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Escuela foto de Óscar Alarcón
Escuela foto de Óscar Alarcón

Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 23 de junio de 2019 (Neotraba)

No hay nada que podamos decir de una escuela que cualquiera no recuerde, ese espacio que amabas por estar con tus amigos pero que más de una vez te hizo querer ser tragado por la tierra ante presiones sociales o educativas.

De cualquier forma, desde su invención en el periodo helénico, ha ayudado de forma pasiva y activa al desarrollo de una sociedad con más oportunidades de crecimiento, partiendo desde la voz sabia del conocimiento adquirido por generaciones anteriores.

Hay quien dice que la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo y no me parece que esté equivocado. Solo hay que fijarse en qué contexto se cumple. Y es que parece absurdo que algo de tan buena fe, como lo era la idea de impartir e intercambiar conocimiento para el bien común, terminara siendo una fábrica de títulos más que de ideas; tan solo hay que ver en qué momento esto se quebró, ese momento en el que se hizo una educación más amplia pero menos objetiva.

Quizá debamos remontarnos al siglo XIX, en plena Revolución Industrial, con el mundo convulsionado entre velocidades de vapor y potencias de carbón, cambiando la manufactura por máquinas que podían hacer ese trabajo en menos tiempo y con menos errores aunque seguían necesitando operadores que cuidaran de los gigantes de acero. Aquí es donde la educación sale al rescate y la mayoría de magnates se da cuenta que educar a un niño para asumir su papel de obrero no era mala idea, así podían malbaratar su trabajo y hacerle creer que no aspiraba a más.

Las escuelas entonces se hacen sistemas, muy parecidos a los de una fábrica convencional: se entra y sale a una hora específica, se tiene una hora para comer y las demás son de trabajo, se evalúa el desempeño y se ubican a los deficientes, se les incentiva a mejorar y si no pueden, son expulsados del sistema. Pronto se hizo un espacio que un niño podía disfrutar, uno que podría llegar a estimar, plagado de conocimientos que igual y no aplicar en su vida diaria.

Si se dan cuenta, este sistema sigue operando por lo menos hasta nivel medio superior de nuestro país, pero en vez de dar conocimiento se da información conveniente para seguir en camino de no aspirar a algo más –cosa que me gustaría trabajar en otra nota más a detalle– dejando al estudiante casi sin una meta clara o una no muy ambiciosa. Entonces, ¿la educación es mala?

Pues a opinión de este escritor, no. Es malo el sistema, cosa muy diferente. Porque yo podría decirle a un niño que la gravedad es como la fuerza que experimenta en un tren a gran velocidad, entonces con esto en mente, se empieza a preguntar cómo es qué ocurre esto, lo que se conoce como interacción entre masas en física; su duda lo hace llevar la escala al espacio o incluso a algo más grande como el universo, identifica que entre más grande el objeto A, mayor será su atracción de objetos más pequeños y que la fuerza va disminuyendo mientras uno se va alejando, sin querer ya llegó a saber cómo funciona la gravedad porque lo impulsó su curiosidad, no las páginas de un libro lleno de fórmulas y tecnicismos.

Ese es el problema del sistema actual, el que un niño deba retener lo que le indican y no lo que quiere aprender, algo que se vuelve un conflicto y causa de deserción escolar en el nivel medio superior, en la época que uno no sabe nada y el más ligero desaire suele ser un viento de lobo feroz para nosotros. ¿Qué hacer entonces?

Desgraciadamente, como individuo, no se puede hacer mucho pero como colectivo se puede hacer un cambio significativo; como padre, la labor puede empezar al responder las dudas planteadas por sus hijos y hacerles apreciar el conocimiento; como profesor, en el hacer del sistema no una fábrica de asistencia obligatoria y rígida –eso solo hace que los alumnos los detesten–, sino una escuela, un espacio donde se da y comparte información para el bien común.

Y finalmente, como alumnos, no nos queda más que ser, en verdad, el arma más poderosa para los cambios futuros, ser como niños curiosos y hambrientos de respuestas. No dejar de pensar, analizar y de imaginar, porque nunca había sido tan necesario como ahora.

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