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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 6 de febrero de 2023 [00:01 GMT-6] (Neotraba)

Nicolás, que tormentas caigan

y en las estrellas te encontremos, por favor”:

https://www.youtube.com/watch?v=jLCAFDSKtO8

Voy a C.U. Mis audífonos ya no se escuchan de un lado, me los quito para escuchar que el ruta llegó a la estación Niños Héroes. Veo la casa azul, recuerdo un día de lluvia. Un cigarro en la habitación. Una conversación que en ese entonces se había vuelto recurrente. Y dentro del ruta un niño mira los árboles, pregunta a su madre si algún día podría escalarlos. La señora responde que solo si se convierte en mono. El niño se rasca la cabeza, cuelga su brazo de uno de los tubos, y afirma ser un orangután como el del libro de la selva. Yo sonrío un poco. Me hormiguea la nariz, limpio mis lentes y los veo bajar un par de estaciones adelante.

Sí, es raro que yo hable de esto. Pero últimamente mi vida se ha convertido en una ida y vuelta a las cosas que solía pensar hace ocho meses, y la revisión del paradigma en el que mis pasos van ahora. Y de entre esas cosas, está el ideal de un hijo. Y bien, para empezar tengo que aclarar que mi contacto con esta subespecie humana siempre ha sido en la experiencia de otros. El hijo de un tío, prima, conocido, amiga de una conocida, gente que no es ni conocida ni amiga. Por lo que si hablo de un hijo, es enteramente desde lo ideal, desde un ser que no existe y tampoco existirá en la forma que lo pienso –ya hablaré de eso. Mas bien, si de algo trata esta columna, no es del cómo y porqué en mi opinión sobre tener hijos, sino en la forma en que se conceptualiza un hijo.

Valdría definir la figura de un hijo para empezar. Y aunque sea sencillo hacerlo desde lo biológico –como aquel que es descendencia de otro–, abordarlo como un concepto del lenguaje es más extraño. Piénselo así; los padres adoptivos tienen hijos adoptivos, pero no por eso son menos padres ni tampoco menos hijos. De modo que el objeto conceptual de un hijo no solo se limita a ser la descendencia de otro. El problema con no entenderlo así es evidente en tanto se trata al ser humano como un objeto A y un objeto B, a los que poco les importa formar parte de la vida de otro, en tanto mantengan la línea sanguínea hasta otra generación. Abandono físico o emocional, despersonalizaciones y validaciones muy tardías son lo que provoca ser solo parte de un sistema.

Ahora, un hijo tampoco puede ser algo con lo que uno se encariña. Y con esto no digo que no exista cariño entre padres e hijos, solo que la relación no puede solo existir en ello. Porque de ser así, casi cualquier cosa podría ser nuestro hijo, y casi todo sería nuestro padre. No. Es más complejo que eso.

Porque biológico o no, la imagen de un padre siempre va de la mano de una noción de confianza y respeto, de límites y reglas que no son desconocidas, sino fundamentadas en lo que es para nosotros la parte del mundo que escondemos bajo la alfombra.

Un hijo, en tanto mi definición sea equívoca, creo que no parte de nosotros, ni es, ni se forma. Un hijo existe de forma primaria como una idea. Y es susceptible a ser una idea errónea, claro. Pues es la formación de lo conocido, lo que conocen otros y lo que no conocemos. En la idea de lo que para nosotros fue la infancia, nuestra relación con nuestros padres, con el mundo en general, además de lo que nos cuentan los padres primerizos, los desvelados, los tensos, los que no han podido tener relaciones porque el bebé demanda atención, y también lo que uno mira en el ruta, los momentos buenos y malos que pensamos ocurren al mirar a un niño que existe y existe de todas las formas posibles. Un hijo es una idea, y luego un acuerdo. Porque hasta ahora no he conocido a un humano que se entierre bajo tierra para clonarse como una papa. Y yo sé que usar la palabra “acuerdo”, parece no tener sentido en casos muy específicos. Pero en tanto el ser humano forme parte de la sociedad, existe ese acuerdo entre dos personas, una persona y la moralidad, una persona y la sociedad, una persona y ella misma. Y es un acuerdo, porque de forma ideal, uno debe saber por qué quiere tener un hijo. Saber que es una responsabilidad, y una muy grande. Y aquí entramos en la segunda parte de la columna: qué no es un hijo.

Foto de Fateme Alaie a través de Unsplash
Foto de Fateme Alaie a través de Unsplash

Porque precisamente al ser primero una idea, y conformarse de todo lo que es y no es parte de nuestro conocimiento, el ser humano tiende a resolverse en el pensamiento de algo que no existe todavía. Y es cuando se le carga al hijo de una tarea expiatoria y catártica que no merece ni necesita. Me explico. Si uno espera tener un hijo porque quiere ser mejor educando a un hijo que como lo fueron con él, no es que se vea un potencial en sí dentro del hijo-idea, sino solo en aquello que se podría mejorar desde lo ya existente. Algo parecido a cargarle a un hijo expectativas muy altas, o proyecciones de nuestras propias frustraciones. Todo aquello que nosotros cultivamos en la idea perfecta de un ser humano, no puede existir en el mundo imperfecto. También por eso es un acuerdo. Entre lo que corresponde a un ser humano por sí mismo, y aquello que solo nos pertenece a nosotros. Porque hablar de hijos imperfectos, es hablar de padres imperfectos. Y está bien serlo, nadie nace con un manual de roles familiares.

Mucho de lo que es parte del mundo ha sido producto de estos seres imperfectos que buscan encajar su realidad a la ideal. Donde los bebés no lloran, los padres no desaparecen, los hijos no escriben poesía, los padres no se miran extendidos en un ser diferente y difuso. Un acuerdo, que es verbo y está vivo. Ser hijo. Ser padre. Ahora que escribo al respecto no parecen ser muy distintos el uno del otro. Ambos son un mar de experiencias que se sacuden mientras el mundo gira, y piensa el uno en el otro como lo que es; alguien.

En lo personal, yo no deseo tener hijos. Pero porque es un acuerdo entre yo y yo. El yo que le gustaba pensar en las cosas que enseñaría, el mundo que exploraría, las cosas que pasarían, las muchas otras que no. Y el yo que vive aquí, anclado en la tierra como un seguro de supervivencia, que imagina la cantidad de responsabilidades que trae consigo preservar una vida ajena, el trabajo enorme que es lidiar con las partes humanas de un hijo, cuando no quiera aprender, cuando no quiera explorar, cuando el tiempo o la forma en que habremos de crecer nos separen de forma natural, cuando sea humano y me equivoque.

El yo ideal y el yo que sobrevive han acordado en que, si bien es bonito imaginar todo lo posible, a veces es mejor imaginar solo lo que es posible.

Y si algo está en mí, es el deseo indulgente de no existir. No porque me entregue al discurso apocalíptico, ni porque no vea lo bella que puede ser la vida por sí misma. Pero bien sé que poco tengo para ser un ser humano ideal, porque sé que este mundo necesita repararse, porque ni tiempo, ni vida, ni certeza hay en mí. Y claro que lo digo pensando en el futuro. No es como que ahora mismo, con veinte años sea una urgencia. Lo digo como un acuerdo. La acción de no existir. Y quién sabe, quizá cambie con el tiempo. En otra vida, con otro tiempo, con otro yo que pueda existir en el ideal y en la tierra.


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