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Por Carlos René Padilla

Sonora, 26 de octubre de 2022 [00:03 GMT-7] (Neotraba)

“Plañidera” forma parte del libro de cuentos Bavispe, ganador del Concurso Libro Sonorense 2021 y del Premio Nacional José Fuentes Mares a obra publicada. Coedición de Nitro/Press-Instituto Sonorense de Cultura, 2022. https://nitro-press.com/9786078805044


Tres metros antes de llegar al cadáver de mi nana, las piernas ya no me obedecieron. Pasé saliva. Hice otro intento. Nada. Supongo que mi madre se percató de la situación y se acercó sigilosa por mi espalda. Puso su boca cerca de mi oído para que sólo yo la escuchara. No te quedes a medio camino, te está esperando para que te despidas de ella, me dijo entre sollozos y jalón de mocos. Menos me moví. Se me enraizaron los pies. Me sentí un sahuaro enterrado en medio del desierto soportando ventiscas de arena sin poder hacer nada para evitarlo. Mi madre no pudo convencerme de que me acercara al féretro. Primero me rogó. Luego me comentó de la importancia de decirle adiós a la abuela. Finalmente me amenazó con castigarme sin ver durante dos semanas a mis amigas. Nada dio resultado. En silencio juré que nunca en mi vida me arrimaría a un ataúd. No después de ver cómo un cáncer carcomiera a mi nana hasta convertirla en un cadáver a medias despierto. Eso ocurrió cuando tenía catorce años. Mi madre no entendía el martirio que fue para mí ver cómo se pegaban los huesos a esa piel que alguna vez fue mullida y que me acunó durante toda mi infancia.

Tres años después vino el turno de mi abuelo paterno. Un infarto fulminante antes de irse a trabajar a la laborcita. Su cara quedó zambullida en un plato de machaca con verdura que esa mañana desayunaba, a un lado de una tortilla sobaquera y una taza de café de talega bien cargado. Mi abuela, entre gimoteos, le limpió los residuos de carne, cebolla y tomate antes de que llegara el doctor del pueblo a confirmar su muerte. Meses después le siguió ella a causa de la diabetes. Para no enfrentarme a la presión de mis padres y parientes me pasé todo el velorio afuera. Apenas entrando a la sala de la casa, que es donde se acostumbraba velar al difunto porque no existía una funeraria bien establecida en todo Bavispe. Resistí los embates de mi padre de que me acercara al cajón para despedirme por última vez de mi abuela. Lo único que gané fue pasar todo el verano sin salir de casa mientras mis amigas iban al río a nadar todos los días.

Me salvé del velorio de mi abuelo materno porque cuando nací, él ya había muerto. Mi mamá me contó que él fue uno de los desaparecidos en el terremoto del pueblo en 1887. Hubo más ocasiones en que pude romper mi aversión a los funerales: una tía que no resistió una operación de matriz, el compadre de mi papá que se cayó de un caballo mientras regresaba borracho a su casa y se quebró el cuello; hasta el de una amiga de la secundaria, a la que una gripa mal cuidada se le convirtió en angina de pecho y en menos de una semana fue a parar al panteón. Ni ese desfile de parcas que andaba siempre cerca logró que cambiara de opinión y a mis treinta y cinco años había cumplido la promesa que me hice de adolescente de no ver ningún difunto dentro de un ataúd.

Pero todo cambió la noche del velorio de mi comadre Conchita, quien murió por la complicación de una apendicitis. Decidí que ya estaba lo suficientemente grande para romper el juramento de no acercarme a los muertos. Quería dejar de ser la rara del pueblo a la que no le gustaba despedirse de sus seres queridos acostados dentro del féretro. Quitarme el pánico. Romper esa fobia. Al igual que cuando tenía catorce años, tragué saliva y me levanté. La sala de mi comadre era pequeña, por eso la velaban en el porche. Las sillas, que rentaban lo mismo para fiestas que para funerales, llegaban hasta la mitad de la calle pero a nadie le importaba. Divisé a Mariano, mi esposo, debajo de un árbol con otros amigos tomando cerveza y contando charras. Lo intuí por la forma en que se carcajeaba. Mariano siempre sacaba los dientes frontales como si fuera a morder una mazorca, al mismo tiempo que se daba un par de palmadas en la pierna.

Me acerqué a ese cajón de madera corriente, escoltado por cuatro cirios, al que se le veían las astillas sin cepillar. Las velas amenazaban con apagarse a la menor provocación. Temí quedarme a medio camino, igual que en el funeral de mi nana, pero esta vez sí me obedecieron los pies. La tapa estaba abierta. Contemplé la cara de Conchita. Maquillada en exceso, parecía una aprendiz de payaso en sus primeras funciones. Me recordó a los que veía en el circo que visitaban el pueblo cada cierto tiempo. Tuve miedo de empezar a reírme pero logré controlar el gesto. Luego comencé a llorar como si alguien hubiera quitado la cortina de concreto de una presa atrás de mis ojos. Y tampoco entendí por qué, si no me caía tan bien mi comadre Conchita. Siempre metiéndose en la vida de los demás. Siempre opinando a diestra y siniestra sin que nadie se lo hubiera pedido. En varias ocasiones hasta nos peleamos por tonterías. Muchos en Bavispe sabían que me quejaba de ella a la menor provocación, por eso comprendí sus caras de asombro cuando solté el primer berrido. Porque eso fue, un berrido igual que una vaca pariendo a quien le viene mal la cría. Las lágrimas comenzaron a caer sobre su pecho y su rostro. El llanto amenazó con deslavarle el montículo de maquillaje y dejarle peor aspecto del que ya tenía, por eso me retiré varios centímetros. Era preferible que las gotas cayeran en el piso y no en su cara. Luego la gente podía pensar que mi comadre tenía jiricua. Sentí una mano pesada en el hombro. Volteé. Era Lourdes, su hermana. Me abrazó a pesar de que siempre me hacía desaires. Parecía que ya había olvidado cómo me trataba en la primaria. Cómo murmuraba a mi espalda cuando salía con Mariano a pasear a la orilla del río. Cómo me volteaba la cara cuando nos topábamos en la fiesta de San Miguel Arcángel, el santo patrono del pueblo. Pero no le dije nada. Me dejé llevar. Acomodé mi cara entre el hueco de su hombro y su cabeza y continué gimoteando ahí, dejando que las lágrimas se convirtieran en minutos. Luego me condujo hasta una silla de metal. Recorrí los tres metros que me separaban de mi asiento llorando. Parecía que con cada paso que daba un vidrio se me incrustaba en la planta de los pies. Ahí me quedé toda la noche, a puro suspiro y lamento como si no me cupiera nada de aire en el cuerpo y quisiera sacarlo todo. Cuando parecía que se me iban a acabar las lágrimas, nomás me levantaba, contemplaba la cara mal acomodada de mi comadre y volvía a venirme el gimoteo. Durante ese tiempo no pensaba en nada. Ni en los pleitos que tuvimos por quedarse con alguna olla o porque no entregaba a tiempo la cundina y luego tenía que completarla yo. No pedía perdón, ni descanso para su alma, ni que San Pedro saliera a recibirla con fanfarrias acompañado de un trío de ángeles barrigones y rubios. Era un vacío mental. Un ruido blanco dentro de mi cabeza. Una cascada que fluía por mi interior mojándome de luz.

Recuerdo que no cerré los ojos en toda la noche. Tampoco me dio miedo quedarme sola con la muerta. Le dije a Mariano que se fuera a la casa, que yo iría después. Borracho y con ganas de dormir, decidió no hacer ningún berrinche y se fue tambaleando. El canto del gallo me encontró sentada frente al cajón de la comadre Conchita. En la mañana, poco a poco, volvió a llenarse la casa de parientes y amistades. Antes de mediodía convinieron en llevar el cuerpo a enterrar al camposanto. Hicimos dos filas, más derechas que las que nos obligaban a formar en la primaria cuando nos ponían a hacer honores a la bandera, y nos dirigimos a pie al cementerio entonando en voz alta un rosario.

En el panteón fue otro cantar. Mejor dicho, otro lloriquear. Muchos se acercaron a mí para decirme que sentían mi pérdida. Nadie podía confundirme con un familiar, pero al ver mi supuesto dolor, no dudaban en abrazarme para reconfortarme un poco. Hasta que la última palada de tierra árida cubrió el féretro, mis ojos dejaron de expulsar lágrimas. Entonces todo se quedó sereno dentro de mí. Mi interior era un río de aguas mansas. Un cosquilleo de colibrís en el alma.

Llegué a casa. Sabía que Mariano seguía en la labor y no volvería hasta más tarde. Tal vez hasta la madrugada si se reunía con sus amigos en la cantina. Me acosté y dormí de un tirón. Sin soñar nada. Ni en Conchita. Ni en las tristezas que da la vida. No tuve necesidad de levantarme cada dos horas ni el apuro de dar vueltas en la cama para conciliar el sueño.

Al día siguiente era otra. Hasta Mariano me comentó que parecía que tenía la piel de diferente color y que el gesto de andar oliendo algo podrido siempre, también se había ido. En vez de contestarle con una grosería, asentí despacio. No había motivos para discutir. Confirmé en el espejo que mis ojeras se habían difuminado y que tenía una gran sonrisa. Un gesto de satisfacción. Mariano terminó de desayunar. Contento, desde la puerta se despidió para irse a trabajar al campo. Pasaron diez días y el genio se me empezó a agriar de nuevo. Hasta yo lo sentí. Volvieron las discusiones con Mariano por no hacer los arreglos necesarios en la casa, irse con sus amigos a tomar o por los comentarios sobre alguna blusa que me hacía ver un poco más gorda de lo que estaba. Sí, todo volvió a la rutina de los últimos quince años en la que, después de una discusión, Mariano me daba una bofetada, lanzaba un portazo antes de irse y se largaba a dormir a casa de sus papás. Siempre volvía a los dos días. Con un racimo de disculpas y promesas que yo también le devolvía, pero que ambos sabíamos en el fondo que no íbamos a cumplir.

Una tarde terminaba de tender la ropa en el patio cuando tocaron a la puerta. Era Pedro, inmóvil, con el sombrero Resistol entre las manos. Le daba vuelta como el volante de un carro invisible. Permaneció callado. Le dije que si buscaba a Mariano lo más seguro era que estuviera emborrachándose en el As de Copas, que lo encontrara allá. Estaba a punto de cerrarle la puerta en la cara, cuando por fin abrió los labios. Quería saber cuánto cobraba por ir a llorar al velorio de su suegra. Puse cara de no entender nada. Pedro me explicó que todos en Bavispe hablaban del funeral de mi comadre Conchita, de cómo había lamentado su muerte cuando la mayoría sabía que ni nos llevábamos bien. Laura, su mujer, lo había mandado con la consigna de llevarme al funeral de doña Ruperta, la madre de ella. Al ver que todavía titubeaba, me ofreció cincuenta pesos por noche además de la cena. Le dije que me diera tiempo de cambiarme, de ponerme una blusa negra, buscar el chal y ver si de casualidad tenía un rosario arrumbado en el cajón del buró, para que todo se viera más bonito. Asintió con la cabeza y me dijo que me esperaría en su casa. Antes de irse me dio el billete, para que no me fuera a echar para atrás, según él. Pedro nunca supo que hasta gratis lo habría hecho.

Ataviada con mi vestimenta de luto, me dirigí a la casa de doña Ruperta. Antes de salir de la vivienda le dejé un mensaje a Mariano para decirle donde estaba. Rumbo al funeral iba muy preocupada por la posibilidad de no cumplir con el papel encomendado. Pensaba que lo de mi comadre Conchita sería cosa de una sola vez. Pero no. Apenas vi el ataúd color avellana en medio de la sala rodeado de los cirios, comencé de nuevo. Ni esperé a sentarme y, sin calentamiento previo, rompí a llorar. Los asistentes no se percataron de la leve sonrisa que apareció en mi cara porque me tapé con la mano. Apenas una mueca, luego continué en lo mío. Permanecí toda la noche en vela y con un sollozo constante. Sólo hice una pausa para comer dos platos de menudo, tomar tres tazas de café recién colado y cuatro litros de agua porque me dio miedo deshidratarme. Todo salió a la perfección. No pararon de darme el pésame, creo que más que a Laura, la hija de la difunta. Incluso llegó un momento en que pensé hasta en hincarme cuando bajaban el ataúd a las entrañas de la tierra, pero me contuve. Creo que fue lo mejor. Llorar a moco tendido ya era suficiente protagonismo, tampoco debía robarme todo el espectáculo. Tenía que dejarles algo a los familiares.

Pronto se supo entre la gente la oferta que me había hecho Pedro y comenzaron a contratarme para los funerales, pero no sólo de Bavispe, sino también de los pueblos cercanos como La Galerita, San Miguel, La Morita, Bacadéhuachi y Bacerac. Y yo, encantada. Después de cada entierro volvía renovada a la casa. Parecía que la mezcla del olor a pino del ataúd, el aroma picante del barniz a medio secar, los claveles recién cortados del campo, la corona de muertos hecha con papel china apestosa a pegamento, el café recién colado sobre la cafetera de peltre o la olla de menudo cociéndose sobre una hornilla de leña en el patio, fueran un bálsamo que me cubría toda. Una corriente nueva recorría todo mi ser. Veía los atardeceres más bonitos, las aves trinaban al volumen perfecto y la comida que preparaba no me quedaba insípida o con exceso de sal como a Mariano le gustaba reclamarme, sino justo en su punto. También las discusiones con él cesaban de inmediato. Ya no me molestaba el olor de sus pies cuando se quitaba las botas después de llegar de la labor. Podía soportar ese aroma, mezcla a leche podrida y boñiga de vaca que destilaba de sus extremidades. También que me manoseara como si fuera una más de las borregas que arreaba. Ni hablar de las veces que casi tiraba la puerta a golpes y que tenía que levantarme a abrirle porque con la borrachera que se cargaba ni de eso era capaz. Entonces me exigía que tuviéramos sexo mientras babeaba sobre mi rostro. Yo me limpiaba su saliva con desesperación pero él ni se inmutaba. Mariano alegaba que ya había pasado demasiado tiempo sin tocarme. Si veía que cerraba los puños, yo entendía que era mejor obedecer. Por eso, harta, accedía para no prolongar más la escena. Me tumbaba sobre la cama mientras Mariano se desabrochaba el cinto y se bajaba el pantalón y la trusa con un movimiento. Yo cerraba los ojos. Se subía arriba de mí. Yo era un pedazo de alimento y él un hombre hambriento al que nadie enseñó a comer. Con rapidez empezaba a metérmela. Era un maldito animal rabioso apareándose sin importarle que a veces me quejara porque me dolía. Muchas veces se quedó dormido encima de mí antes de terminar. Su aliento a bacanora y vómito, abrazándome. Metiéndose en mis poros. Absorbiendo su olor y difuminando el mío. Yo prefería aguantar. No hacer ningún movimiento. Quieta. Intentando respirar lo menos posible para no despertarlo y que pretendiera repetir la faena. Al día siguiente Mariano se iba al campo. Orgulloso, según él, de haber cumplido con su papel de garañón. Todo eso lo podía soportar después de haber estado en un funeral. Todo. Era como pasar un trapo sobre la suciedad. Me revitalizaba y volvía a nacer como el maíz en temporada.

También descubrí que la gente me miraba diferente. Ahora lo hacían con admiración. Yo era la llorona del pueblo. La plañidera oficial. La mejor Magdalena que había tenido Bavispe nunca. La mujer que derramaba lágrimas frente a sus muertos para que los dejaran entrar más rápido al cielo y que no se convirtieran en almas en pena peregrinando en el pueblo por las noches. Cuando iba al mercado los vendedores me ofrecían la fruta nueva, el carnicero el diezmillo más jugoso y jamás me volvió a salir una verdura podrida. En ocasiones hasta impedían que les pagara por el mandado. Y pues yo nomás aceptaba. Contenta. De regreso a la casa no faltaba el acomedido que cargara las bolsas mientras me sacaba plática. Siempre era lo mismo. Me contaban de ellos, de lo buenos que eran en sus vidas. De cómo ayudaban a sus prójimos. De cómo eran mejores que sus vecinos. Creo que imaginaban que tenía línea directa con la muerte. Me trataban con deferencia, porque no sabían cuando podían llegar a necesitar de mis servicios. Notaban que sin conocer mucho al muertito, lloraba a lo grande, me imagino que pensaban que si me trataban bien, sería mucho mejor. Sobre todo los viejitos que sentían que les rondaba la muerte como una mosca impertinente, molesta, pero que saben que por más que la espanten no se va a ir lejos. Ellos hasta se levantaban de sus sillas al verme pasar frente a sus casas. Me daba lástima ver sus cuerpos agarrotados por la artritis haciendo un esfuerzo para ponerse de pie y saludarme. Ni el presidente municipal tenía ese poder.

Mariano nunca se metió con mi nueva profesión. También notó los cambios que sucedían en mí después de cada sepelio. Si se enteraba que había un difunto en la cercanía, estaba consciente que esa noche la pasaría frente al féretro y que él podría irse con sus amigos sin tener una discusión después. Él sabía que luego de un funeral yo me iba a despertar temprano para hacerle el desayuno. Mariano también esperaba su recompensa cuando volviera de la labor. No iba a tener que obligarme a tener sexo y le iba a preparar de buena manera un caldo de gallina pinta, su preferido. Así transcurrieron diez meses. Felices. Me di cuenta también que el color del luto me sentaba bien y me hacía ver esbelta. Recuerdo a Mariano que decía, cuando éramos novios, que mi piel se le figuraba a una tortilla de harina recién puesta en el comal y en esos días también descubrí que me veía más blanca.

Pero de pronto todo se estancó. Parecía que a la parca se le había extraviado la dirección de estos lugares y ya no quisiera subir a la sierra de Sonora, como quien no quiere visitar a unos parientes incómodos. Al principio no me preocupé. Digo, todos los días se muere gente en el mundo, esa mala racha no podía sostenerse por tanto tiempo, pensé. Pero duró. Ni en La Galerita, Bacerac, Bacadéhuachi o La Morita hubo difuntos durante los siguientes dos meses. Sesenta días de abstinencia forzada. Ocho semanas sin muertitos. Nadie se percató de eso. Hasta llegué a pedir en mis oraciones que nos mandara otro terremoto como el que había sucedido hace tantos años. La muerte, mientras no toque a nuestra puerta, todos cerramos los ojos y hacemos como si no existiera. Hasta que te avisan del fallecimiento de un familiar te acuerdas de la parca. Mientras, paradójicamente, la entierras en lo más profundo de tu ser para no invocarla y que se lleve a alguien querido. Todos siguen sus vidas normales. Van al campo, compran vacunas al veterinario, abren los abarrotes, visitan a las comadres en la tarde mientras toman una taza de café y pan dulce. Todos. Menos yo.

Mariano dice que ya no me aguanta y yo le digo lo mismo. Cuando llega me ve nomás dando vueltas en la cocina. Sin mover un solo traste ni prender la estufa para prepararle comida. Hace dos días me gritó que era más inservible que una yegua con las patas quebradas.

Marqué el día sesenta y cinco sin un velorio. La zozobra de esperar que alguien toque a la puerta para avisarme de un nuevo funeral me tiene los nervios destrozados. Ni los tés de manzanilla, gordolobo o pasiflorina me hacen efecto. Cualquier ruido que escucho en el porche es suficiente para alisarme la falda, acomodarme el cabello y apresurarme a abrir la puerta. Muchas veces es el viento que menea las ramas y provoca que golpeen la madera como si alguien desesperado estuviera tocando. Tuve que coger el machete de Mariano y tumbarle un brazo al árbol para que ya no estuviera jugando con mi imaginación. Ha llegado a tanto mi ansiedad que tengo más de una semana sin salir al mercado, no quiero que alguien me busque y no me encuentre rápido. Puede parecer una idea tonta. En este pueblo localizas a quien quieras en no más de media hora, pero no me quiero arriesgar.

Al único sitio al que acudo diario es al de Mario, el carpintero, pero antes dejo un anuncio en la puerta de la casa. Mario, un hombre gordinflón y de bigote de estropajo, es quien surte de ataúdes a todos los pueblos. Al principio se reía de mí, me dijo que aunque es extraño esa falta de difuntos, a veces sucedía, que no me desesperara. Primero era un comentario burlón. Ahora cada vez que ingreso a la carpintería se pone pálido y antes de que le pregunte algo, se encoge de hombros, señala el cascarón de dos cajones de muertos, empolvados y me confirma que no ha tenido cuerpos para ellos. Luego clava la mirada entre el serrucho y la madera, como si yo no existiera.

Después de la visita con Mario siempre regreso a pasos apresurados a la casa. Sin saludar a nadie. Aunque todos me den los buenos días. Yo nada más levanto la cara y muevo un poco la mano. No quiero detenerme. No vaya a ser que alguien esté tocando a mi puerta y al no encontrarme se vaya a buscar otra plañidera. Porque ese es otro temor. ¿Y si alguien está llorando mejor que yo? ¿Y si otra mujer da más barato el servicio o tiene otra gama de sollozos? Pienso que la próxima vez que me contraten sí me voy a lanzar a la fosa, al menos hasta que el ataúd baje lo suficiente. No voy a permitir que nadie me haga competencia. Sólo necesito otro entierro. Demostrarles que puedo ser versátil. Preguntarles cómo quieren que actúe. Llorar como señora rica, apenas unas lágrimas contenidas que no terminen de bajar por los cachetes. O como mujer deshecha, unos berridos que duren toda la noche. Si quieren hasta el rosario y el novenario les puedo rezar por el mismo precio.

Observo el calendario colgado en la sala. Las cruces dibujadas en el papel me indican que hoy han pasado ya sesenta y siete días sin un solo velorio en toda la región. Demasiados. Miro al cuarto. Escucho los repugnantes ronquidos de Mariano. Por supuesto que no le importa nada mi sufrimiento. Entonces decido que ya no puedo soportar este martirio. Me levanto y voy a buscar el cuchillo más afilado a la cocina para acabar con esta sequía de muertos.

Contraportada de Bavispe de Carlos René Padilla
Contraportada de Bavispe de Carlos René Padilla

Carlos René Padilla. Foto de Ale Meter

Carlos René Padilla (1977), narrador y periodista, vio por primera vez la luz… de las patrullas en Agua Prieta, Sonora, México. Ganador del Concurso del Libro Sonorense en los géneros novela, crónica, ensayo y cuento en diferentes años con los libros Amorcito corazón, No toda la sangre es roja, Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra, Hércules en el desierto y Bavispe (ganador del Premio Nacional «José Fuentes Mares» a obra publicada), publicados por Nitro/Press. Autor de Un día de estos, Fabiola, y de Yo soy el Araña, que fue galardonada con el Premio Nacional de Novela Negra «Una vuelta de Tuerca» 2016. Fundador de SoNoir, movimiento encargado de difundir la literatura policial y negra en todo el país. Sus cuentos han sido incluidos en antologías a nivel nacional, latinoamericano y en España. Actualmente se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón donde cocina para su esposa e hija, escribe y, en las noches, se escapa a un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.


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