto.

Todo se desmorona. Años en que todo pasa en el fondo, como si en medio de un choque todo el escombro se hiciera pequeño tras el cobijo de los audífonos. Escombros que reflejan –entre otras cosas– las mitades frágiles del mundo. Casquetes polares, bombardeo publicitario, remolinos mediáticos, gente muy pequeña en problemas muy grandes. De todo, quizá esto sea lo que menos desgasta el ánimo. Ya hemos sobrevivido a una pandemia, y encerrados vimos cómo al mundo le importará poco si la humanidad se envenena sola, o estalla bajo un bosque de hongos radiactivos. Es este absurdo lo que nos sacude y da la mano, para saber que al menos vale la pena luchar para desaparecer a la humanidad en un mutis, en un destello silencioso, pacifico. Caer dormidos.

Dormir. Nunca antes había sentido la necesidad de solo enterrarme en la cama, y no despertar en mucho tiempo. Pero hacerlo en sentir que todo el tiempo lo hago, y vivo en piloto automático. Y sé cómo llegar a mi facultad, regresar a casa, destapar una cerveza los viernes, intentar escribir y nunca quedar conforme. Porque al leerme, leo a un traidor, a un impostor. Finjo estar cansado, y dejó otro epitafio entre los archivos de mi computadora; “documento sin título”.

Vivo en piloto automático casi todo el tiempo. Porque al pensar en mis acciones viene la marea, y camino hacia ella. Sin esperar flotar ni ahogarme. Solo sintiendo su abrazo negro llenar mis ojos. Despertar en medio de la noche y darme cuenta que rodeado de agua, tengo sed.

Sed de ser deseado. De que alguien me piense, y decida ver la marea conmigo. Pero también de seguir andando por otros cielos, arrollar la costa siendo ciclón. Siempre en movimiento, siempre una fuerza imparable y un baile caprichoso. Sed. Que alguien me pida mi número, ir por un café, pasar una tarde tranquila. Sed. De llenar las sombras en las líneas de mi mano. Confiar en el destino. Encontrar amor. Dentro y fuera.

Encontrar. Todas las piezas rotas en mis ojos. Ver por completo a la persona que debo ser. Saber qué debo hacer, pensar, decir, para dormir tranquilo. Descolgar de mis hombros cada visión borrosa del futuro. Saber que todo está bien. Y morir en el invierno de todo, en la paz de haber sido conducto de la vida, admirando las cosas simples, cayendo de a poco en un idílico beso con la respiración final.

Cambios. Todo lo que me inquieta mientras escribo es eso; las huellas del cambio. La prueba de que en todo momento estoy arriba del ring, incluso si es besando la lona.

Me detuve en las cosas que escribía. Porque no me sentía bien, y porque al escuchar un podcast en el camión me entró de pronto una epifanía: no me quiero achochar con el paso del tiempo. Ni que mis columnas dejen de significar algo para mí por hacerlo en nombre de una costumbre, o para limpiar mi cerebro de cosas. Y luego me di cuenta de que quizá me exijo mucho.

No estoy en un suelo estable. Soy un ser humano. Y si alguien con mi edad me lee y siente que no ha hecho mucho con su vida en este cachito caótico, tiene que saber que, en medio del cambio constante, de las crisis, no hay más que entregarse al vacío. Sentir cada una de las cosas que nos tumban en la cama, y saber qué es lo que está mal. Levantarnos de a poco, regalar al mundo una foto impactante de nuestra derrota, y pelear todo tiempo a la contra.

Cosas simples que nos construyan de a poco. Como cambiar nuestra dieta, hacer ejercicio, hacer limpieza mental, vivir de a poco sin los vicios hormiga. Apagar el celular un rato, retomar el recetario –en mi caso– y regalarnos una tarde para imitar un programa de cocina. Y claro que soy consciente de que hacer algo así es una pendiente elevadísima, porque en todo momento estamos expuestos a las cosas que queremos evitar. Pero por algo se debe empezar.

Porque todo va a seguir siendo un desastre afuera, nada dejará de moverse. Luego podremos lidiar con ganar el nobel en un día, ser el mejor ser humano en la historia, encontrar el amor en Bumble, derrotar al capitalismo rascándose la cabeza.

Abordaré en más columnas todas las cosas que anoté en un chicharrón de papel mientras no tocaba mi columna. Hablaremos precisamente del porqué la actualidad se siente como un infierno, la parte bonita y la mala de “echarle ganas” a las cosas, el enamoramiento –solo que mejor planeado que en veces anteriores–, chamba, y música. No sé con qué frecuencia, pero haremos que esta marea de cambios traiga consigo bonitas conchas.


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