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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 18 de octubre de 2021 [01:51 GMT-5] (Neotraba)

Ya es tiempo, lo que resta del mes y parte del siguiente les compartiré mis canciones relacionadas a las fechas que tanto me gustan. Para el día de hoy, directo desde 1983: https://www.youtube.com/watch?v=Z85lxckrtzg

¿Le ha pasado? De pronto las cosas vuelven más o menos a como estaban antes de la pandemia –con el riesgo latente y claro– y, por alguna razón, las cosas que nos entusiasmaron en el tiempo que estuvimos encerrados ya no parecen lo mismo. ¿Cuántas rutinas inconclusas se quebraron con los meses? ¿Cuántos idiomas dejados a medio aprender? ¿Recetas sin cocinar? El inventario inconcluso se nos queda atrás mientras vemos concluir otro año.

Éste era el bueno, ¿no? En mi caso, la desilusión vino con el ingreso a la universidad, en primera porque todos esperábamos ingresar a presenciales desde el primer día, algo que, como es evidente, no pasó. Luego, porque la preparación que tuvimos en los meses anteriores, todo lo que conocimos de nuestras carreras, partieron de personas que vieron la facultad con sus propios ojos y no a través de una cámara. La digitalidad, por más fidedigna, no puede imitar el olor a tortas ni jugos de una cafetería del Centro.

Pero a este punto vale preguntarnos: ¿Qué fue lo que pasó en todo este tiempo?

Es duro hacer un recuento de los últimos dos años, no sólo por la soledad que para algunos representa, sino porque hay momentos todavía irreconciliables en la memoria de aquellos quienes desafortunadamente no pueden compartir más su presencia. Es duro, el mundo nunca dejó de ser mientras se ponían en pausa proyectos, vidas. Siempre hubo cuentas por pagar, una necesidad por satisfacer.

Pero de ese tipo de rigidez es que podemos partir para afirmar: nada dentro de nosotros es igual. Sé que puede sonar extraño, pues en la anterior parte de esta columna exploramos la inmutabilidad del mundo que nos rodea, pero el ser humano siempre es un poco ajeno a las cosas que suceden a un lado de él. No en la forma de hacerlo independiente, me refiero a su razón como individuo, a los pensamientos aislados de su manifestación social; como un divague momentáneo, una desconexión involuntaria.

Nada dentro de nosotros es igual. Incluso si se tuvo la fortuna de no tener una experiencia trágica, el propio hecho de reconocer nuestra mortalidad en otros es algo muy pesado para afrontarlo solos. Algo que sí puede recordar, lo comentamos en la primera parte: la pandemia fue para muchos la sensación de pérdida que nadie merecería experimentar. Pérdida de amistades, interacción social, lazos afectivos, trabajos, privilegios…

Ante algo así, en una situación crítica, el ser humano tiene dos respuestas precargadas: pelear o huir. Ambas son indicaciones que obedecen a todo nuestro rasgo de antecedentes en circunstancias similares. De pelear, la catarsis es una constante lucha de la que Kierkegaard habló en La enfermedad mortal; de huir, es posible que la catarsis sea una revelación final o nunca suceda. Pero siempre se deja una marca que determinará la siguiente decisión del individuo. Y puede que alguien me diga que en toda la pandemia no sufrió ningún cambio su personalidad.

Por lo que déjeme reformular mi afirmación para aquellos seres únicos: NADA DENTRO DE NOSOTROS DEBERÍA SER IGUAL. ¿Qué sentido tendría? El yo[1] que inició la pandemia estaba adaptado a hablar con otros yo de ese entonces, pero eso no asegura que ahora podamos hablar de las mismas cosas, o con el mismo sentido de interpretación. El yo que miraba la pandemia como algo lejano no es el yo que ahora lee esta columna, ni mucho menos el que saldrá de este periodo tan extraño.

Nada debería seguir en nosotros igual, ello implicaría que nuestros lapsos de desconexión con el mundo nos terminaron por consumir. No hay nada para evitar saltar de un edificio de veinte pisos y esperar a recibir el pavimento en la cara. ¿Dónde iniciaría nuestra empatía con otros? ¿Qué tan alienado con la realidad se debe estar como para evitar ver algo así?

Tal vez los problemas desprendidos de esa pregunta vienen desde hace mucho, en muchísimos ejemplos tan diversos como formas de rechazo a la realidad. A veces involuntario, a veces como reflejo de nuestra ignorancia: en historias de Instagram, propagandas inhumanas, campañas cada vez más surreales, tweets desvariados.

Las personas que no cambiaron entre ese entonces y ahora, son un peligro latente para las personas que les rodean. No solo porque hubo mucho que aprender en los últimos años, sino porque hace evidente su poco contacto con el mundo real, dejando así una perspectiva fabricada e inalcanzable de la que el deseo se vuelve su único ideal.

Pienso y sostengo que el cambio es necesario para aprender a vivir. Del intercambio constante entre lo que pienso y lo que es, hace que nuestra personalidad sea mucho más rica y sabia al momento de interpretar el mundo que nos rodea. Y, sobre todo, con decepciones tan evidentes como las mencionadas al principio.

En el año que pretendía ser el bueno para salir de la pandemia, lo único que nos queda al final es nuestras propias manías y monstruos enfrentados, la catarsis como efecto de nuestro cambio constante, nuestra experiencia compartida –en línea o distancia– con otros. Y, quién sabe, puede ser que al final de todo esto sean más cosas las que aprendimos que las que nos provocaron las crisis en primer lugar.


[1] Me sentí un poco como Borges. ¡Ché!


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