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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 14 de agosto de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Échale ganas Lng/SHT!

https://www.youtube.com/watch?v=HgBep-LJX-8&pp=ygUGUm9tY29t

Hay una razón por la cual se perpetúan los discursos: su funcionalidad. En la creación de otros discursos, en la ejemplificación –a favor o en contra de un punto–, en el desarrollo intelectual del ser humano incluso, pero casi nunca en la vida práctica. Porque –créalo o no– el lenguaje no refleja fielmente el mundo.

Hablar requiere de una traslación obligada entre la realidad y la mente del interlocutor, que sugiere también la adecuación de la realidad a las ideas que ya tiene una persona consigo. Lo que hace que el lenguaje en general sea una lente empañada por el medio, canal y mensaje mismo. Y los discursos no están exentos de distorsionar una imagen mental, por defecto. Pero ya nos adelantamos mucho para llegar a ese punto, rebobinemos.

¿Por qué chingados hablar de discursos es importante? A pesar de que la palabra se haya visto revolcada durante décadas –quizá siglos– por el ambiente político, el discurso en sí podría ser considerado un sistema de normas en el habla. Ciertas palabras se resignifican, otras adhieren significado, otras más se evitan dentro del léxico, pero todos los cambios son justificados bajo una preconcepción del tema al que un discurso está ligado. De ahí su relación tan apegada a la política, de la agrupación mediante la ideología.

Lo curioso es que además del discurso enfocado en la política –el más pequeño a mi parecer– está el que se genera de forma orgánica mediante la experiencia colectiva. Un discurso cultural. Más resistente al cambio, al paso del tiempo y que además debe su existencia a la casualidad, a la arbitrariedad del ser humano. Y tal es el caso del tema del día de hoy: el echaleganismo.

Imaginemos por un momento el día que Dios cerró los ojos y en la conversación más incómoda y profunda que dos seres humanos pudieron haber tenido acerca de algo inevitable; uno le dice al otro: pues, échale ganas. Quizá porque no sabía cómo responder o porque no había nada más qué acotar en la conversación. Pero esa frase nos persigue hoy en día en contextos tan diversos como los humanos que los habitan.

Tampoco es como que una sola persona sea responsable de que el suceso cultural tenga cabida en la sociedad, pues esa frase tan coloquial e insensible pudo haber venido de muchas partes. Pero a mí parecer, creo que viene de una razón histórica en México: trabajar[1] no es un medio para una buena vida, es EL MEDIO para vivir bien. Sobre todo, después de la Revolución, con México asentándose de a poco en la Modernidad, como se asienta el reflujo en el estómago.

Con una clase media en aumento y las grandes industrias abarcando los lugares que dejaron los hacendados porfiristas, era lógico que la ocupación de esta nueva clase social en México fuera ser la fuerza laboral secundaria o terciaria de las industrias. Naciendo así la imagen del mexicano trabajador que se apoderaría del discurso político en los años ‘40 y posteriores. Y ni hablar del mexicano bracero que solo hizo que la frase “échale ganas” cobrará más sentido para la mente del mexicano promedio, soñando con irse al gabacho y hacerse de dinero.

Para luego cambiar con el milenio y ahora basar el “échale ganas” en imitar a otros países más diversos –en apariencia– en aspectos que también derivan en el dinero. Como cuando pretenden que el sistema de salud sea como el de Dinamarca o la educación de un niño de primaria igual a la de un niño chino. El discurso es el mismo; “échale ganas” para ser mejor.

Y al ser un discurso, hay palabras que se resignifican, como el de “problema” a “oportunidad”, o “desigualdad” a “desventaja”. Como si la vida fuera tan sencilla. Pero bueno, antes de soltar bilis, hay que ir por puntos. ¿Está mal aspirar a algo mejor?

La respuesta es que no. Aspirar a algo mejor es en todo caso, una necesidad humana. Pero hacerlo en medida de imitar contextos es un error fatal, porque ninguna de las dos partes comparte las mismas necesidades ni los mismos recursos para hacerle frente al problema. Aspirar a algo mejor se trata también de ser conscientes y críticos con uno mismo, saber hasta qué punto algo es posible y de esa forma optimizar el esfuerzo para lograr una meta. ¿Entonces qué hay de malo en decirle a alguien que “le eche ganas”?

Pues en que se invisibiliza el problema en sí. Se minimizan sus causas y se simplifica su efecto en la persona. “Echarle ganas” a algo quiere decir que la persona no se ha esforzado lo suficiente o que el problema no es tan complejo como para no superarlo con esfuerzo. Quizá así se ve en un principio porque nadie vive las cosas del mismo modo, pero más que ayudar, realmente deja a una persona sin ningún tipo de apoyo. Es una salida muy fácil a conversaciones muy pesadas, también. Y hay que contemplar que, al ser un aspecto cultural, es casi imposible no chocar con esa frase en la vida diaria.

Pero todavía va más allá. En medida de que la gente lo analiza como un discurso, el “echaleganismo” se emplea como una herramienta política para ejemplificar cómo es que “el pobre es pobre porque quiere”, legitimando el valor de la meritocracia –de la que hablaremos la siguiente semana– y de paso, ignorando todo el sistema que hay detrás de que una persona sea pobre, o que esté obligada a trabajar para vivir con lo básico.

Sin duda, una frase que me tiene harto. Pero que tiene su base enfermiza en cosas que competen hacia la cultura del trabajo duro, la meritocracia y la rapiña intelectual. Cosas que llegarán a esta columna en una semana.


[1] No está por demás decir que el concepto del “trabajo” en el México de antes y de ahora, no aplica si ese trabajo no es remunerado de buena forma, o si no es una actividad “seria”. En todo caso, puede que encaje más en un pasatiempo, o algo más bohemio, pero no “trabajo”.


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