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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 09 de agosto de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Vamos a ponernos elitistas -guiño, guiño-

así que hoy queda un soundtrack como este: https://youtu.be/mkfRbCs15Jc

Hoy por fin me he dado cuenta del nivel tan prodigioso con el que hago mis columnas, de modo que de ahora en adelante, limitaré el público al que me dirijo. Por ello le pediré que sea tan amable de mandar una solicitud elaborada a mi correo personal para que sea sometida a deliberación si merece o no mi contenido; el formato es APPA con versión aceptable –hasta 2016– en Word y PDF. Por su atención, gracias.

Tranquilo, es una broma pero ¿se da cuenta de lo absurdo que suena? En el arte, lo que menos importa es el artista y sin embargo, la postmodernidad que habitamos hace que muchos artistas olviden que el hecho de crear es una disciplina y no una manera de perpetuar nuestros nombres. Hoy toca hablar de uno de los temas un poco incómodos de cualquiera que haya mirado su trabajo –o no, cómo explicaremos en breve–, el ego.

No es secreto que hoy más que nunca, podemos dar una pauta específica y numérica para catalogar la fama y trayectoria de alguien; vistas, retuits, seguidores, likes, todas son medidas de fama en un entorno tan controlado como las redes sociales y que muy probablemente, en algunos años cuestionarán los antropólogos al estudiar la sociedad globalizada del siglo XXI. Este tipo de medidas aplican a todo tipo de creadores de contenido, desde aquel que hace reseñas sobre productos como el que sale a la calle vestido de un personaje ficticio, pero en particular, se ha enlazado casi por accidente a la distribución del arte y su desprendimiento de lo reservado.

Probablemente, el primer artista en compartir su trabajo en una red social pensaba que solo sus amigos cercanos vieran su publicación, que tal vez algunos cuantos podrían poner un comentario pretencioso y otros más, solo pasarían de largo, pero algo chistoso de la historia –y el curso que puede tomar– es que nada ocurre como esperamos.

La foto se comparte de uno a otro, llega a listas de amigos cada vez más grandes, con personas cada vez más influyentes y en cuanto menos se da cuenta, alguien le contacta para ofertar algo de dinero por su pintura.

El artista, que probablemente habrá plasmado en su pintura un desayuno en el Starbucks, tiene en ese momento el reconocimiento no solo de su grupo cercano, sino de personas fuera de él y que le brindan su primera interacción con el yo-artista.

Para empezar, definir qué es un artista debe partir siempre de la relación del arte-persona. Siendo breves, podemos definir el arte como una extensión sensible de la realidad y por ende, un artista es la persona que logra esta manipulación con éxito. La relación arte-persona, viene del cómo se recibe una obra de arte, o sea, el efecto que logra en su mera contemplación.

Trasladado al ejemplo de la pintura del Starbucks, tal vez a la persona que ofrece dinero, le recuerda a un buen día o le parece armonioso el sentimiento que transmiten los colores, el caso es que el artista ya logró su propósito y se halla en el problema de valuar su obra. En ese dilema, entra el concepto yo-artista y el tema central de esta columna, el ego.

Con tanto reconocimiento es fácil perder el equilibrio entre reconocer el esfuerzo y el cuantificarlo; confundimos el número de likes en una foto al valor intrínseco de una obra por su efecto sensible. En un ejemplo muy popular, La Mona Lisa, es una obra que destaca por su efecto sensible y no tanto por su técnica, y si bien hoy en día es reconocida en todo el mundo. en su día fue una pintura más para Da Vinci poniendo en claro que, moderar nuestro ego como creadores no solo es algo que nos impulsa a mejorar, es algo necesario.

Obey the Siren
Obey the Siren

Por años hemos creído que las buenas obras son vendidas por miles de millones de dólares, y que entre más costosas o reconocidas, la obra puede aplastar a otros cientos que no llegan a ese nivel, pero no es así, si revisamos la relación yo-artista de cada autor, compositor o artista en general, veríamos que sus obras eran valuadas casi a su precio real de producción –o reproducción en caso de la fotografía y el cine.

El arte tiene la nobleza de ser abierto, fijando las condiciones para ser un artista en un solo punto indispensable: ser humano. De nuestra humanidad están los conceptos que podemos identificar como agradables, en nuestra humanidad podemos reconocernos en un espejo difuso de experiencia.

El ego en el arte es una espina de la que debemos tener mucho cuidado como creadores, pues viene en olas con cada reconocimiento y nos aparta de la realidad que intentamos extender por medios sensibles. Algo como la broma del principio, limitando el acceso a nuestro trabajo con requisitos innecesarios –por no decir una grosería– y que a nosotros como artistas, no hace más que hacernos peores personas. Nos cierra en la vanidad como jueces desde un palco de reconocimiento, reduce el arte a ser elitista y por ende, menos abierto, como verá, una contrariedad a sus principios.

Y no espero que me malinterprete, aceptar el reconocimiento de otros es parte de especializarse en una o más disciplinas del arte, es algo bienvenido porque es agradable, pero basar nuestro arte para esperar conseguir ese reconocimiento –como dinero o audiencia– es lo que no puede ser parte de un artista, y más bien, pertenece a alguien que se dedica de lleno a un medio, pretendiendo siempre una recompensa y no el crecimiento de la disciplina.

Nuestra labor como seres humanos, está en conservar el arte abierto. En México mucho del arte que se produce viene de personas que expresan su realidad tal y cómo es: cruda. Pero incluso aquí, este tipo de problemas podemos solucionarlos de raíz, mesurando nuestra relación yo-artista para cambiarla en un nosotros, hacer nuestra labor como artistas sin necesariamente recibir más que nuestra remuneración correspondiente, y si de ese reconocimiento y esfuerzo recibimos algo más, aprovecharlo como lo que es, un aliento a nuestro trabajo, no a nosotros como personas.


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