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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 02 de noviembre de 2020 [01:06 GMT-5] (Neotraba)

No sé qué hice para nacer aquí, ni si es una ventaja o una forma de respirar sin pulmones. Lo único cierto es que aquí la muerte juega a estar viva, encarna la imagen de colores que se cuelga una imagen anatómica de Dios y parece haber estado con nosotros siempre, opacada por las flores y las velas que embadurnan las calles (o que así lo hacían antes de la pandemia), hasta desparramarse en los panteones y la madrugada.

Los finales de octubre, suelen estar inmersos en un orgullo fugaz de tener una tradición tan honda y rica, pero realmente son pocos quienes asignan un valor al peso que puede llegar a tener la muerte entre nosotros, darle incluso un nombre y vestirla de gala, para los interminables procesos que llevan a la eternidad después de la muerte. Y aquí, justamente en la tradición, hay trabajo por hacer; preguntarnos las cosas y deconstruir el costal de huesos en la Catrina, formar otra sombra más abstracta e incluso risible, para verla en una lámina como una caricatura del destino final.

Parte de este proceso remonta a conocer esta tradición, y sí, creo que para nadie es sorpresa saber que es producto del mestizaje. Tal vez, en una realidad alterna, dicha tradición no es más que una blasfemia a la cual le será sacrificada las miles de vidas que fueron muerte en algún momento. Así que no, aunque es una historia fantástica y que vale la pena estudiar y releer como una memoria de Funes, no veremos la muerte desde el pasado. Vamos a dirigir nuestra mirada al presente o incluso, al futuro, del que nos mirará en desagrado por andar inventando líneas de él y de la imaginación que no aterriza en una realidad.

Y podemos arrancar con una pregunta probablemente sin respuesta, por ahora: ¿Cómo serán los mitos dentro de un milenio? Porque claro, ahora nosotros miramos el pasado en los ojos de Dios, absoluto y disperso entre los mares de gente arremolinada en torno a un hecho; los relatos concedidos a nuestra realidad ya fueron vistos miles de veces, redimensionados y explicados por personas que entienden la vida más que nosotros. ¿Y los mitos que todavía no se cuentan?

Inevitablemente se llega al terreno de la expectativa, porque espero estar muerto y bien enterrado dentro de mil años —si no, hágalo por mí— y no podré conocer nunca lo que habrá en ese extremo tan vasto del tiempo mortal. Pero si puedo hablar desde lo que veo ahora, el cambio de los significados de la virtualidad mortuoria; que no está ahí pero podría estarlo dentro de cinco minutos, en cierta forma, el cyberpunk de cómo vemos un concepto como la muerte. De cómo madura una tradición a un propio motivo, significado y definición por sí solo.

Vea las ofrendas del año pasado y después la de éste, es evidente que, nada es como antes y no lo volverá a ser jamás. Aquellas flores que decoraban la foto de un icono cinematográfico ahora llevan un nombre distinto bajo la luz de estetoscopios y camas vacías en los pasillos, que se forman entre las hojaldras y veladoras. Los muertos que caminaban entre nosotros hace meses no son los que van a caminar los siguientes tres minutos, los que caminan ahora que lee junto a mi columna porque, en efecto, por cada segundo que usted está vivo, mueren miles entre sus parpadeos y los nacimientos de otras vidas.

Sentir ese peso es algo propio del ser humano, que ve la mortalidad en sus manos en la forma de venas que lo dibujan en sangre y sudor, pero no como los cíclopes, que ven la muerte de otros con su único ojo, sino, como lo que somos, seres especulativos que se vician en aguardar una respuesta a todo. Tener una tradición que venga a los muertos y próximos prójimos, es necesaria.

Y esto porque la mirada al exterior ya no se queda en un horizonte estático, es un sujeto vivo que nos habla desde las voces que no están, y gritan, y callan (lo que es peor) pero desde la memoria reciente. Poner una ofrenda nos da una dimensión cercana a ese horizonte, hacen que nuestra mente tenga presentes todas esas voces en los colores púrpuras y anaranjados. Por eso es que, en un país tan maravilloso como mortal, la muerte adquiere una perspectiva cotidiana, porque oímos esas voces todos los años y vemos sus fotos: nos rodeamos de las encarnaciones occisas. Tal vez por eso le damos un nombre y hasta personalidad, como una burlona fatalista y huesuda que se lleva a todos menos a ella misma.

Pero, volviendo al asunto de los cambios inevitables, la Catrina que ahora patrocina una cerveza mientras se come una pizza de masa negra —¿Qué demonios es eso?—, no fue la que se llevó a Posada —en un grabado mal hecho de él mismo—, ni la que me va a llevar —porque esa vendrá ebria. Sin embargo, tendrá ese mismo espíritu y aura que puebla las redondillas.

Esto se explica porque, pese a que todo se encuentra cambiando, esta tierra es la misma: al manto litosférico le importa poco nuestros nombres, identidades o complicaciones que ofrecemos a la realidad para retrasar su paso. Es algo irónico que esa entidad indiferente nos cobije por última vez bajo tres metros y leguas de viaje desconocido. El caso es que nuestras tradiciones cambian y lo hacen mientras nosotros tengamos la oportunidad de percibir la indiferencia de personificaciones desesperadas por dejar de existir.

No es algo malo, ni antinatural. Al contrario, es inevitable que los significados en una tradición cambien porque para adoptarla uno debe primero asignarle una forma de movimiento, pero no uno cinemático: uno definitivo, un sentido. Es del conjunto de estos movimientos que se hace uno más grande, uno que mueve muchos para sí y hacia afuera. Como las espirales de Octavio Paz, como las trampas del lenguaje objetivo. Como usted o como yo, que leemos sobre la muerte y no sabemos si es una ventaja o nacer sin pulmones.


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