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Por Omar Delgado

Ciudad de México, 12 de agosto de 2022 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Capítulo II

A los ocho

Terminas de pulir esos zapatos.

Tu cliente contempla tu buen trabajo. El bigote se le curva en una sonrisa de aceptación, lleva la mano a su bolsillo y te arroja un veinte, cinco centavos más de lo que habían convenido. Sientes la alegría saltándote dentro del estómago; ahora tienes unos quintos más para comprarte una palanqueta, o quizá un paste de piña.

Agradeces que la tarde haya permanecido sin lluvia, pues en caso contrario habrías debido esperar guarecido en los portales hasta que los ventarrones, preñados de agua que acostumbran caer en Pachuca, se calmaran. Gracias a la benevolencia del clima, no llegarás al puente ya entrada la noche y no tendrás que caminar a través de la oscuridad de la vereda de los framboyanes que bordea el río.

Dicen que ahí han visto a Nora.

El reloj de la plaza da seis campanazos. A esa hora ya todos los funcionarios del municipio, tus principales clientes, se dirigen a sus casas. Te vuelves y observas a los tenderos de los portales. No te importan, pues para ellos, cuya vida pasa detrás de un mostrador, la limpieza de sus zapatos carece de importancia. Es inútil esperar más. Guardas las ceras en tu cajón, esas latas con la figura del oso en la tapa que tanto te gustan; acomodas los cepillos y las franelas, frotas tus manos manchadas de negro y te diriges a casa.

Un camión cuyas piezas apenas si pueden mantenerse unidas se detiene frente a ti; abre su puerta con un silbido hidráulico. Subes deteniéndote del tubo para evitar que un bache te arroje al piso, mientras que, con la otra mano, aferras tu cajón de bolero. Recuerdas el tiempo en que lo que cargabas era una mochila y las manchas en tus manos eran de grafito. No extrañas la escuela; siempre te aburrieron las clases monocordes del profesor Zamudio, ése que, con la camisa arrugada, podía aburrirte por horas hablando de los padres de la Patria para luego virar el tema hacia las raíces cuadradas y concluir con las monocotiledóneas. Por eso, cuando murió tu hermana, no lamentaste abandonar la escuela para llevar dinero a casa. Después de todo, a esas alturas ya sabías leer y escribir, ya dominabas las sumas y las restas, y sobre todo, ya habías aprendido a partir madres y amedrentar pendejos. Ya nada te podía ofrecer la escuela.

Das una oteada para ver a los demás pasajeros. Compartes el espacio con campesinos de huaraches encostrados de lodo, con señoras perfumadas de nixtamal y con mineros recién paridos por la tierra, con pulmones hartos de hollín y miradas entintadas con la oscuridad de las profundidades. Juzgas que, quizá en esta ocasión, tu papá podría encontrarse entre ellos. Es viernes, y él siempre llegaba a pasar con ustedes el fin de semana.

Por lo menos antes de lo de tu hermana.

Luego de hora y media llegas al puente. Saltas del camión y corres los dos kilómetros que te separan de tu casa. Al llegar a los framboyanes ya pinta el crepúsculo. Aprietas el paso, tratando de no ver entre los pliegues de los árboles, pues dicen que entre ellos se asoma el rostro de Nora. ¡Pinches viejas chismosas!, te dices mientras escuchas el correr del agua. Pura pendejada inventan. De mil amores les plancharías las arrugas a patadas. ¡Nora no se tiró, se cayó! Se resbaló en el río y se ahogó al tratar de cruzar un puente de troncos. No saltó, no se llenó de piedras las bolsas del vestido. No.Ella no tenía razón para abandonar a su familia, para dejar de abrazarlos y de echarles las tortillas. No tenía por qué privarte del olor de sus trenzas y de sus manos tomándote las mejillas, de su amor de madre chiquita y del calor de sus senos apenas nacientes.

No tenía por qué llenarse de muerte.

Llegas por fin a casa. Las gallinas hacen el escándalo de siempre. Sus cloqueos enloquecidos pronto habrán convocado el rebuzno de los burros del rancho cercano y el ladrido de los perros de las planicies. Entras para encontrar a tu padre sentado a la mesa, comiendo frijoles a cucharazos; una botella de aguardiente lo acompaña mientras come. Lo saludas efusivo, él te responde con un gesto, breve y varonil. Tu madre y tus hermanos lo observan desde el camastro. Ella los abraza como si un remolino le hubiera amenazado en sueños con venir a arrebatárselos. Dejas el cajón de la bola y el dinero en la mesa y te sirves. Comes frente a él, observándose los dos en silencio, como sólo dos hombres que traen dinero a la casa pueden hacerlo. Ves sus manos, enguantadas de tierra; su rostro, cubierto de polvo brillante de las minas y lo imaginas un dios mineral que de repente se hubiera desgajado de la veta para vivir entre los hombres.

Mastican en silencio y, en silencio, él apaga el quinqué y se recuesta en su camastro. Tú te refugias entre las cobijas que compartes con Fernando, tu hermano, y te entregas al sueño.

Horas después, sientes una mano que te agita.

–Ven acá, Abundio –murmura tu padre. Escuché coyote en los gallineros.

Te espabilas. Salen de la casa; él lleva un palo, tú sostienes el quinqué. Recuerdas que antes era Nora quien lo acompañaba cuando iban a espantar al coyote.

–Ahí anda detrás –te dice y, sin palabras, te indica avanzar frente a él. Caminan hasta el tocón en donde cortan la leña.

–No veo coyote –dices. Sus ojos brillan bajo el sombrero.

–Acuéstate de panza en el tocón.

En un principio no le entiendes. Él repite la orden:

–Pega la panza en el tronco y bájate los pantalones.

Piensas que está borracho. Intentas regresar a la casa, pero te detiene de un bofetón.

–¡Obedece!

Tratas de correr, pero un puñetazo en el vientre te deja sin fuerzas. Te coloca sobre el tronco. Escuchas el zíper de su pantalón, apoyas las manos en el piso y sientes cómo te penetra. Gritas enterrando las uñas en la tierra. Gritas otra vez.

–Pinche viejo puto –le gritas. Te calla de un manotazo en la nuca.

–No le faltes el respeto a tu padre.

Sientes cómo el minero te barrena una y otra vez hasta que se derrama en tu interior. Descubres que era cierto: Nora, en realidad, no se había resbalado: había huido del coyote.

El don del diablo Contraportada
El don del diablo Contraportada

El don del Diablo, novela negra publicada por Nitro/Press y la Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022, número 29 de la colección NitroNoir.

Más información y formas de adquirirlo: https://nitro-press.com/9786078805129

Omar Delgado

Ganador de diversos premios, ha publicado la novela Habsburgo y los volúmenes de relato De mujeres ¿mujeres y traiciones?, Borderline raza, y Donde no hay Dios (col. Extra(e)ditados de la BUAP). Su trabajo como cuentista se encuentra en compilaciones como El Abismo. Asomos al terror hecho en México, Bella y Brutal Urbe, Festín de Muertos y en las antologías de Nitro/Press México Noir, Lados B y Desierto en escarlata.


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